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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

jueves, 2 de mayo de 2013

Los militares arrepentidos


Por Rocío Silva Santisteban
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Hace diez días se llevó a cabo una diligencia de rutina en Ayacucho, como parte de las investigaciones del juicio por el caso de desaparecidos, asesinados y torturados en la base militar cercana a Pampa Cangallo durante 1991. Las viudas y familiares testigos del caso fueron trasladados a las diferentes zonas que correspondían al lugar de los hechos y mientras los funcionarios estatales acezaban de cansancio sudando la gota gorda adentro de sus ternos, una de las señoras se acercó a uno de los testigos, el Teniente (r) Collins Collantes Guerra, para pedirle rogando que le ayude a señalar el sector donde su hijo podría encontrarse enterrado. Collantes se sintió impactado por el pedido, la situación en medio de la pampa, el cansancio de todos y la tenacidad de los familiares que, a pesar de ser llevados por un lado y otro lado, sin almuerzo, seguían imbatibles con la convicción de que podrían “encontrar al menos sus huesitos”. Collantes realizó en ese momento el primer acto fuera de lo rutinario en esa diligencia judicial y dio un gran paso en el proceso de reconciliación: pidió perdón.


Pedir perdón no es un asunto rutinario: se requiere fuerza de voluntad, espíritu de enmienda, considerar al otro como un humano equitativo a nuestra propia humanidad, sin discriminaciones de ningún tipo, y sobre todo, conmoverse por la responsabilidad de nuestras propias acciones midiéndolas como negativas, nefastas, dolosas y que generaron un dolor insoportable a ese otro ser humano que tenemos enfrente. “Les pido perdón por la desaparición de sus familiares. Me ordenaron detener y traer a la base militar y por este hecho fui sentenciado a 14 años y estuve 8 años en la cárcel. Ya estoy pagando mi culpa”, le dijo Collantes a una de las señoras cogiéndole las dos manos y con un rictus en la cara que, sin lugar a dudas, era de arrepentimiento sincero.

Me pregunto: ¿cuántos oficiales y suboficiales del Ejército Peruano, de la Marina, de la Aviación y de las Fuerzas Policiales también han sentido este arrepentimiento sincero ante hechos que no formaban parte, en rigor, de ningún procedimiento para arrestar, detener o interrogar a un subversivo? Es decir, que cometieron, sin saber o sabiéndolo, violaciones flagrantes de los derechos humanos como torturas, ejecuciones extrajudiciales, violaciones sexuales, desapariciones, entierros clandestinos, entre otras. No me refiero, por supuesto, a aquellos que lo hicieron con la perversión del convencido, como Jesús Sosa del Grupo Colina, que le narró a Ricardo Uceda las matanzas que ejecutaba luego de santiguarse y encomendarse al Espíritu Santo.

Y me pregunto, ¿de qué manera el Estado peruano podría acoger estos arrepentimientos sinceros? Mientras se considere que los crímenes y violaciones de derechos humanos cometidos por miembros de todas las fuerzas armadas y policiales en los años duros de este conflicto son solo “locura de unos pocos” y se obvie que muchos de ellos tuvieron que obedecer órdenes porque fueron prácticas sistemáticas dictaminadas por superiores, seguiremos empantanados. Esto no implica, por supuesto, que esté apelando a una “ley de obediencia debida” ni mucho menos. Simplemente apelo a la cordura que debe haber en el fondo de un hombre o de una mujer que sabe, con conciencia, que pactó con el mal para banalizar un acto siniestro que, si lo reconoce, debe de pesarle como una cruz de plomo en el alma.

Publicado en Kolumna Okupa del diario La República, 30/04/201

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