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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

martes, 20 de septiembre de 2011

Opinión libre: INTELECTUALIDAD, LITERATURA Y COMPROMISO


Por. Virgilio LEETREGAL

SEGUNDA PARTE

Es tarea de abnegados y titanes la de concientizar a los pueblos; por tanto, lo es también, el proceso de formación y afirmación de los liderazgos. Cuando éstos surgen, también la compleja personalidad social peruana entra en acción. La responsabilidad de liderar grupos, comunidades o multitudes en la defensa de sus intereses sagrados, tienen sus vicisitudes. El heroísmo, la cobardía, la indiferencia  y hasta la traición tienen su respectivo lugar en las luchas de los pueblos.

En la historia del Perú, abundan los casos de heroísmos, cobardías y felonías. Muchos se dieron luego de cruentas luchas, y cuando el poder abusivo e injusto se impuso, los líderes quedaron solos, clandestinos, presos, muertos o felizmente acogidos por la Historia. J M Arguedas, Ciro Alegría, Manuel Scorza y otros célebres escritores peruanos, lo vieron, lo interpretaron y lo narraron en sus libros, para educar a las generaciones postreras. Habrán hecho algo digno y honroso, los intelectuales y escritores que sigan ese buen ejemplo de poner su arte al servicio de las grandes causas populares. Estos tiempos así lo exigen, y existen tribunas libres y diversas para que se manifiesten a favor del compromiso social. Scorza, pese a la represión y limitaciones de su época, lo hizo a su manera: al final del Capítulo 18 de “REDOBLE POR RANCAS”, en una magistral mezcla de realismo y ficción, narra la lucha viril, valiente y solitaria de Fortunato (ojalá surgieran millones de Fortunatos). He aquí el magnífico fragmento:

 “En casetas de madera apresuradamente construidas por los carpinteros de la ´Cerro de Pasco Corporatión´, la Guardia Republicana colocó centinelas, cada tres kilómetros. Nadie se atrevió a atacar.

Nadie salvo Fortunato.

Cuando Egoavil, el gigantesco hijo de puta, jefe de los caporales, miró al único adversario de la ´compañía´ la risa casi lo derribó de la silla. Se carcajeó hasta las lágrimas y se alejó. Pero al día siguiente la ronda tropezó, de nuevo, con el viejo. En su aplastada cara ardían dos candelas. El viejo divisó a los jinetes y les soltó un hondazo.

Desmontaron y lo molieron a puñetazos. Fortunato volvió arrastrándose. La madrugada siguiente, insistió. Egoavil mandó tallarlo a latigazos. El cara de sapo así lo llamaba Egoavil se retorcía como culebra, pero no gritaba.

Cuando los látigos lo desdeñaron tenía los labios mordidos.

¡Si quieres, vuelve mañana por el vuelto!  gritó Egoavil.

Volvió. Regresó a Rancas igualito al San Sebastián de la iglesia de la Villa de Pasco. Un camino de cuatro kilómetros le demoró tres horas. Entró dejando un reguero de sangre.

No insista, don Fortunato le suplicó esa mañana Alfonso Rivera. Usted solo no puede. Uno solo no puede pelear contra quinientos.

Te matarán, papacito sollozaban sus hijas.Vivo nos sirves; muerto no nos traerás ni agua.

Solo no puedes, Fortunato insistió Rivera.

No contestó. Siguió peleando. Día tras día salía a enfrascarse en las múltiples peleas. Para los caporales no era un combate, era una diversión. Loa barbajanes se lo rifaban. ´No le pegues muy duro, hay que conservar nuestro sapito´, se burlaba Egoavil. El viejo seguía acudiendo a la cita. Caía y se levantaba. No cedía. Era como esos tentetiesos que, doblados en cualquier dirección, siempre vuelven a quedar erectos. Maltratarlo era una rutina que dependía de los humores de Egoavil… Así al amanecer de la noche en la que la Culoeléctrico lo desairó públicamente después de bebérsele una botella de anisado POBLETTE, Egoavil quiso quitarse esa mosca del ojo. Ocho jinetes clausuraron un círculo alrededor de la palidez del viejo. Una hora se lo cedieron, uno a uno, a puntapiés y puñetazos. Fortunato se tambaleaba mareado, su cara era una máscara desportillada. Cuando lo soltaron, no se le veían los ojos.

