Autor. Virgileo
LEETRIGAL
«Dicen que el sábado habrá leva, necesitan contingente para la posible guerra con Ecuador. Al Teniente Gobernador le han enviado un oficio desde Celendín y está calladito, haciéndose el cojudo, porque la ley lo obliga ayudar a guardias y cachacos en la redada a los movilizables».
Alguien muy cercano a la primera autoridad del Centro Poblado
Calconga, soltó este rumor que corrió como reguero de pólvora, hasta traspasar sus
límites.
El sábado de esa semana, los advertidos jóvenes en edad de hacer servicio militar obligatorio no fueron a la feria comercial de Cruzconga, y optaron por fijarse algún escondite. Aún estaba fresco en la memoria colectiva el recuerdo de una leva allí. La aglomeración de gente que por negocios o diligencias va a la feria sabatina de ese caserío, facilitó entonces la labor de los sabuesos policías y cachacos. Los jóvenes capturados fueron transportados a Celendín como carneros, en camiones. Desde esa ciudad algunos volvieron, luego que sus familiares pagaron el rescate al jefe de la oficina de reclutamiento, el inescrupuloso capitán Cabrera. Los huérfanos e insolventes, fueron enrolados a diferentes cuarteles del norte y oriente del país.
Saúl y su primo Júber amanecieron en Calconga; y estaban ya bien enterados de la noticia de la leva. Desayunaron lo que doña Petronila, madre del primero, les había preparado antes de salir a sus quehaceres. Ambos frisaban los diecinueve años y eran aptos para el servicio militar obligatorio. A Saúl, por ser extremadamente palomilla y bromista, le decían «loco Saúl», y esa mañana su espíritu aventurero e inquieto pugnaba por expulsarlo a la calle. Cuando salió, el sol matutino aun no borraba todas las sombras de los cerros que circundan al pueblo. Caminando con naturalidad, ingresó al cuadrilátero de la plaza de armas y constató, en las calles principales del pueblo, una ausencia y silencio humanos nunca antes vistos. Solo escuchó aislados ladridos de perros, cantos de gallos desde algunos corrales y un llamado lejano en la voz de una mujer invisible. Júber, asustado por el rumor, prefirió arriesgarse siguiendo a Saúl, a quedarse solo. En la misma plaza, los primos prometieron, en ceremonia simple, nunca separarse aunque fueran levados y enrolados en el ejército. Luego remontaron la conga hasta la bifurcación del camino de herradura, dejando atrás al Calconga silencioso.
—Vamos a La Montaña donde el primo Milciades —dijo Saúl.
— ¿Crees que esté? —preguntó Júber.
—Vaaa, claro que está, ése maricón no sale por miedo a la leva, ya lo verás. Segurito lo encontramos escondido en su cocina —agregó Saúl, muy seguro.
—Vamos pué —respondió Júber.
Luego de veinte minutos los primos paseanderos llegaron al anexo La Montaña. Desde un recodo del camino avistaron la casa de Milciades, flanqueada por algunos saucos, en una pequeña explanada. Entre los mojinetes y el techo de la cocina, se filtraba una columna de humo blanquecino grisáceo, que se elevaba por el firmamento, diluyéndose como fumarolas, hasta enredarse con las nubes. «Buena señal», pensó Saúl.
El sábado de esa semana, los advertidos jóvenes en edad de hacer servicio militar obligatorio no fueron a la feria comercial de Cruzconga, y optaron por fijarse algún escondite. Aún estaba fresco en la memoria colectiva el recuerdo de una leva allí. La aglomeración de gente que por negocios o diligencias va a la feria sabatina de ese caserío, facilitó entonces la labor de los sabuesos policías y cachacos. Los jóvenes capturados fueron transportados a Celendín como carneros, en camiones. Desde esa ciudad algunos volvieron, luego que sus familiares pagaron el rescate al jefe de la oficina de reclutamiento, el inescrupuloso capitán Cabrera. Los huérfanos e insolventes, fueron enrolados a diferentes cuarteles del norte y oriente del país.
Saúl y su primo Júber amanecieron en Calconga; y estaban ya bien enterados de la noticia de la leva. Desayunaron lo que doña Petronila, madre del primero, les había preparado antes de salir a sus quehaceres. Ambos frisaban los diecinueve años y eran aptos para el servicio militar obligatorio. A Saúl, por ser extremadamente palomilla y bromista, le decían «loco Saúl», y esa mañana su espíritu aventurero e inquieto pugnaba por expulsarlo a la calle. Cuando salió, el sol matutino aun no borraba todas las sombras de los cerros que circundan al pueblo. Caminando con naturalidad, ingresó al cuadrilátero de la plaza de armas y constató, en las calles principales del pueblo, una ausencia y silencio humanos nunca antes vistos. Solo escuchó aislados ladridos de perros, cantos de gallos desde algunos corrales y un llamado lejano en la voz de una mujer invisible. Júber, asustado por el rumor, prefirió arriesgarse siguiendo a Saúl, a quedarse solo. En la misma plaza, los primos prometieron, en ceremonia simple, nunca separarse aunque fueran levados y enrolados en el ejército. Luego remontaron la conga hasta la bifurcación del camino de herradura, dejando atrás al Calconga silencioso.
