Por. Virgilio LEETREGAL
SEGUNDA
PARTE
Es
tarea de abnegados y titanes la de concientizar a los pueblos; por tanto, lo es
también, el proceso de formación y afirmación de los liderazgos. Cuando éstos
surgen, también la compleja personalidad social peruana entra en acción. La
responsabilidad de liderar grupos, comunidades o multitudes en la defensa de
sus intereses sagrados, tienen sus vicisitudes. El heroísmo, la cobardía, la
indiferencia y hasta la traición tienen
su respectivo lugar en las luchas de los pueblos.
En
la historia del Perú, abundan los casos de heroísmos, cobardías y felonías.
Muchos se dieron luego de cruentas luchas, y cuando el poder abusivo e injusto
se impuso, los líderes quedaron solos, clandestinos, presos, muertos o felizmente
acogidos por la Historia. J M Arguedas, Ciro Alegría, Manuel Scorza y otros
célebres escritores peruanos, lo vieron, lo interpretaron y lo narraron en sus
libros, para educar a las generaciones postreras. Habrán hecho algo digno y
honroso, los intelectuales y escritores que sigan ese buen ejemplo de poner su
arte al servicio de las grandes causas populares. Estos tiempos así lo exigen,
y existen tribunas libres y diversas para que se manifiesten a favor del
compromiso social. Scorza, pese a la represión y limitaciones de su época, lo
hizo a su manera: al final del Capítulo 18 de “REDOBLE POR RANCAS”, en una
magistral mezcla de realismo y ficción, narra la lucha viril, valiente y solitaria
de Fortunato (ojalá surgieran millones de Fortunatos). He aquí el magnífico
fragmento:
“En casetas de
madera apresuradamente construidas por los carpinteros de la ´Cerro de Pasco
Corporatión´, la Guardia Republicana colocó centinelas, cada tres kilómetros.
Nadie se atrevió a atacar.
Nadie salvo Fortunato.
Cuando Egoavil, el gigantesco hijo de puta, jefe de los
caporales, miró al único adversario de la ´compañía´ la risa casi lo derribó de
la silla. Se carcajeó hasta las lágrimas y se alejó. Pero al día siguiente la
ronda tropezó, de nuevo, con el viejo. En su aplastada cara ardían dos
candelas. El viejo divisó a los jinetes y les soltó un hondazo.
Desmontaron y lo molieron a puñetazos. Fortunato volvió
arrastrándose. La madrugada siguiente, insistió. Egoavil mandó tallarlo a
latigazos. El cara de sapo —así
lo llamaba Egoavil —se
retorcía como culebra, pero no gritaba.
Cuando los látigos lo desdeñaron tenía los labios
mordidos.
— ¡Si quieres, vuelve mañana
por el vuelto! —gritó Egoavil.
Volvió. Regresó a Rancas igualito al San Sebastián de la
iglesia de la Villa de Pasco. Un camino de cuatro kilómetros le demoró tres
horas. Entró dejando un reguero de sangre.
—No insista, don Fortunato —le suplicó esa mañana
Alfonso Rivera—.
Usted solo no puede. Uno solo no puede pelear contra quinientos.
—Te matarán, papacito —sollozaban sus hijas—.Vivo nos sirves; muerto no
nos traerás ni agua.
—Solo no puedes, Fortunato —insistió Rivera.
No contestó. Siguió peleando. Día tras día salía a
enfrascarse en las múltiples peleas. Para los caporales no era un combate, era
una diversión. Loa barbajanes se lo rifaban. ´No le pegues muy duro, hay que
conservar nuestro sapito´, se burlaba Egoavil. El viejo seguía acudiendo a la
cita. Caía y se levantaba. No cedía. Era como esos tentetiesos que, doblados en
cualquier dirección, siempre vuelven a quedar erectos. Maltratarlo era una
rutina que dependía de los humores de Egoavil… Así al amanecer de la noche en
la que la Culoeléctrico lo desairó públicamente
después de bebérsele una botella de anisado POBLETTE, Egoavil quiso quitarse
esa mosca del ojo. Ocho jinetes clausuraron un círculo alrededor de la palidez
del viejo. Una hora se lo cedieron, uno a uno, a puntapiés y puñetazos.