Se derrumbó como un saco vacío.

Se quedó tirado sobre el pasto, jadeando, cara al cielo, con la boca abierta.  Unos arrieros lo recogieron al mediodía: entró en Rancas vomitando. Se tiró lacio en su jergón tres días con la verde-amarilla-morada cara cubierta con pedazos de carne fresca. El cuarto día se levantó. La quinta madrugada salió, de nuevo, a enfrentar a la ronda. Encontró a Egoavil cambiado. Esta vez no descendió ningún jinete.

— ¡Váyase Fortunato, lárguese! le gritaron, alejándose.

El viejo quiso perseguirlos a pedradas, pero se lo prohibieron su debilidad y el trote de los bastardos.

Egoavil había comenzado a soñarlo. Fortunato lo perseguía en sueños. Se le aparecía todas las noches. En su soñera vagaba por un desierto, más allá de toda fatiga, cuando oyó una voz; alarmado, Egoavil apresuró el paso, pero lo silbaron de nuevo. ¿Quién podría nombrarlo en esa planetaria soledad? Siguió huyendo de la voz implacable. Solo leguas más allá reconoció aterrado que el hablador era su caballo; se descabalgó tiritando para descubrir que el cuartago tenía la tumefacta, la anaranjada cara de Fortunato. Y soñó también que encontraba en su dormitorio un retrato del viejo. Enloquecido, arrancó el rostro odiado solo para descubrir que era un calendario atroz y que debajo de cada cara arrancada surgían cientos de rostros del viejo: Fortunato riéndose, Fortunato sacándole la lengua, Fortunato llorando, Fortunato guiñándole los ojos, Fortunato con la cara azul, Fortunato con la cara agujereada, Fortunato granizado. Y soñó peor: Fortunato se le apareció crucificado. Lo ensoñó como un Jesucristo clavado en una cruz. Los fieles de Rancas, los devotos de toda la tierra, seguían el anda rezando. El crucificado vestía los mismos pantalones sebosos y la deshilachada camisa del viejo; en lugar de la corona de espinas, lucía su sombrero rotoso. Nítidamente Egoavil distinguió la cara hinchada. El crucificado, el Señor de Rancas, aparentemente, no padecía; de tiempo en tiempo descolgaba un brazo y se llevaba a la boca una botella de aguardiente. Egoavil avanzaba tras el anda temblando, con una vela en la mano, queriendo ocultarse, pero el crucificado lo reconoció y le gritó: ´ ¡No se me corra Egoavil! ¡Mañana nos veremos!´, guiñándole un ojo tapiado por una amarilla, atroz tumefacción. Se despertó gritando.

Calmosamente, sentado en una roca, el viejo se remangó  la camisa. Egoavil sintió la boca de paja.

   ¡Don Fortunato!enrojeció desde el caballo—. Yo sé de sobra que usted es un macho.  —Y su mano despectiva abarcó la ronda silenciosa—: Aquí no hay ningún varón como usted. Ninguno de estos huevones es tan hombre como usted. ¿Para qué seguir esta pelea? Usted solo no puede nada, don Fortunato. ´La cerro´ es poderosísima. Todos los pueblos se han echado. Usted es el único que insiste. ¿Para qué seguir, don Fortunato?

   ¡Baja o te bajo, cabrón! —gritó el cara de sapo.

   Por favorcito, don Fortunato, no me insulte.

   ¡Hijo de puta por parte de madre!

   No queremos pegarle. Si usted no se presenta por aquí, ya no volverá la ronda. 

   ¡Hijo de puta por parte de padre!

Egoavil recorrió los rostros de cuero de la ronda, entrevió la faz de Cristo, sintió el sudor de la soñarrera y saltó del caballo. Se trenzaron. Fortunato atacaba con rabia, con puñetazos de mula. Egoavil respondía con golpes de lana.”

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