—Vamos a La Montaña donde el primo Milciades —dijo Saúl.
— ¿Crees que esté? —preguntó Júber.
—Vaaa, claro que está, ése maricón no sale por miedo a la leva, ya lo verás. Segurito lo encontramos escondido en su cocina —agregó Saúl, muy seguro.
—Vamos pué —respondió Júber.
Luego de veinte minutos los primos paseanderos llegaron al anexo La Montaña. Desde un recodo del camino avistaron la casa de Milciades, flanqueada por algunos saucos, en una pequeña explanada. Entre los mojinetes y el techo de la cocina, se filtraba una columna de humo blanquecino grisáceo, que se elevaba por el firmamento, diluyéndose como fumarolas, hasta enredarse con las nubes. «Buena señal», pensó Saúl.
En
efecto, allí, al calor del fogón, Milciades conversaba con Nilo, su hermano
mayor.
— ¡Primo Milciadeeeees! —guajeó Saúl, a unos cien metros de la casa. «Es el ´loco Saúl´», dijo el aludido y salió dando a entender que los recibiría. Cuando Júber y Saúl rieron en la mera esquina de la casa, y éste volvió a llamar; Nilo comprendió que Milciades no estaba para recibir a los visitantes, y de inmediato salió de la cocina.
— ¡Primo Nilooooooo, ayayay, a los años! ¿Cuándo has llegao? —exclamó Saúl, mirándolo emocionado y acelerando su ingreso al alar de la casa. El primo los recibió sonriente y con un abrazo efusivo, para ambos.
— ¡Qué milagro loquito! —Respondió Nilo, palmeándole la espalda—. Ya estoy más de dos meses aquí y recién me visitan.
— ¡Primo Milciadeeeees! —guajeó Saúl, a unos cien metros de la casa. «Es el ´loco Saúl´», dijo el aludido y salió dando a entender que los recibiría. Cuando Júber y Saúl rieron en la mera esquina de la casa, y éste volvió a llamar; Nilo comprendió que Milciades no estaba para recibir a los visitantes, y de inmediato salió de la cocina.
— ¡Primo Nilooooooo, ayayay, a los años! ¿Cuándo has llegao? —exclamó Saúl, mirándolo emocionado y acelerando su ingreso al alar de la casa. El primo los recibió sonriente y con un abrazo efusivo, para ambos.
— ¡Qué milagro loquito! —Respondió Nilo, palmeándole la espalda—. Ya estoy más de dos meses aquí y recién me visitan.
Luego,
el anfitrión los invitó a sentarse en el banco alargado de madera que, forrado
de alfombras pequeñas y coloridas, yacía contra la pared.
—Primito, si para llegar aquí se tiene que pasar por Calconga y no has llegao a la casa, quién tiene que reclamar soy yo, no tú —dijo Saúl, sentándose y tomando aire para sosegar su agitación.
—Pasé de noche primito y no quise molestar —se justificó Nilo.
—Bueno primo será en la próxima. Al grano, hoy hemos venido para prevenirle a Milciades acerca de la novedá de la leva, dicen que hoy día, cachacos y tombos irán caserío por caserío capturando jóvenes movilizables —dijo Saúl, cambiando el tema de la conversación.
Nilo comprendió, entonces, porqué su hermano Milciades, en vez de recibir a los visitantes, desapareció. «Sabía de la leva y fugó buscando algún escondite, igual están éstos fulanos», pensó; y su estado de ánimo varió un tanto, dándole flote a su ego, para a continuación, hablar más:
— ¡Ah... por eso han venido maricones de mierda, corriendo como gallinas! ¡Carajo!, ¿acaso el ejército les va comer? Yo he regresado como me ven sano y salvo, luego de servir dos años en la compañía de morteristas en el cuartel de Tumbes —expuso, mostrando cierta presunción castrense.
—Un momentito primo Nilo, a mí no me metas en saco de cobardes, menos de maricones —respondió Saúl, enfático y envalentonado—. Para tu conocimiento, ese Calconga está ahorita como un cementerio, todos se han escondido, pero yo he salido a pasearme por la plaza de armas. Y no he venido aquí por miedo a la leva, ni al ejército, ni al servicio militar, ni a la guerra, ni a la muerte; solo, repito, a prevenirle a Milciades, porque conozco de qué pie cojean mis familiares. