Por jorge Chávez Silva.
El paraje que avizoraban no podía ser más solitario, días de días apostados en lo más escondido de los roquedales en espera de algún viajero y nada. Si no fuera por el tasajo del último venado que cazaron morirían de hambre. En las charcas revoloteaban algunas huachuas, esos pájaros de alas negras que eran capaces de vivir en la puna.
Habían probado por otros rumbos y nada. La gente de los pueblos parecía resignada a permanecer en sus casas, muertos de miedo, o tal vez esperando que pase la temporada de lluvias. Los fangales formados en los caminos hacían escabroso el paso de las bestias. Hasta los burdéganos, aquellos magníficos animales, producto de la hibridación del potro con las burras, perecían enfangados en esos lodazales.
Pero tenían que vigilar. Su gente necesitaba comer y hasta las balas se les habían acabado. Habría que ir a Chanta o a la Paccha en busca de municiones, pero sin dinero no podían hacer nada, Ulises, como los integrantes de su banda, estaba ansioso.
Por la tarde divisaron un grupo de gente que asomaba por los roquedales de Huacraruco y se pusieron en alerta. A poco se distinguían las indumentarias de los viajeros, visibles bajo los ponchos enjebados que traían y como lanzas, los fusiles en ristre. Eran los odiados gendarmes con el capitán Nemesio Piminchumo a la cabeza. Los conocía demasiado porque siempre los tenía pegados a los talones, rastreando su paso e indagando en todo el valle del Marañón y en las alturas por sus escondrijos. Sería fácil sorprenderlos y despojarles de las armas, pero estaban con las carabinas vacías y decidió no arriesgar. Lo dejaría para otra ocasión. La comitiva pasó de largo. Acompañaban a una mujer. Desde su escondrijo la reconoció: era Alcira Delarroe, aquella belleza enigmática que lo tenía cautivado. Pero mejor no pensar en ella. Las mujeres solo traen líos. Por culpa de ellas y de los odiados gendarmes es que se convirtió en bandolero.
Siempre vivía en un dame una que dos te daré con los gendarmes. Ellos habían cazado al Aquilino, su principal lugarteniente, que estaba preso en la cárcel de Celendín. En represalia habían robado el mulo que montaba el capitán, el mentado “cholo Piminchumo” que ahora era su engreído y que lo había salvado de mil peripecias, y para molestarlo, le enviaban gallinas robadas y amenazas de muerte.
El resto de componentes de su banda eran unos desvalidos si no estaba él. Damián podía pasar por un cretino si hubiese permanecido en su valle y lo mismo pasaba con los demás, que se integraron a la banda empujados por la miseria o por pequeños problemas con la justicia. Aquilino era distinto, era su brazo derecho y podía transitar impunemente por los diferentes pueblos en busca de información, municiones y vituallas sin que nadie lo relacionara con la banda. Fino y elegante, parecía un agente viajero que se hospedaba en los mejores hoteles de esos pueblos olvidados de Dios. Alguien lo había traicionado, quizás alguna mujer, vicio a que era adicto y ahora purgaba pena, sabe Dios hasta cuándo. Necesitaba contratar a un buen abogado para sacarlo, pero así como estaban las cosas lo veía difícil.
En esas estaba, hasta que un mediodía, por las alturas de Cumullca divisaron una caravana de gente a caballo.
Los numerosos negocios en que estaba metido Augusto lo obligaban a viajar constantemente, tanto al interior del país, como al extranjero. Ello significaba semanas tras semanas a lomo de bestia por caminos de herradura, cruzando punas, llanuras y valles, con arrieros baquianos y bragados que arreaban las mulas de carga. Con las hordas de bandoleros que asolaban los caminos no era cosa de andar al descuido, sobre todo si estaba de por medio Ulises Merino, el terror de la comarca, con su banda de asesinos. Augusto viajaba acompañado de tiradores diestros, probados en mil encuentros.
Se codeaba con el grupo de terratenientes cajamarquinos, enriquecidos gracias al expolio de las comunidades campesinas a quienes usurparon sus tierras y se aventuraban tímidamente en el negocio de la crianza de ganado lechero cuyos primeros ejemplares importaron de Argentina. En esa ocasión viajaba a la hacienda Polloc, a la celebración del cumpleaños de su amigo Julio Cacho Gálvez, propietario de la hacienda, fiesta que duraba una semana de borrachera, comilona y riñas de gallos. De paso iría a examinar el ganado traído recientemente por el ganadero, a ver si incursionaba en ese negocio. Cacho le habló maravillas de las ganancias que obtendría dedicándose a la producción de leche.
Marchaba con su comitiva por los páramos de Micuypampa y Cumullca y se aprestaba a entrar en los bajíos de Carhuaquero cuando hicieron un alto para comer y ajustar los enjalmes de las bestias. De pronto se vieron cercados por una gavilla de bandidos capitaneados por Ulises. Los cogieron tan descuidados que nada pudieron hacer. El bandido ordenó a sus hombres que se apoderaran de las armas y municiones de los acompañantes y personalmente se encaró a Augusto, el personaje más importante de Celendín.