Fortunato se tambaleaba mareado, su cara era una máscara desportillada. Cuando
lo soltaron, no se le veían los ojos.
Se derrumbó como un saco vacío.
Se quedó tirado sobre el pasto, jadeando, cara al cielo,
con la boca abierta. Unos arrieros lo
recogieron al mediodía: entró en Rancas vomitando. Se tiró lacio en su jergón
tres días con la verde-amarilla-morada cara cubierta con pedazos de carne
fresca. El cuarto día se levantó. La quinta madrugada salió, de nuevo, a
enfrentar a la ronda. Encontró a Egoavil cambiado. Esta vez no descendió ningún
jinete.
— ¡Váyase
Fortunato, lárguese! —le gritaron, alejándose.
El viejo quiso perseguirlos a pedradas, pero se lo
prohibieron su debilidad y el trote de los bastardos.
Egoavil había comenzado a soñarlo. Fortunato lo perseguía
en sueños. Se le aparecía todas las noches. En su soñera vagaba por un desierto,
más allá de toda fatiga, cuando oyó una voz; alarmado, Egoavil apresuró el
paso, pero lo silbaron de nuevo. ¿Quién podría nombrarlo en esa planetaria
soledad? Siguió huyendo de la voz implacable. Solo leguas más allá reconoció
aterrado que el hablador era su caballo; se descabalgó tiritando para descubrir
que el cuartago tenía la tumefacta, la anaranjada cara de Fortunato. Y soñó
también que encontraba en su dormitorio un retrato del viejo. Enloquecido,
arrancó el rostro odiado solo para descubrir que era un calendario atroz y que
debajo de cada cara arrancada surgían cientos de rostros del viejo: Fortunato
riéndose, Fortunato sacándole la lengua, Fortunato llorando, Fortunato
guiñándole los ojos, Fortunato con la cara azul, Fortunato con la cara
agujereada, Fortunato granizado. Y soñó peor: Fortunato se le apareció
crucificado. Lo ensoñó como un Jesucristo clavado en una cruz. Los fieles de
Rancas, los devotos de toda la tierra, seguían el anda rezando. El crucificado
vestía los mismos pantalones sebosos y la deshilachada camisa del viejo; en
lugar de la corona de espinas, lucía su sombrero rotoso. Nítidamente Egoavil
distinguió la cara hinchada. El crucificado, el Señor de Rancas, aparentemente,
no padecía; de tiempo en tiempo descolgaba un brazo y se llevaba a la boca una
botella de aguardiente. Egoavil avanzaba tras el anda temblando, con una vela
en la mano, queriendo ocultarse, pero el crucificado lo reconoció y le gritó: ´
¡No se me corra Egoavil! ¡Mañana nos veremos!´, guiñándole un ojo tapiado por
una amarilla, atroz tumefacción. Se despertó gritando.
Calmosamente, sentado en una roca, el viejo se
remangó la camisa. Egoavil sintió la
boca de paja.
—
¡Don
Fortunato! —enrojeció
desde el caballo—. Yo sé de sobra que usted es un macho. —Y su
mano despectiva abarcó la ronda silenciosa—: Aquí no hay ningún varón como
usted. Ninguno de estos huevones es tan hombre como usted. ¿Para qué seguir
esta pelea? Usted solo no puede nada, don Fortunato. ´La cerro´ es
poderosísima. Todos los pueblos se han echado. Usted es el único que insiste.
¿Para qué seguir, don Fortunato?
—
¡Baja
o te bajo, cabrón! —gritó el
cara de sapo.
—
Por
favorcito, don Fortunato, no me insulte.
—
¡Hijo
de puta por parte de madre!
—
No
queremos pegarle. Si usted no se presenta por aquí, ya no volverá la ronda.
—
¡Hijo
de puta por parte de padre!
Egoavil recorrió los rostros de cuero de la ronda,
entrevió la faz de Cristo, sintió el sudor de la soñarrera y saltó del caballo.
Se trenzaron. Fortunato atacaba con rabia, con puñetazos de mula. Egoavil
respondía con golpes de lana.”
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