Por Mario Peláez
En efecto, que suerte tenemos de que Shakespeare haya nacido en este mundo; y más afortunados que sea él nuestro contemporáneo todos los días; y mucho más que al leer y presenciar sus obras participamos de un gozo estético absoluto, a pesar de los cuatrocientos años de su partida a los cielos, y que hoy se celebra a los cuatro vientos (Que mejor prueba, entonces, de que sí se puede derrotar a la muerte. O si se quiere, de lograr la inmortalidad).
Difícil otro como Shakespeare que haya calado tan hondo en la condición humana. Que haya acumulado tanta belleza con el lenguaje. Que todo lo que escribió es purísima poesía. Soy un convencido que sin Shakespeare los grandes revolucionarios no habrían alcanzado prontamente la claridad de conciencia; los poetas la finura del realismo y la levedad del lirismo, urgidas de belleza. Imposible escapar a su cósmica influencia.
Pocas veces la libertad es más libre, más soberana que en la creación de Shakespeare. Una libertad laica que como Erasmo no quiere que dios invadiese todo. Solo en el gran arte la libertad, a través de la imaginación, despliega al tope sus alas, evidencia suprema de nuestra singularidad como especie. Pero una libertad que solo podrá consolidarse desde la igualdad. De lo contrario la conciencia se habría congelado en aquella terrible sentencia: “Castíguese a los negros, para que no se pierda el valor del ejemplo”
Adjetivos al margen: sin Shakespeare la literatura no tendría la talla universal; el teatro solo sería un espectáculo rutinario; el lenguaje únicamente un instrumento, y no la placenta donde reposa la inteligencia crítica. Sin Shakespeare poco conoceríamos de nuestra subjetividad. Sin él no gozaríamos de la leal amistad de los libros.
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