Por Mario Peláez
Donde mejor se percibe la debacle de la sociedad contemporánea es en el ámbito de la cultura espiritual: en la filosofía, la literatura, la lectura, el arte, la música, el teatro, el cine y los programas “culturales” de los medios. (Para ya no mencionar la política y la economía, reducidos hoy al mínimo accionar, a la coyuntura y a la franquicia del logo partidario; a las transacciones financieras y al voraz consumo, ratificando el interés por la empresa y no por la persona).
En efecto, ahora la cultura espiritual se encuentra en el traspatio, como un trasto más; entonces fluyen la incertidumbre y la superficialidad que solo fomentan el desamor por las aventuras del espíritu, por las ideas, el debate, la creación y el quehacer intelectual. Es decir, tanto la cultura popular como la cultura académica (cuyo propósito es mejorar la calidad de vida), son sustituidas por la cultura del mercado que ni educa ni socializa, únicamente moviliza primariamente las neuronas. De allí que la propia educación se aboque en exclusiva al conocimiento utilitario y cuantificable, y cada día haya menos maestros del pensamiento; y la lectura se concentre en libros de supuesta autoayuda…
He aquí algunas consecuencias del nocivo ecosistema neocultural.
Es la filosofía la primera en sufrir la envestida. Ella ha abandonado la abstracción, el espíritu crítico para refugiarse apasionadamente en el ultraindividualismo, en el yo. Que ya no se interesa en explicar las verdades del universo y de la historia; y sí por la particular verdad de cada proyecto personal. No más grandes travesías. Adiós Heráclito, Aristóteles, Marx, Kant, Nietzsche, Russell, Sartre, Salazar Bondy, entre otros. En vez de éstos ha surgido una camada de opinólogos, futurólogos y gurúes de la globalización. Afirman que ahora vivimos la híperrealidad del mercado global, al alcance de todos, y donde la prosperidad alcanza un nivel récord…
En el campo de la literatura, del arte, la pintura y la música, todo vale, menos la calidad. Al diablo con aquello de que la belleza nos concilia, nos sensibiliza. Al diablo Mozart, Bartok, Neruda, Vallejo, Goya, Arguedas, Mercedes Sosa, La Trova, Jaime Guardia, Humareda.
Ahora apenas se lee ensayo, poesía, novela y obras de teatro. Que como dice Mankell iluminan los rincones de penumbra. Ahora apenas se posan las manos en un libro; aunque se devoran diarios como El Trome y El Bocón. Las colas interminables para malbaratear los sentidos con gritos seductores que enlodan el pentagrama. Para ya no mencionar la orfandad de los museos (salvo como parte del menú turístico), bibliotecas, teatros y festivales del buen cine. Entonces ya no cuenta la experiencia estética; solo lo recreativo, la satisfacción inmediata: la pura subjetividad unidimensional, sin asomo de poética y de interrogantes. Solo afán mercatilista.
Sin embargo la causa de la crisis espiritual y del liderazgo cultural de los Bayly, las Magaly, “Combate”, “Esto es Guerra”, de los selfies no debemos buscarlo en la propia cultura. No. Ella también es víctima, junto a la educación. La causa se encontraría en el modelo neoliberal.
Así los hechos, mucho contribuiríamos alentando el regreso a la cultura del espíritu. A la que posibilitó la conquista de los derechos humanos; nutrió la conciencia solidaria; revistió de romanticismo y erotismo al amor y potenció la felicidad al propiciar el encuentro de la inteligencia con la belleza. (Hasta el próximo domingo, amigo lector).
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