Por Palujo
—¿Lucrecia? —preguntó haciéndose el que no
entendía; como queriendo escuchar otra vez el nombre para estar seguro que
era verdad.
—¿Lucrecia? —repitió.
—Bien que has entendido —afirmó Nicolás, su
amigo y confidente—. La de ojos verdes y mirada de niña curiosa.
Antonio miró a otro lado, no necesitaba más
palabras para saber de quién se trataba. Ella había viajado a una reunión en
una ciudad del sur del país; un encuentro urgente e importante, según se supo
después. Sus viajes lo desesperaban. Eran parte de su labor. Pero sus regresos
los esperaba con ansias. Adivinaba su sonrisa cuando, al llegar, saludaba a los
compas sin siquiera mirarlo. La esperaba como un viejo cazador que había
tendido una trampa en el camino de su presa. “Poco a poco se acercarán sus ojos
de gata –pensaba–, y su sonrisa seria y fresca”.
—¿Y cuántos días se quedará esta vez?
—preguntó.
Antonio siempre supo controlar sus emociones.
Concentró su mirada en el cuadro que estaba pintando y sonrió mientras retocaba
un caballo moro que lucía enjaezado.
—Ya no es una niña —murmuró Antonio.
Él si era un viejo; claro que lo era. Ella
no. Era una adolescente comparada con sus años.
“Todos confunden mi edad —le dijo en cierta
oportunidad—. Agrégale diez abriles a mi apariencia” —fue una tarde en la que
se quedaron solos por primera vez. Dos copas de vino y de sus labios una
canción, hicieron que Antonio descubriera el corazón de ella. Mujer franca,
entregada y valiente; pero también delicada y fragante como una rosa. Vasta
semilla de amor e ilusión. Había llegado del viejo mundo como decían antes.
Viajó por motivos que algunos aún no comprenden: unirse a la causa de los que
luchan por una vida digna, por el buen vivir de los pueblos. Desde ese entonces
son varios los países que sus zapatos pisaron. Lucrecia instala su carpa de
campaña en el lugar donde la aceptan de voluntaria; aprende y vuelca sus
experiencias; coordina acciones y estrategias.
Él retornó a su pueblo después de muchos
años. Su espíritu es joven como lo es ella.
Se conocieron allí, en la casa donde se
“tejen las luchas”. Ella aguardaba sentada junto a otros compañeros alrededor
de una mesa. La luz de las velas y el candil hacían que sus ojos de felina se
encendieran como brasas tornándose más hermosos. Fue una noche tensa. Una
información había preocupado a todos. La reunión fue secreta. Se decomisaron
celulares y nadie podía abandonar el lugar sin autorización del grupo. El
funcionario de una entidad estatal había traicionado al pueblo. Merecía una
sanción especial. A cada uno tocó una tarea, y Lucrecia no estuvo exenta de
ello.
Para suerte del traidor la información no era
del todo cierta por lo que el operativo abortó.
La lucha del pueblo continuaba; las reuniones
y viajes de Lucrecia también.
A veces, Lucrecia, vuelta de algún viaje,
llegaba con la voz ronca, grave, y toda ella parecía una mujer dura y fuerte.
Durante un tiempo desagradó esto a Antonio. Él amaba en las mujeres la ternura.
Pero después, cuando tenían que salir con todos los compas a cumplir una misión,
luego de tantos días de separación, de espera y extraños sueños amenazadores,
su cuerpo de gacela y acento extranjero eran como el hálito de un ave foránea,
salvaje, enviada por una bandada migratoria que aprende y enseña luchando.
Antonio permanecía esperando su regreso.
Esperando escuchar la voz de alguno de sus compañeros que decía: “Llegó
Lucrecia” o “Mañana llegará Lucrecia”. La imaginaba moviendo los ojazos tras
las velas y el candil. Dejó el lienzo que estaba pintando y se acercó al otro
que, a un costado, esperaba en blanco. De pronto esa aflicción que le oprimía
el pecho se le expandió por todo el cuerpo; como si se quedara sin fuerzas.
Caminó unos pasos, casi arrastrando los pies, con la mirada fija en el lienzo
nuevo, apretando fuerte, con los dedos, el carboncillo en lápiz que sostenía en
la mano derecha. “¿Qué cobarde soy? —sopesó—. ¿Otra vez voy a dejar que viaje
sin decir nada? ¿Otra vez me invadirá la angustiante espera?”. Antonio se
dirigió a la ventana de su habitación y dejó allí el lápiz, su inseparable
herramienta.
Nicolás lo miró sonriente; burlón.
Antonio giró la cabeza y preguntó: —¿Y
cuántos días se quedará esta vez?
—Hoy mismo se marcha —contestó Nicolás—.
¿Acaso no sabes de la reunión en Lima?
—¿A qué hora parte?
—Dentro de media hora. Vamos a verla, te
acompaño —dijo Nicolás.
—No, no. Gracias, en otro momento será.
—Tú decides —afirmó Nicolás cerrando la
puerta.
Antonio recogió el lápiz que había dejado en
la ventana. Caminó arrastrando los pies, hasta llegar al lienzo en blanco donde
empezó a trazar la figura libre de una golondrina de ojos verdes.
Fuente: Revista Sucrense / El Labrador mayo 2015.
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