A Gabriel García Márquez no le gusta
hablar en público y mucho menos dar discursos. Y cuando lo ha hecho ha sido
empujado por las circunstancias o por el cariño a un amigo. Algunas de esas
intervenciones son conocidas y otras no tanto por el gran público que ahora
podrá acceder a esa memoria oral del Nobel colombiano en el volumen Yo no vengo
a decir un discurso. El título corresponde a una de las frases que García
Márquez pronunció cuando tenía 17 años.
“Yo
no vengo a decir un discurso
reúne 22 intervenciones públicas y conferencias de García Márquez donde ha
abordado todos los temas: literarios, políticos, sociales, artísticos o
ecológicos. La primera de ellas pronunciada en 1944, con 17 años, en la despedida
a la clase un año superior a la suya, en la “nevera” del Liceo Nacional de
Varones de Zipaquirá, en mitad de los Andes y lejos de su costa caribeña. En
ella, el autor de cuentos como El
ahogado más hermoso del mundo hace una breve aproximación sobre lo
que es la amistad, pero, sobre todo, invita a compartir entre todos el
“doloroso instante de la despedida”. Con unas cuantas pinceladas describe a los
compañeros de quienes dice que “todos van en busca de la luz impulsados por un
mismo ideal”
Así,
García Márquez fue escuchado antes que leído. Tras esta intervención de 1944,
el libro trae los siguientes discursos: Cómo
comencé a escribir (reproducido por el diario El Espectador de Bogotá en
1972 y que ha servido de material a sus biógrafos y estudiosos); también está
la pieza titulada Por
ustedes, cuando recibió en Caracas, en 1972, el II Premio
Internacional de Novela Rómulo Gallegos por Cien años de soledad; sus
reflexiones sobre el futuro en Palabras para un nuevo milenio que compartió en
La Habana durante el II Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de los
Pueblos de Nuestra América, en 1985; su preocupación por el medio ambiente
queda reflejada en Una
alianza ecológica de América Latina, en Guadalajara (México), en
1991; no faltan sus homenajes a amigos como Álvaro Mutis, Belisario Betancur y
Julio Cortázar; su pasión por el reporterismo queda patente en Periodismo: el mejor oficio del mundo,
durante la LII Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), en Los
Ángeles en 1996; no falta su provocador discurso de 1997 en el I Congreso
Internacional de la Lengua Española celebrado en Zacatecas, México: Botella al mar para el dios de
las palabras; sobre Colombia habló en La patria amada aunque distante, en Medellín
en 2003; y, claro, el discurso que dio en Cartagena de Indias en 2007 con
motivo del IV Congreso Internacional de la Lengua Española donde se le rindió
homenaje por sus ochenta años: Un alma abierta para ser llenada con mensajes en
castellano. Todas estas piezas han sido revisadas por el autor y corregidas de
manera mínima.
Son
22 textos que conforman una biblioteca y memoria oral de Gabriel García
Márquez. De 66 años de escritura de un clásico de la literatura universal que
antes que empezar a ser leído fue escuchado. Y ahora, silencio por favor que
Gabo inicia su discurso.
CÓMO
COMENCÉ A ESCRIBIR
Caracas,
Venezuela, 3 de mayo de 1970
Primero que todo, perdóneme que
hable sentado, pero la verdad es que si me levanto corro el riesgo de caerme de
miedo. De veras. Yo siempre creí que los cinco minutos más terribles de mi vida
me tocaría pasarlos en un avión y delante de 20 a 30 personas, no delante de
200 amigos como ahora. Afortunadamente, lo que me sucede en este momento me
permite empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba pensando que yo
comencé a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la
fuerza. Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta asamblea: traté
de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a donde el peluquero con
la esperanza de que me degollara y, por último, se me ocurrió la idea de venir
sin saco y sin corbata para que no me permitieran entrar en una reunión tan
formal como esta, pero olvidaba que estaba en Venezuela, en donde a todas
partes se puede ir en camisa. Resultado: que aquí estoy y no sé por dónde
empezar. Pero les puedo contar, por ejemplo, cómo comencé a escribir.
