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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Historias reales y..., de la otras: PERIPECIAS DE UN ENAMORADO

(Cuento)


Autor: Virgilio Leetrigal

Tenía cuarenta años, más una tienda bien surtida, en su pueblo El Huauco. Trigueño, de estatura mediana, diligente, bromista, respetuoso, halagador y piropeador; así era Crescencio Araujo, el protagonista de ésta historia.

Crescencio conoció a Florencia Zamora, mozuela natural de El Torno, anexo del distrito de Huacapampa. El Torno está a cuarenta minutos al norte de El Huauco. Para llegar allí hay hasta tres caminos: La “carretera vieja”, por El Isco y Huacapampa; la carretera "Misionera" y calles mismas de Huacapampa; y el antiguo que va pegado a los cerros. Este último, es de pendientes leves con rocas, pasto y suelo natural. Ciertamente, éste camino atravieza la campiña existente entre El Huauco y Huacapampa, pegado en buen tramo, a la base del cerro Lanchepata. Aproximadamente a la mitad de su recorrido, luego de cruzar al río El Verde, se emboca en una calleja de Chaquíl; y luego de atravesar este caserío, llega a El Torno.



Crescencio quedó prendado de Florencia por su gracia y carisma. Ella, su clienta preferida, tenía tez entre trigueña y blanca; y ojos claros de mirada alegre. Su sonrisa, enmarcada por labios sensuales y finos, era muy agradable. Vestía siempre con colores vivos: una blusa ligeramente escotada, cubría sus senos abultados y palpitantes; sus vestidos, de vuelo discreto, escondían unas caderas bien proporcionadas y parte de unas piernas bien contorneadas. Era artesana y combinaba su oficio con faenas agrícolas y pecuarias en sus solares de la campiña, así mantenía sus buenos atributos. Era soltera con compromiso: un albañil de Huacapampa, que deambulaba construyendo casas de adobe y tapial, había conquistado su corazón. Pero, esta relación se deterioraba ya irreversiblemente, porque el constructor se dio al alcohol; y cada vez más, prolongaba sus ausencias.

—Te tiene descuidada, no te acompaña, Florencita —le dijo un día Crescencio, mostrándole una frazada “Tigre”.

— ¿Qué voy hacer?, así será mi suerte —sonrió ella, en tono de resignación.

—No es así, Florencita.

— ¿Cómo es entonces?

—Cada persona hace su suerte como quiera.

—Entonces esperaré. Algún día tendré mejor suerte —se esperanzó Florencia.

—Tampoco es tan así. Alguien debe construir contigo esa mejor suerte, Florencita —insistió Crescencio zalamero.

Los encuentros y diálogos entre ambos, se hicieron cada vez más frecuentes, hasta que decidieron formalizar paulatinamente su relación amorosa.

—Mientras decidamos algo mejor, nos veremos en mi casa, pero desde las diez de la noche —dijo Florencia—. Antes de esa hora, atiendo hasta que se duerman, a mis ancianos padres.

Crescencio, se equipó apropiadamente para caminar enfrentando al frío clima serrano: botas livianas, poncho y bufanda de lana; más linterna con pilas nuevas. Y, se le hizo costumbre ir a El Torno, hasta tres veces por semana. Llegaba cerca de las diez y regresaba en la madrugada. Él, recorrido y experimentado, se consideraba inmune a miedos nocturnos; más aún, enamorado de una dama simpática, trabajadora, y diez años menor que él.

Cierta noche, Florencia le informó que su madre enfermó y que ella la asistiría, quedándose en casa de sus padres. "Regreso. Llegaré temprano al Huauco”, decidió él; y le dejó su linterna. Había luna en cuarto creciente que alumbraba lo suficiente para que viera el camino. A medianoche, por el camino que cruza Chaquíl, llegó al río El Verde. Cruzó el puente rústico de maderas, avanzó remontando una pequeña loma y arribó a la llanura. Allí, percibió que algo anormal se suscitaba: su cuerpo y el ambiente se alteraron, espíritus o energías raras se manifestaron. Sus piernas flaquearon, temblaron y se doblaron.

Agobiado, se sentó en un poyo de tierra. “Dicen que al sentarse en un camino, se recoge perezas de los que andan”, bromeó autoafirmándose. Miró en dirección del camino a su pueblo, distinguiendo a unos treinta metros, el ligero movimiento de un bulto negro grande. "¿Será una vaca, o alguien cortó y arrastró un árbol hasta allí?”, se preguntó. “Esa sombra nunca estuvo", concluyó. Se convenció que no tenía forma animal ni humana; semejaba sí, un huevo gigantesco, o una gran momia enfardada. Así, el bulto permanecía casi inmóvil, irradiando una energía extraña.

“¡Qué raro! ¿La templadera hará ver cojudeces?”, “¿será el alma de la mamá de Florencia?”; reflexionó Crescencio. Intentó pararse, lo logró con esfuerzo. Trató de avanzar, pero no podía dar paso adelante. “¿Qué está pasando aquí? ! Este lugar se ha vuelto pesao!”; se decía, con miedo creciente. Como no podía avanzar hacia adelante; lo intentó lateralmente, hacia su izquierda y pudo. Fuera del camino, avanzó por la pampa, solo unos metros hacia adelante, y volvió la parálisis a sus piernas. Miró hacia la llanura, y a la misma distancia, estaba otra vez el bulto negro.

