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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

lunes, 7 de octubre de 2013

Ernesto More: Vallejo, en la encrucijada del drama Peruano.



Retrovisión

¿Qué impresión, qué recuerdo han guardado de Vallejo las mujeres del Perú? Desgraciadamente, nada sabemos del tesoro de emoción que el poeta ha dejado seguramente en su tierra natal o en Trujillo, escondido en el corazón de Rita o Mirtha. En Lima las frecuentó poco, pues en los años que Vallejo pasara en la capital, el alejamiento entre hombres y mujeres era prodigioso. Unos y otras permanecían distantes aún en los saraos y los bailes, como repelidos por la misma atracción que sentían. Vallejo, además, era tímido. Sus noches blancas transcurrieron entre amigos, en algún bar, en algún cafetucho, en el Can-Can, en el Café Lima, en la casa del Corregidor Mejía, en cuya azotea éste último solía preparar casi todos los domingos una hermosa fuente de tacutacu, ancha, larga y honda, prodigiosamente aderezada,, la cual era devorada al compás de unos “bacinicazos” de pisco con vista al mar. El pisco provenía de una de esas viejas pipas de barro que solían dormir en el sótano que el padre del Corregidor mantenía celosa e inútilmente cerrado, pues el Corregidor se ingeniaba siempre —valido de la devoción que sus tías tenían por él— para sacar o escamotear una o dos botellas de un inmejorable pisco para sus contados amigos, que nunca fueron más de cinco al mismo tiempo.


De las mujeres que en esos tiempos se habían iniciado en la literatura, sólo recordamos a Ángela Ramos, a Eva Morales (Luisa de Lavaliére) y Magda Portal. De las tres, que sepamos, sólo Ángela tuvo la suerte de conocer la amistad del poeta. Y cuando promovemos el recuerdo de esa época, Ángela no puede ocultar su emoción, la cual se hace perceptible a pesar de que está sentada a contraluz, con la ventana a la espalda. Ni por un momento pretende, valida de la profundidad de los años transcurridos, aparentar haber tenido una prolongada amistad con Vallejo. Pero nos parece adivinar que esa amistad, breve en el tiempo, tuvo la intensidad necesaria para dejar un recuerdo imborrable. Un recuerdo que pone un rasgo neto en esta labor de reconstruir la fisonomía vital del autor de Los Heraldos Negros.

La evocación de la figura de Vallejo no surge aislada y bruscamente, sino entre un cúmulo de recuerdos, gran parte de los cuales se refieren a Mariátegui, Alejandro Ureta y el Cholo Meza.

—Mis recuerdos de Vallejo —nos dice Ángela— se pierden allá, en los días de mis días. Fue por los años 1922 ó 23 que nos hicimos amigos. Yo conocía ya algunos de sus poemas, publicados en revistas de Trujillo y de Lima. Lo conocí personalmente en la Librería “La Aurora Literaria”, en la calle de Baquíjano, casi frente a “La Prensa”, lugar que era el punto obligado de reunión de los escritores de aquella época. Vallejo me produjo una impresión muy fuerte con sus ojos profundos, su melena negra y lacia, sus arrugas que le trabajaban el rostro y su gran frente. Era un hombre de finos modales y de actitud siempre discreta. A los diez minutos nos tuteamos como viejos amigos. El era bohemio y yo también, advirtiendo que he sido la única mujer de letras que ha sido bohemia en el Perú…

Y antes de que registráramos estas palabras en nuestra memoria, Ángela, iluminando en un rápido parpadeo su propio contraluz, concluye:

—Pese a esto y a haber sido amiga de todos los geniales dipsómanos que hubo en esta bohemia, debo confesar que jamás he bebido ni he tenido nada que ver con el mundo de las drogas… Esta es una advertencia siempre necesaria —prosigue— en un mundo tan avisado y tan avezado como éste en que vivimos…

Como quisimos saber si alguna vez había recibido una confidencia de Vallejo, repuso:

—Vallejo era amigo, pero no confidente. Podía ser camarada, pero no íntimo. Había en él un cierto pudor, un recato, que no le permitían ser confidencial. Este es el recuerdo más nítido que guardo de él. Se reservaba con bondad y ponía distancias con los que no suponía de su pasta, pero sin brusquedad, y hacía como que leía un libro muy entretenidamente. Así logró espantar a muchas moscas. Mejor dicho, a cansarlas.