A mí nunca se me había ocurrido que
pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea Borda,
director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, publicó
una nota donde decía que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían
nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo cuentista ni un nuevo
novelista. Y concluía afirmando que a él se le reprochaba porque en su
periódico no publicaba sino firmas muy conocidas de escritores viejos, y nada
de jóvenes en cambio, cuando la verdad —dijo— es que no hay jóvenes que
escriban.
A mí me salió entonces un
sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví
escribir un cuento, no más por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era
mi gran amigo, o al menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y
escribí el cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo obtuve
el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento
con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado,
porque evidentemente con “ese cuento surgía el genio de la literatura
colombiana” o algo parecido.
Esta vez sí que me enfermé y me
dije: ¡En qué lío me he metido!” ¿Y ahora qué hago para no hacer quedar mal a
Eduardo Zalamea Borda?” Seguir escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía
frente a mí el problema de los temas: estaba obligado a buscarme el cuento para
poderlo escribir.
Y esto me permite decirles una cosa
que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de
escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se
practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no
puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En
cuanto a mi método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy
diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir. Espero
que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo buena para
escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando.
Cuando la tenga terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de Cien
años de soledad que pasé diez y nueve años pensándola), cuando la tengo
terminada repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte más
difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la historia es
concebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas, de manera que a la
hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí no
me interesa mucho. La idea que le da vueltas.
Les voy a contar, por ejemplo, la
idea que me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que
la tengo ya bastante redonda. Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la
escriba, no sé cuando, ustedes la van a encontrar completamente distinta y
podrán observar en qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde
hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija menor de 14.
Está sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy
preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde: No sé, pero he
amanecido con el pensamiento de que algo muy grave va a suceder en este
pueblo”.
Ellos se
ríen de ella, dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El
hijo se va a jugar billar, y en el momento en que va a tirar una carambola
sencillísima, el adversario le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”.
Todos se ríen, él se ríe, tira la carambola y no la hace. Pago un peso y le
pregunta: ¿Pero qué pasó, si era una carambola tan sencilla? Dice: “Es cierto,
pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana
sobre algo grave que va a suceder en este pueblo”. Todos se ríen de él y el que
se ha ganado el peso regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o una
nieta o en fin, cualquier parienta. Feliz con su peso dice: “Le gané este peso
a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto”. “¿Y por qué es un
tonto?”. Dice: “Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima
estorbado por la preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que
algo muy grave va a suceder en este pueblo”.
Entonces le dice la mamá: “No te
burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces salen”. La parienta
lo oye y va a comprar carne. Ella dice al carnicero: “véndame una libra de
carne” y, en el momento en que está cortando, agrega: “Mejor véndame dos porque
andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El
carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de
carne, le dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo
muy grave va a pasar, y se está preparando, y andan comprando cosas”.
Entonces la vieja responde: “Tengo
varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras”. Se lleva cuatro libras y para no
hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata
otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que
todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las
actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre.
Alguien dice: “Se han dado cuenta del calor que está haciendo?”. “Pero si en
este pueblo siempre ha hecho calor”. Tanto calor que es un pueblo donde todos
los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la
sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. “Sin embargo —dice uno—
nunca a esta hora ha hecho tanto calor”, “sí, pero no tanto calor como ahora”.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un parajito y se corre
la voz: “hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el
pajarito.
“Pero, señores, siempre ha habido
pajaritos que bajan”. “Sí, pero nunca a esta hora”. Llega un momento de tal
tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por irse y
no tienen el valor de hacerlo. “Yo sí soy muy macho —grita uno— yo me voy”.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y
atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el
momento en que dicen: “Si este se atreve a irse, pues nosotros también nos
vamos”, y empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas,
los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: “Que no
venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa” y entonces
incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y
verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que
tuvo el presagio clamando: “Yo lo dije, que algo muy grave iba a pasar y me
dijeron que estaba loca”.
* Discurso pronunciado el 3 de mayo
de 1970 en Caracas, Venezuela.
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