¿A quién puede extrañar que Jesús acabara siendo crucificado?
Justo en la capital de Jerusalén, a la vista de los más altos dirigentes
religiosos, sabiéndose vigilado por el poder romano, enseña y actúa como un
hombre libre y enseña a ser libre y liberarse de todas las opresiones creadas
por los hombres. Esa libertad le lleva a revolucionar la imagen que de Dios
proyectan los guías religiosos de Israel.
Lógicamente el conflicto de Jesús con el poder y sus
dirigentes (sacerdotes, letrados, etc.) era inevitable. Cuestionaba de arriba
abajo su sistema, el sistema montado por ellos, ellos que controlaban todo, la doctrina,
las prácticas y los ritos. No podían ver con indiferencia a este hombre con el
mensaje que predicaba y con la libertad que lo hacía. Anunciaba una nueva
relación con Dios, una nueva imagen de Dios, de la que brotaba una nueva
sociedad: más igualitaria, más justa, más fraterna y más pacífica. En realidad,
Jesús hacía remover los cimientos de la sociedad judía. No podían tolerarlo y,
como consecuencia, le iban a calumniar, perseguir, juzgar y condenar.
Ante ese conflicto, Jesús tiene que enfrentarse sin
escapatorias, si es que se empeñaba en seguir adelante con su mensaje. Dios no
lo iba a liberar milagrosamente, porque el Dios de Jesús no es el Dios
omnipresente de la filosofía helénica, el Dios omnipotente ligado a la fuerza y
el poder, sino el Dios anonado, limitado, vulnerable, pobre, compasivo, que no
podía ser suplantado por el Dios pagano.
Y fue condenado a muerte, violentamente crucificado, no como
precio, sangre, sacrificio o rescate impuesto por Dios por los pecados de la humanidad,
exigido para reconciliarse con ella. Sería una crueldad tremenda la de ese Dios
sádico que exige la muerte de su hijo, una muerte infamante, como reparación a
su honor.
El vivir de Jesús: un retrato de su vida.
Nada para concluir esta breve síntesis del Nazareno, como
presentar bien relevante lo que podría ser un retrato suyo. Porque ese retrato
nos indicará sin más cómo debemos ser si queremos seguirle y qué cosas no pueden
concordar con su enseñanza y modo de vida. Y es la mejor manera de corregir y
sanar las falsas imágenes que nosotros hemos podido crearnos acerca de su vida
o la del Dios que El anuncia. Ese retrato vivo actuará como espejo y aguijón
para que no transijamos con lo que no debemos transigir, de modo que al
contemplarlo no tendremos más remedio que despojarnos de cuanto es contrario a
su estilo de vida.
Me atrevo a dibujarlo de la siguiente manera:
En tiempos de Jesús, lo normal era vivir conforme al grupo.
Sin embargo, a él comenzó por no impresionarle la erudición de los escribas,
discrepaba de ellos, cuestionaba la tradición, la autoridad, todo supuesto
inamovible.
Jesús aparece como un hombre que tiene el valor que le dan
sus convicciones, independiente, sin ningún rastro de miedo, sin temor a
originar escándalo, o a perder su reputación e incluso la propia vida. Jesús se
mezcla con los pecadores y parece disfrutar de su compañía, se mostraba
tolerante respecto a las leyes, no parecía sublevarse ante lo que los
dirigentes de su pueblo consideraban la gravedad del pecado y era natural en su
trato con Dios.
No poseía buena reputación, se le clasificaba como a un
pecador más, era amigable su trato con las mujeres y, también, con las prostitutas,
le importaba un comino el prestigio a los ojos de los demás, no buscaba la
aprobación de nadie.
Sus adversarios le reconocían ser honrado y audaz, (“Sabemos
que eres sincero y que no te importa de nadie, porque no miras la condición de
las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios” (Lc 12, 14).
Nunca pudieron acusarle de insinceridad, hipocresía o miedo, pero al mismo
tiempo le acusaban de estar poseído por el demonio, de ser un borracho, un glotón,
un pecador y un blasfemo.
Todo esto hacía que la gente se preguntase: “¿Quién es este
hombre?”. Jesús no recabó para sí otra cosa que designarse y ser designado como
el “hijo del hombre” sinónimo de humano, y lo hacía así en lugar de decir “yo”.
Simplemente pretendía afirmar su identificación con el hombre en cuanto hombre.
Jesús sorprende a los dirigentes cuando dice que el “hijo del hombre” es dueño
del sábado, tiene poder de perdonar los pecados , no tiene lugar en la sociedad
y padecerá violencia a manos de los hombres.
Las señas de la identidad de Jesús son su humanidad, sin que
necesite ningún título, función o dignidad. Encomienda a sus discípulos que
nadie debe dejarse llamar Rabbí, Padre, Preceptor, pues lo definidor de todos
es la hermandad: “todos vosotros sois hermanos”. Lo que hace a Jesús
incomparablemente grande es que habló y actuó con una autoridad singular, ajena
por completo a la ejercida por los grandes de este mundo: “Sabéis que los jefes
de las naciones las dominan y que los grandes les imponen su autoridad. No será
así entre vosotros; al contrario, el que quiera hacerse grande sea servidor
vuestro y él quiera ser primero sea siervo vuestro” (Mt 20,25-27).
Jesús habla a sus adversarios en parábolas, les pregunta,
trata de convencerlos, les invita a pensar por cuenta propia. Era inusitada la
firmeza de sus convicciones, proclamaba la verdad sin vacilaciones, sin apelar
a la autoridad de la tradición ni siquiera de los mismos textos sagrados.
Pretendía que la gente entendiera la verdad de sus palabras sin apoyarse en tipo
alguno de autoridad.
Jesús no tuvo más autoridad que la autoridad de la verdad
misma. Hizo de la verdad su autoridad. Jesús sabía que la autoridad de la
verdad es la autoridad de Dios y esa era la que El poseía. Bastaba, pues,
obedecer a la verdad para vivir de un modo veraz. Él estaba seguro de decir la
verdad, de que sus convicciones eran verdaderas, por sí mismas.
En ese mismo plano, Jesús no tiene dificultad en reconocer y
alabar a todo aquel que realiza la liberación, no le importa quién sea, con tal
que la gente sea liberada. (Cfr. ¿Quién es este hombre? ST, 1981, pp. 192-204).
A Jesús se le reconocía no sólo por su libertad y coherencia
sino por su programa, en el cual declaraba cosas como estas:
. Hay que amar, incluso al enemigo.
. Hay que perdonar y ser misericordioso.
. Hay que practicar la justicia y estar limpios de corazón.
. Hay que ser sinceros, ecuánimes y veraces.
. No se debe tolerar la exclusión, discriminación o
humillación de nadie.
. Hay que aborrecer la hipocresía, el orgullo y la dureza de
corazón.
. Hay que tener preferencia por los más pobres y olvidados.
. No hay que apetecer el poder de mandar sino el servicio.
. Hay que trocar la avaricia por la generosidad y el
compartir.
. Hay que detestar el dinero conseguido a base de oprimir y
explotar a los demás.
. No se pueden establecer divisorias entre el amor a los
hombres y el amor a Dios pues ambos son una misma cosa.
. No se puede oponer el bien de Dios al bien de los hombres,
pues para Dios la gran pasión es la felicidad de los hombres.
. No se puede contraponer el acá al allá, la muerte a la
resurrección, pues si Dios es el principio de todo lo creado es también su fin.
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