—Recuerdo que una vez, estando con él en “La Aurora Literaria”, y poco tiempo después de una crítica que apareció en uno de los diarios locales en que se emplazaba a Vallejo a explicar su propia poesía, principalmente aquella que comienza así:

¡Luna! Corona de una testa inmensa,
Que te vas deshojando en sombras gualdas!
Roja Corona de un Jesús que piensa
Trágicamente dulce de esmeraldas!...

Y cuando yo me imaginaba encontrarlo amostazado, fastidiado o por lo menos triste, cuál no sería mi sorpresa de verlo reír con unas ganas… con tan gran despreocupación infantil… Y mayor fue mi sorpresa cuando Vallejo, al referirse al crítico, exclamó sin dejar de reír:

“¡Pero si es un perote!”

“¡U—n  p-—e—r—o—t—e!”

Y terminó diciendo: “El que pueda comprender que comprenda”… Y lo dijo sin malevolencia, sin ánimo de ofender a nadie, ni aún al mismo crítico que afirmaba no comprender nada de sus versos y emplazaba al autor mismo a que los explicase. Lo que quería decir Vallejo era que la poesía se comprende directamente o no se comprende nunca. No necesita de exégetas.

—Recuerdo que otra vez, como yo le estuviera haciendo bromas para sacarlo de sus casillas, y me le quedé mirando fijamente, César me preguntó:

—¿Por qué me miras así?

—Estoy admirando —le repuse— tu genial fealdad!

Y él, con su sonrisa triste, ancha, cordial y grande:

—“Hermana, qué feo no seré que tienes que inventar un adjetivo”.

—Pero nada se me ha quedado tan profundamente grabado como la actitud y las palabras que tuvo para mí un día que, en la misma “Aurora Literaria”, me encontró llorando. Lloraba cosas de amor, y él lo sabía. ¡No me mires que estoy llorando y me pongo muy fea! –le dije.

Y Vallejo, al hilo, y con inolvidable ternura:

—“Nunca es tan bella una mujer como cuando ha llorado”…

Guardamos silencio. Aquello fue un relámpago que me mostró hasta los últimos pliegues de su gran alma. Al reponerme, lo miré de frente a los ojos, esos ojos profundos que miraban desde adentro.

—“Ángela, yo siempre he llegado tarde”. Y en efecto, César era el que llegaba más tarde a “La Aurora Literaria”. “Si yo no fuera tímido y tú burlona, ahora no estarías llorando… Te invito a dar una vuelta”. Salimos. La noche prendía sus primeras galas. Doblamos por la “Casa de Piedra”, por la calle de Jesús María, y nos fuimos de la mano como dos hermanitos…

Aquí, Ángela hizo un alto en la conversación. Es el alto que suelen hacer los que acaban de confesar sus pecados, sobre todo si, en el momento mismo de confiarlos, mantienen la intención de repetirlos, o, por lo menos de consolidarlos. El pecado de los románticos es no haber llegado hasta el fin.

—Y después ya lo vi poco. Estaba atareado en preparativos de viaje, tratando de conseguir el dinero necesario para emprenderlo, y de obtener las visaciones correspondientes. Nos encontramos ya muy de prisa: “Sólo puedo vivir bien en mi terruño o en París —dijo—. El día que resuelvas… ya sabes. En Paris se puede ser algo”.

Y Ángela terminó su conversación, diciéndome de mutu propio: “Paris conoció su genio, vio su desfallecimiento, recibió su último hálito. Paris lo guardaba celoso como a Verlaine, Mallarmé, Baudelaire, sus iguales. No le comprendimos, no le quisimos, no le hicimos feliz. ¿Por qué reclamar sus huesos? El conoció muy cerca a “los heraldos negros” de la Muerte. Que no los conozca de ultratumba”.

En esto último coincide con los amigos de Vallejo, con los que fueron sus íntimos y anhelan conservar intacto su mensaje.



La Carátula

Realmente magistral es la versión que, de César Vallejo, nos ha ofrecido, generosa y espontáneamente, ese gran artista y hombre de letras que es Teodoro Nuñez Ureta, la que aparece en la carátula, y con la que este libro cobra singular relieve. Vaya nuestra palabra de agradecimiento y admiración a este maestro, de cuya plenitud y madurez espera todavía mucho el Perú. Un verdadero artista es dueño de las llaves del tiempo, siente como coetáneos a los desaparecidos, presiente hombres y acontecimientos, siendo capaz de hacer lo que Nuñez Ureta ha hecho sin conocer a Vallejo: ponerle en el rostro todavía juvenil del poeta el aura y las muescas con que lo encontró la muerte.
“Abrazó al primer hombre, echose a andar”.

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