Según escribió Karen Word en un períodico de Princentown, existe dos tipos de ira: la ira caliente y la ira fría.
La primera es aquella que se presenta como una furia ciega, que sacude como un fuego incontrolado, que abrasa y quema y expresa palabras agresivas y crueles. Se produce entonces una alteración en todos los niveles del organismo. Mientras esta tempestad arrasa con todo, el dueño de la ira se olvida de toda sensatez, toma decisiones apresuradas, se equivoca. Por otra parte si la reprime, se sentirá como un volcán a punto de entrar en erupción.
Pero no olvidemos a la ira fría. Ésta es la etiqueta que a menudo se colocan personas "pasivo agresivas", tan muertas como una línea de teléfono cortada. Éstas, dice la periodista son más peligrosas, la ira está escondida en la incomunicación, en la mirada punzante, en el gesto despectivo.
Y, seamos honestos, como dice Karen Wood: Todos nos complacemos en secreto librándonos de alguien por medio de la ira caliente o del "tratamiento silencioso". Todos nos irritamos de vez en cuando, pues es una manera clara de hacer saber a la gente que nos ha disgustado, desilusionado o engañado.
Si la ira surge ante alguna injusticia, ante el miedo o alguna incomprensión, ésta se sitúa como un cordel de acero en nuestra columna vertebral turnándonos más fuertes, pero si la mantenemos como algo habitual en nuestras vidas, se convertirá en cilicio que nos destruirá más rápidamente que a los objetivos de la ira.
Así, tanto la una como la otra, perjudican nuestro cuerpo, y lo que es más importante, a nuestro espíritu.
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