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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

miércoles, 16 de octubre de 2013

Jesús de Nazaret traicionado y condenado




¿A quién puede extrañar que Jesús acabara siendo crucificado? Justo en la capital de Jerusalén, a la vista de los más altos dirigentes religiosos, sabiéndose vigilado por el poder romano, enseña y actúa como un hombre libre y enseña a ser libre y liberarse de todas las opresiones creadas por los hombres. Esa libertad le lleva a revolucionar la imagen que de Dios proyectan los guías religiosos de Israel.


Lógicamente el conflicto de Jesús con el poder y sus dirigentes (sacerdotes, letrados, etc.) era inevitable. Cuestionaba de arriba abajo su sistema, el sistema montado por ellos, ellos que controlaban todo, la doctrina, las prácticas y los ritos. No podían ver con indiferencia a este hombre con el mensaje que predicaba y con la libertad que lo hacía. Anunciaba una nueva relación con Dios, una nueva imagen de Dios, de la que brotaba una nueva sociedad: más igualitaria, más justa, más fraterna y más pacífica. En realidad, Jesús hacía remover los cimientos de la sociedad judía. No podían tolerarlo y, como consecuencia, le iban a calumniar, perseguir, juzgar y condenar.

Ante ese conflicto, Jesús tiene que enfrentarse sin escapatorias, si es que se empeñaba en seguir adelante con su mensaje. Dios no lo iba a liberar milagrosamente, porque el Dios de Jesús no es el Dios omnipresente de la filosofía helénica, el Dios omnipotente ligado a la fuerza y el poder, sino el Dios anonado, limitado, vulnerable, pobre, compasivo, que no podía ser suplantado por el Dios pagano.

Y fue condenado a muerte, violentamente crucificado, no como precio, sangre, sacrificio o rescate impuesto por Dios por los pecados de la humanidad, exigido para reconciliarse con ella. Sería una crueldad tremenda la de ese Dios sádico que exige la muerte de su hijo, una muerte infamante, como reparación a su honor.

El vivir de Jesús: un retrato de su vida.

Nada para concluir esta breve síntesis del Nazareno, como presentar bien relevante lo que podría ser un retrato suyo. Porque ese retrato nos indicará sin más cómo debemos ser si queremos seguirle y qué cosas no pueden concordar con su enseñanza y modo de vida. Y es la mejor manera de corregir y sanar las falsas imágenes que nosotros hemos podido crearnos acerca de su vida o la del Dios que El anuncia. Ese retrato vivo actuará como espejo y aguijón para que no transijamos con lo que no debemos transigir, de modo que al contemplarlo no tendremos más remedio que despojarnos de cuanto es contrario a su estilo de vida.

Me atrevo a dibujarlo de la siguiente manera:

En tiempos de Jesús, lo normal era vivir conforme al grupo. Sin embargo, a él comenzó por no impresionarle la erudición de los escribas, discrepaba de ellos, cuestionaba la tradición, la autoridad, todo supuesto inamovible.

Jesús aparece como un hombre que tiene el valor que le dan sus convicciones, independiente, sin ningún rastro de miedo, sin temor a originar escándalo, o a perder su reputación e incluso la propia vida. Jesús se mezcla con los pecadores y parece disfrutar de su compañía, se mostraba tolerante respecto a las leyes, no parecía sublevarse ante lo que los dirigentes de su pueblo consideraban la gravedad del pecado y era natural en su trato con Dios.

No poseía buena reputación, se le clasificaba como a un pecador más, era amigable su trato con las mujeres y, también, con las prostitutas, le importaba un comino el prestigio a los ojos de los demás, no buscaba la aprobación de nadie.

Sus adversarios le reconocían ser honrado y audaz, (“Sabemos que eres sincero y que no te importa de nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios” (Lc 12, 14). Nunca pudieron acusarle de insinceridad, hipocresía o miedo, pero al mismo tiempo le acusaban de estar poseído por el demonio, de ser un borracho, un glotón, un pecador y un blasfemo.

Todo esto hacía que la gente se preguntase: “¿Quién es este hombre?”. Jesús no recabó para sí otra cosa que designarse y ser designado como el “hijo del hombre” sinónimo de humano, y lo hacía así en lugar de decir “yo”. Simplemente pretendía afirmar su identificación con el hombre en cuanto hombre. Jesús sorprende a los dirigentes cuando dice que el “hijo del hombre” es dueño del sábado, tiene poder de perdonar los pecados , no tiene lugar en la sociedad y padecerá violencia a manos de los hombres.

Las señas de la identidad de Jesús son su humanidad, sin que necesite ningún título, función o dignidad. Encomienda a sus discípulos que nadie debe dejarse llamar Rabbí, Padre, Preceptor, pues lo definidor de todos es la hermandad: “todos vosotros sois hermanos”. Lo que hace a Jesús incomparablemente grande es que habló y actuó con una autoridad singular, ajena por completo a la ejercida por los grandes de este mundo: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan y que los grandes les imponen su autoridad. No será así entre vosotros; al contrario, el que quiera hacerse grande sea servidor vuestro y él quiera ser primero sea siervo vuestro” (Mt 20,25-27).

Jesús habla a sus adversarios en parábolas, les pregunta, trata de convencerlos, les invita a pensar por cuenta propia. Era inusitada la firmeza de sus convicciones, proclamaba la verdad sin vacilaciones, sin apelar a la autoridad de la tradición ni siquiera de los mismos textos sagrados. Pretendía que la gente entendiera la verdad de sus palabras sin apoyarse en tipo alguno de autoridad.

Jesús no tuvo más autoridad que la autoridad de la verdad misma. Hizo de la verdad su autoridad. Jesús sabía que la autoridad de la verdad es la autoridad de Dios y esa era la que El poseía. Bastaba, pues, obedecer a la verdad para vivir de un modo veraz. Él estaba seguro de decir la verdad, de que sus convicciones eran verdaderas, por sí mismas.

En ese mismo plano, Jesús no tiene dificultad en reconocer y alabar a todo aquel que realiza la liberación, no le importa quién sea, con tal que la gente sea liberada. (Cfr. ¿Quién es este hombre? ST, 1981, pp. 192-204).

A Jesús se le reconocía no sólo por su libertad y coherencia sino por su programa, en el cual declaraba cosas como estas:

. Hay que amar, incluso al enemigo.
. Hay que perdonar y ser misericordioso.
. Hay que practicar la justicia y estar limpios de corazón.
. Hay que ser sinceros, ecuánimes y veraces.
. No se debe tolerar la exclusión, discriminación o humillación de nadie.
. Hay que aborrecer la hipocresía, el orgullo y la dureza de corazón.
. Hay que tener preferencia por los más pobres y olvidados.
. No hay que apetecer el poder de mandar sino el servicio.
. Hay que trocar la avaricia por la generosidad y el compartir.
. Hay que detestar el dinero conseguido a base de oprimir y explotar a los demás.
. No se pueden establecer divisorias entre el amor a los hombres y el amor a Dios pues ambos son una misma cosa.
. No se puede oponer el bien de Dios al bien de los hombres, pues para Dios la gran pasión es la felicidad de los hombres.
. No se puede contraponer el acá al allá, la muerte a la resurrección, pues si Dios es el principio de todo lo creado es también su fin.

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