-¿Cómo va, don Augusto? Placer de encontrarlo, justo cuando estaba más necesitado. Ya ve que pa’ todos amanece Dios. Rogaba que me caiga alguito cuando me tocó la grande.
-¿Cómo te va, Ulises? –Respondió el millonario sin inmutarse- Veo que era cierto todo lo que de ti habla la gente, dime, ¿en qué te puedo servir?
-En todo lo que pueda, don Augusto, para empezar, alcánceme las alforjas y la ferretería que lleva. Sí, señor –se acercó sin desmontar para arrebatarle la magnífica arma que llevaba al cinto- hermoso revólver, sí, señor, Smith y Wesson del 38, ¿es de esos de doble acción, diga? Muchas gracias, don Augusto, será mi fiel compañero, ya lo verá.
Mientras sus hombres se apoderaban de las alforjas de sus acompañantes y ataban las mulas de carga, Ulises sacó de las suyas una botella de cañazo y después de beber un largo trago, invitó a su víctima:
-¿Gusta un trago, don Augusto?
-Muchas gracias, hombre, me hará bien contra el pachachare.
-¿Pachachare? ¡Qué va, don Augusto! Ni que me lo fuera a comer. A ver –continuó, observando el reloj que colgaba del chaleco del ricachón- páseme esa joyita, a veces se me da por interesarme en la hora –lo sopesó y vio que era un Longines tres estrellas, todo de oro. Apretando la perilla se abrieron las tapas del reloj y emergió una música de minúsculas campanillas que llamó la atención del bandido.
-Qué cosas más inventarán ¿No, don Augusto? Relojes con música celestial. Me lo quedo. Dinero no le pido por ahora, porque sé que va a una fiesta grande con los cajachos y no es bueno que el mejor de Celendín vaya sin blanca… ¿listos, muchachos?... bueno, don Augusto, antes de irme quiero contarle un cuento- y se separaron del resto durante un cuarto de hora. Cuando regresaron, los bandidos tenían todo arreglado. Ulises, haciendo gala de mucha flema, se despidió.
-Muchas gracias por todo, don Augusto, y sin rencores ¿eh? hasta más ver. El millonario y sus acompañantes se quedaron estáticos viendo como el bandolero se perdía por la ruta a Huacraruco, llevándose sus pertenencias.
-Vamos, muchachos, a caballo -se limitó a ordenar Augusto.
Habían probado por otros rumbos y nada. La gente de los pueblos parecía resignada a permanecer en sus casas, muertos de miedo, o tal vez esperando que pase la temporada de lluvias. Los fangales formados en los caminos hacían escabroso el paso de las bestias. Hasta los burdéganos, aquellos magníficos animales, producto de la hibridación del potro con las burras, perecían enfangados en esos lodazales.
Pero tenían que vigilar. Su gente necesitaba comer y hasta las balas se les habían acabado. Habría que ir a Chanta o a la Paccha en busca de municiones, pero sin dinero no podían hacer nada, Ulises, como los integrantes de su banda, estaba ansioso.
Por la tarde divisaron un grupo de gente que asomaba por los roquedales de Huacraruco y se pusieron en alerta. A poco se distinguían las indumentarias de los viajeros, visibles bajo los ponchos enjebados que traían y como lanzas, los fusiles en ristre. Eran los odiados gendarmes con el capitán Nemesio Piminchumo a la cabeza. Los conocía demasiado porque siempre los tenía pegados a los talones, rastreando su paso e indagando en todo el valle del Marañón y en las alturas por sus escondrijos. Sería fácil sorprenderlos y despojarles de las armas, pero estaban con las carabinas vacías y decidió no arriesgar. Lo dejaría para otra ocasión. La comitiva pasó de largo. Acompañaban a una mujer. Desde su escondrijo la reconoció: era Alcira Delarroe, aquella belleza enigmática que lo tenía cautivado. Pero mejor no pensar en ella. Las mujeres solo traen líos. Por culpa de ellas y de los odiados gendarmes es que se convirtió en bandolero.
Siempre vivía en un dame una que dos te daré con los gendarmes. Ellos habían cazado al Aquilino, su principal lugarteniente, que estaba preso en la cárcel de Celendín. En represalia habían robado el mulo que montaba el capitán, el mentado “cholo Piminchumo” que ahora era su engreído y que lo había salvado de mil peripecias, y para molestarlo, le enviaban gallinas robadas y amenazas de muerte.
