Por: Nazario Chávez Aliaga.
Don Antonio ha dado órdenes terminantes para
que se haga el rodeo de hacienda el mes de julio próximo.
Este año el 28 será sonado en Cajamarca.
Para lo cual se han constituido en la
hacienda, él y su familia, debidamente equipados, con un cortejo de 20 a 30
indios, domésticos inmediatos del latifundio.
Amanece el 4 de julio.
Cincuenta a sesenta indios, patacha ponchos,
en el patio de la casa, originalmente ecuestres, reciben sumisamente las
órdenes últimas del primer mayoral de hacienda, y parten como una cuadriga de
centauros, devorando a relinchos las distancias del dominio.
Lunes, martes, miércoles.
Tres de la tarde.
A lo lejos. Por el cerro calvo de enfrente se
ve descender una nube de toda clase de animales, como si fuera un hormiguero
fecundo.
Se diría todo un cerro en movimiento.
Don Antonio y su mujer, vestidos de
cuasimodo, hablan engreídos no sé de qué cosas.
Don Antonio sonríe tomando de la mano a su
mujer.
El café está humeando en el regio comedor.
Las hijas de don Antonio han quitado su
hilaza a las semaneras de la hacienda que tuercen el copo de lana musga, ha
risotadas, enjilado en una rueca de lloque.
El niño –que así llaman los indios al hijo de
don Antonio- apalea a un cholito de la hacienda, de ocho años aún, que se
arrastra envuelto en un pañal zarrapastroso.
Las cuatro de la tarde.
No hay corrales para tanto animal
desorientado.
Don Antonio se siente engrasado este año.
Todo el mundo se ha desmontado y se ha sacado
el sombrero.
En los corrales se producen alumbramientos de
vacas.
Dos toros pelean a matarse sin ningún
respeto.
Han traído, desde sus querencias, la ira en
la punta de sus astas.
Una yegua baya agoniza de la tremenda cornada
que le ha dado un toro negro en el vientre.
Una chancha flaca, rendida, grita asmosamente
aplastada por bueyes mansos.
Los becerros balan desesperadamente
topeteándose contra las ancas de los potrillos que se acurpan.
Un par de burros viejos, con los belfos
caídos, discuten sobre años en un canto del corral.
La indiería se ha tendido en las pircas como
un arcoíris.
Han venido siguiendo sus animales, sin más
fiambre que requesones y leche sango.
Las órdenes de don Antonio se cumplen estrictamente,
y guay de que no.
Junto a la mesa de escritorio se va llenando
de dinero, minuto a minuto, un cajón manual hecho a propósito.
Los corrales comienzan a hacer la digestión
de animales, gracias a los buenos laxantes diarios.
Don Antonio ha cosechado dinero este año.
Los indios, como gusanos en abandono, suben
apenas, cuesta arriba, con sus ganados dispersos, que no fueron del antojo, ni
del patrón, no de su mujer, ni de los hijos de don Antonio.
Los corrales despiden un olor a estiércol fresco.
La casa de hacienda está muy molida de
trotes.
Don Antonio va a pasar este año un gran 28 en
Cajamarca, al fin que ya ha consumado el degüello.
Él irá de mayordomo del Santísimo y del Corpus
Christi y se arrepentirá de todo hasta el próximo año.
Del
libro “Parábolas del Ande”
De su
obra “Cajamarca” tomo V página 34 y 35 1958.
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