— ¿Quién jijunagramputa eres? ¿Por qué me atajas? —gritó, desafiante. No obtuvo respuesta. Sólo el eco contestó de modo aterrador, desde la casa solitaria y abandonada, ubicada entre el pantano con totoras y el cerro Lanchepata. Caminó de costado hacia su derecha, tomando de nuevo el camino oficial; avanzó por éste, pero sólo pocos metros; y otra vez, el bulto negro estaba allí bloqueándolo, y él sin poder mover las piernas. “¡Toma tu hembrita buena moza carajo!” “Ésta cosa no quiere que pase”; se dijo, tiritando de miedo.

Crescencio sacó cuenta que, en la segunda vez que el bulto se presentó en el camino oficial, estaba mucho más atrás que al inicio. Decidió entonces, correr lateralmente y avanzar hacia adelante. La cosa negra se aceleró, lo seguía, y reiteradamente bloqueaba al camino, pero retrocedía. “Avanzo y ésta cojudez retrocede”, se consolaba. Los segundos eran eternidad, pero ver más cerca al pantano con totoras y la casa abandonada, lo reanimó. “Lo haré retroceder hasta la casa”, decidió, enjugándose el sudor de la frente. Efectivamente, retrocedió. Y, quedó inmóvil entre la casa y el cerro, cerrando el camino como un bloque congelado.

El enamorado ensayó la táctica de los desplazamientos laterales, para escaparse por detrás de la casa, pero sus piernas no le obedecían. Su miedo creció desmedidamente y musitó: “! Ayayay, ya fui carajo! No puedo más. La casa y el pantano son dominios de esta cosa rara”. Recordó entonces, que cuando él era niño, su abuelo narraba historias de espíritus, duendes y fantasmas. Una vino a su memoria como una centella, aquella cuyo desenlace se dio en la “Poza Brava”, lugar al que el habla popular huauqueña señalaba, como guarida de duendes y diablos. Su abuelo contó que cierta vez: “Un labriego del barrio La Toma, enamorado de una huacapampeña, regresaba a casa de madrugada. Una melodía pegajosa lo sedujo en el trayecto, y él lo siguió creyendo que había alguna fiesta. Desorientado llegó a la “Poza Brava”, dónde vio duendes que tocaban instrumentos y bailaban.

El labriego que era lector y gustaba andar de noche, encontró el antídoto contra los malos espíritus, consista en amarrarse los brazos con cordeles gruesos o maichajs."

Recordó además, que su abuelo dijo: "Con brazaletes de hilo, al estilo inca, en sus brazos; más su bola de coca, tenía poder y ningún espíritu lo molestaba".

Luego de invocar ayuda al alma de su abuelo, Crescencio desesperado, renegó: "¿De dónde michi saco coca y maichajs aquí?” “¿Funcionará con otro material?”, volvió a preguntarse. “! Probaré carajo!”, decidió. Quitó la correa de su cintura y la enrolló rápidamente en su brazo izquierdo. Inmediatamente, el bulto avanzó hacia él. “Ajá…Funciona, esto no le conviene”, se dijo, siempre tiritando y aterrorizado. Más rápido aún, sacó del bolsillo su honda de jebe, su arma contra los perros. Fácilmente la enrolló en su brazo derecho. Cuando ambos brazos quedaron enbrazaletados, el bulto negro se detuvo automáticamente, a escasos metros de él; luego retrocedió diluyéndose por el suelo, como una sombra rara, hasta desaparecer por el corredor de la casa abandonada. Al extinguirse, saltaron desde el piso algunas chispas luminosas. Un gallo cantó desde una de las casas cercanas del pueblo; y algunos perros ladraron, desde otras más lejanas. Seguidamente, desde el corredor oscuro que se tragó la sombra, se escuchó a una voz aterradora, decir: “¡paasaaa desgraciaadooo”. Voces múltiples, como en coro, repitieron lo mismo desde el interior de la casa.

Crescencio más aterrorizado, quería huir cuánto antes del lugar o bien que la tierra se lo tragara. Probó la solidez de sus piernas, como por milagro, funcionaban. Podía caminar y correr. Entonces, sujetando la pretina del pantalón, escaló hacia el cerro; saltó con agilidad felina unas rocas grandes y deformes, eludiendo al corredor lúgubre de la casa. A media cuadra de ésta, retomó el camino oficial; vio a lo lejos las siluetas de las primeras casas habitadas del pueblo; y corrió ágilmente dejándolas atrás, a una velocidad que nadie podría explicar.

En la puerta de su tienda, minutos antes de seis de la mañana, lo encontró su primer cliente del día: de bruces, con su correa y su honda enroscados en sus brazos; y la pretina del pantalón bajo sus glúteos morados y fríos. El enamorado parecía agonizar: pálido, erizado y sucio; exhalaba y botaba espumarajos por la boca.

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