El resto de componentes de su banda eran unos desvalidos si no estaba él. Damián podía pasar por un cretino si hubiese permanecido en su valle y lo mismo pasaba con los demás, que se integraron a la banda empujados por la miseria o por pequeños problemas con la justicia. Aquilino era distinto, era su brazo derecho y podía transitar impunemente por los diferentes pueblos en busca de información, municiones y vituallas sin que nadie lo relacionara con la banda. Fino y elegante, parecía un agente viajero que se hospedaba en los mejores hoteles de esos pueblos olvidados de Dios. Alguien lo había traicionado, quizás alguna mujer, vicio a que era adicto y ahora purgaba pena, sabe Dios hasta cuándo. Necesitaba contratar a un buen abogado para sacarlo, pero así como estaban las cosas lo veía difícil.
En esas estaba, hasta que un mediodía, por las alturas de Cumullca divisaron una caravana de gente a caballo.
*****
Los numerosos negocios en que estaba metido Augusto lo obligaban a viajar constantemente, tanto al interior del país, como al extranjero. Ello significaba semanas tras semanas a lomo de bestia por caminos de herradura, cruzando punas, llanuras y valles, con arrieros baquianos y bragados que arreaban las mulas de carga. Con las hordas de bandoleros que asolaban los caminos no era cosa de andar al descuido, sobre todo si estaba de por medio Ulises Merino, el terror de la comarca, con su banda de asesinos. Augusto viajaba acompañado de tiradores diestros, probados en mil encuentros.
Se codeaba con el grupo de terratenientes cajamarquinos, enriquecidos gracias al expolio de las comunidades campesinas a quienes usurparon sus tierras y se aventuraban tímidamente en el negocio de la crianza de ganado lechero cuyos primeros ejemplares importaron de Argentina. En esa ocasión viajaba a la hacienda Polloc, a la celebración del cumpleaños de su amigo Julio Cacho Gálvez, propietario de la hacienda, fiesta que duraba una semana de borrachera, comilona y riñas de gallos. De paso iría a examinar el ganado traído recientemente por el ganadero, a ver si incursionaba en ese negocio. Cacho le habló maravillas de las ganancias que obtendría dedicándose a la producción de leche.
Marchaba con su comitiva por los páramos de Micuypampa y Cumullca y se aprestaba a entrar en los bajíos de Carhuaquero cuando hicieron un alto para comer y ajustar los enjalmes de las bestias. De pronto se vieron cercados por una gavilla de bandidos capitaneados por Ulises. Los cogieron tan descuidados que nada pudieron hacer. El bandido ordenó a sus hombres que se apoderaran de las armas y municiones de los acompañantes y personalmente se encaró a Augusto, el personaje más importante de Celendín.
-¿Cómo va, don Augusto? Placer de encontrarlo, justo cuando estaba más necesitado. Ya ve que pa’ todos amanece Dios. Rogaba que me caiga alguito cuando me tocó la grande.
-¿Cómo te va, Ulises? –Respondió el millonario sin inmutarse- Veo que era cierto todo lo que de ti habla la gente, dime, ¿en qué te puedo servir?
-En todo lo que pueda, don Augusto, para empezar, alcánceme las alforjas y la ferretería que lleva. Sí, señor –se acercó sin desmontar para arrebatarle la magnífica arma que llevaba al cinto- hermoso revólver, sí, señor, Smith y Wesson del 38, ¿es de esos de doble acción, diga? Muchas gracias, don Augusto, será mi fiel compañero, ya lo verá.
Mientras sus hombres se apoderaban de las alforjas de sus acompañantes y ataban las mulas de carga, Ulises sacó de las suyas una botella de cañazo y después de beber un largo trago, invitó a su víctima:
-¿Gusta un trago, don Augusto?
-Muchas gracias, hombre, me hará bien contra el pachachare.
-¿Pachachare? ¡Qué va, don Augusto! Ni que me lo fuera a comer. A ver –continuó, observando el reloj que colgaba del chaleco del ricachón- páseme esa joyita, a veces se me da por interesarme en la hora –lo sopesó y vio que era un Longines tres estrellas, todo de oro. Apretando la perilla se abrieron las tapas del reloj y emergió una música de minúsculas campanillas que llamó la atención del bandido.
-Qué cosas más inventarán ¿No, don Augusto? Relojes con música celestial. Me lo quedo. Dinero no le pido por ahora, porque sé que va a una fiesta grande con los cajachos y no es bueno que el mejor de Celendín vaya sin blanca… ¿listos, muchachos?... bueno, don Augusto, antes de irme quiero contarle un cuento- y se separaron del resto durante un cuarto de hora. Cuando regresaron, los bandidos tenían todo arreglado. Ulises, haciendo gala de mucha flema, se despidió.
-Muchas gracias por todo, don Augusto, y sin rencores ¿eh? hasta más ver. El millonario y sus acompañantes se quedaron estáticos viendo como el bandolero se perdía por la ruta a Huacraruco, llevándose sus pertenencias.
-Vamos, muchachos, a caballo -se limitó a ordenar Augusto.
0 comentarios:
Publicar un comentario