Continuando con el homenaje al cholo, como lo llamaban sus
amigos a César Vallejo, y como lo llamamos hoy nosotros, salvando las distancias, porque también nos consideramos sus
amigos, regresamos a la página 7 del libo: Vallejo,
en el drama Peruano, de Ernesto More. Antes, las palabras del Dr. Augusto
Ramos Zambrano (NdlR)
Del Dr. Augusto Ramos Zambrano,
En Los Andes (Puno) 29 de marzo de 1964.
… “Yo conocía la obra de Ernesto More desde los años en que
tuve el orgullo de ser carolina, y grande era mi deseo de estrecharlo
personalmente. Por fin llegó a cumplirse mi anhelo cuando, ante cientos de
estudiantes y catedráticos, More dictó una conferencia, titulada “El hombre en
la poesía de Vallejo”, en el paraninfo de la Universidad más democrática y
popular del Perú, esto es en el Cuzco, hace más de seis años. Su personalidad y
amplio conocimiento de la vida y obra de César Vallejo, nuestro mejor poeta,
impresionaron sobremanera a los oyentes”.
El ESTANDARTERO
César Vallejo no era muy dado a hacer evocaciones de su
juventud. Con la muerte de su madre, se diría que el poeta había decidido no
penetrar con mucha frecuencia en ese mundo en el que por fuerza, había de
predominar la imagen de lo más querido, y ante la cual el cholo no podía
contener sus lágrimas. Se puede decir que para Vallejo no ha habido sino un
patrimonio: el recuerdo de su madre. Sin embargo, es preciso no perder de vista
aquel recuerdo referido por él mismo, una noche de confidencias, al Corregidor
Mejía, a mi hermano Gonzalo y a mí, porque representa algo así como una visión
profética. Una visión profética con imágenes pretéritas de su niñez.
Era un día de fiesta en su pueblo. Un día de fiesta en
Santiago de Chuco. Campanas, cohetes, bailes populares, toldos llenos de
mercaderías abigarradas: plazas atiborradas de multitudes ebrias; arcos hechos
con gasas, tules y papeles de colores, a través de los cuales ha de pasar el
anda transportando al patrón o la patrona del pueblo. Las gentes viviendo horas
de recogimiento., unción y borrachera. Dentro de las casas un ir y venir de
infinidad de personas con traje nuevo. Especialmente en la casa del alferado,
que es un jubileo. Vallejo, como de diez años de edad, va y viene: entra y
sale. Su ansia no tiene límites. Su inquietud no conoce descanso. En su pecho
se han confundido las inquietudes de todos los que participan en la fiesta. Va
a la iglesia, da la vuelta a la plaza, vuelve a su hogar, sale nuevamente con
su madre a visitar las tiendas y los toldos. El aire tiene olor a cirio,
sahumerio y pólvora. A pan del valle, a polleras guardadas y a cañazo. De
repente, los repiques se hacen más enérgicos e insistentes. Estallan dos o tres
camaretazos, y los bailarines inician sus frenéticos movimientos y contorciones.
Es la hora de la procesión. Sacan el anda en hombros de seis u ocho mocetones
cuyo paso no está sincronizado, porque unos han tomado más que otros. Detrás
del anda, va el cura, salmodiando, ceñido de una pelliza blanca y de encajes.
Junto a él, anda el alferado, por cuyo rostro, vidriado de sudor alcohólico,
ruedan gruesos goterones que ni siquiera enjuga. Parece hecho de palo. De
llocque. Ha sudado todo el año con el trabajo para poder sudar un día como buen
alferado. Pero los ojos del cholo no se posan mayormente ni en el anda ni en el
cura ni en el alferado. Todo ha desaparecido para él en cuanto surge, detrás
del cura y del alferado, la figura de un mozalbete apuesto, vestido de alta
ceremonia, y con cinta y rosario al cuello. Es el que porta el estandarte. Y el
estandarte es un conjunto bordado en oro y con los colores nacionales.
Vallejo cuenta que esa figura se le quedó grabada durante
muchos años de su niñez. Durante el recorrido de la procesión. Vallejo no
habría de separar su vista de él. Terminada la procesión y siguiendo a su padre
y a su madre, Vallejo regresó a su casa. Estaba emocionadísimo. No se atrevió a
confiar el origen de su emoción sino a su madre, nada más que a su madre. Sólo
ella podía hacer que él consiguiera aquello de que se había antojado. Sólo su
inmenso cariño era capaz de eliminar todas las barreras que se interpusieran
entre su hijo y sus deseos. Vallejo tomó a su madre de las manos, y mirándola
con una intensidad que ninguna virgen ha conocido en los ojos de sus fieles, le
dijo, le gritó casi: “¡Mamá!... ¡yo quiero ser estandartero!... ¡Mamá!...
¡quiero ser estandartero!...
Y volviendo hacia nosotros su cara de piedra, entre triste y
festivo, como burlándose de sí mismo, Vallejo nos decía: “¡No había nada en el
mundo que me atrajese tanto como el oficio de estandartero!”.
Página 7 del libro: Vallejo, en la encrucijada del drama Peruano.
Contracarátula del libro |
De César Guillermo Corzo,
en Cultura Peruana (Lima) abril de 1954
..."Porque la anécdota vale, en nuestro concepto, más que el documento notarial de las viejas semblanzas. Y en la anécdota, Ernesto More, es todo un maestro. Porque ella es, efectivamente, la auténtica huella humana que el personaje deja sobre la cáscara del mundo. La célula de la biografía"...
Página final del libro: Vallejo, en la encrucijada del drama Peruano
0 comentarios:
Publicar un comentario