Por Kike Chávez
Cuatro  meses con quince días han pasado desde que este inexplicable 
Síndrome de Guilláin Barré se me cruzó en el camino. Y recién hace más o
 menos veinte días que – dentro de casa – me movilizo sin usar silla de 
ruedas. Cuando salgo, debo usarla todavía. Y es que las calles, con sus 
veredas, sus baches,  y la gente que camina presurosa, son en verdad 
difíciles. Bastaría sólo un roce con algún transeúnte para caer, 
desequilibrado, sin poder evitarlo. ¿Y las pendientes, las calles 
enhiestas? ¡Oh, por Dios! Si alguna enseñanza me heredará esta 
polirradicuneuropatia anterior aguda, será  comprender el milagro que es
 poder dar un paso, caminar, asir las cosas, ponerte de pie, comer solo,
 en fin…  Poder hacer todas esas cosas que parecen insignificantes, pero
 que cuando no pueden hacerse, muestran  su verdadero valor. Y pensar 
que a veces vivimos sin fijarnos en estos detalles. ¿Quién se fija en la
 fuerza que necesitan los dedos para ponerte las medias, o cortarte las 
uñas? ¿Quién se pregunta qué músculos actúan cuando uno se rasca la 
espalda?
Recuerdo que cuando estaba hospitalizado en Lima, la enfermera me 
trajo el desayuno. Me habían indicado una dieta blanda. Mis primeros 
alimentos del día consistían en una taza de avena, un pan y un huevo 
sancochado. Intenté sentarme y no pude, no tenía fuerza en la espalda, 
ni en los brazos, de modo que le pedí a la enfermera que por favor 
inclinara mi cama. Ella lo hizo amablemente, y colocó la bandeja con mi 
desayuno a un costado. ”Tómelo rápido, joven Chávez, que se enfría”. Yo 
sonrío e intento levantar la taza de avena. No pude, mis dedos no tenían
 la fuerza suficiente.  Caí en la cuenta de que necesitaba que me 
ayudaran a tomar mis alimentos. ¡La vida, en verdad, te da sorpresas! De
 pronto, te ves envuelto en circunstancias que nunca imaginaste, que no 
pasaron por tu cabeza.
Mi vida se ha puesto entre paréntesis. Las actividades cotidianas, 
las costumbres personales, todo ha cambiado, o por lo menos, se ha 
suspendido; mientras llega la esperada recuperación. Tenía todo listo 
para  la grabación de ¡mi primer disco! Su título: “Siete amores 
después…” Qué irónico. Un día antes de comenzar la grabación fui 
hospitalizado. Al parecer, este proyecto también se ha suspendido.
Ayer, cuando salí de la sala de Fisioterapia del Hospital, sentí algo
 extraño. Figúrese. Hasta ese momento, había aceptado mi estado de salud
 con cierto estoicismo. Es decir, es cierto que algo de preocupación y 
tristeza hubo (al principio) pero luego como que uno acepta la condición
 en la que se encuentra. ¡Aceptación estoica y resignada de la 
circunstancia! Era la frase que me repetía a diario. Pero ayer, cuando 
mi amigo fue a verme al hospital y comenzó a contarme sobre sus 
actividades, no sé, sentí una especie de desesperación. Como una voz 
interior: ¡y yo aquí, suspendido!
¡Joder! Desde ese momento, me acompañó un extraño sentimiento. Un no 
sé qué, hasta parece envidia. Mi primo sale de casa, con su mochila en 
hombros, cruza la calle, sube la vereda… ¡Y yo aquí, suspendido! 
Figúrese… Ese sentimiento me martirizaba.  Tuvo que llegar la noche, 
para que pudiera comprender. Y no por mí mismo. Fue una amiga. Fue una 
conversación, poco duradera, pero trascendente, por lo menos para mí. 
Mucho de mi vida se ha suspendido, le dije.  Su respuesta me ayudó a 
comprenderlo todo: no importa – me dijo -, es momento de detenerte en la
 vida y mirar hacia arriba.
Tan simple… Y tan complejo. Pero tenía toda la razón. Mil 
pensamientos, mil ideas, mil preguntas. Y su respuesta dándome vueltas 
en la cabeza, iluminándome… Mi vida entre paréntesis comienza a tener 
sentido, mucho sentido. Y se descubren cosas nuevas, inéditas en mí. Y 
se lo debo a exactamente trece palabras: no importa, es momento de 
detenerte en la vida y mirar hacia arriba.

0 comentarios:
Publicar un comentario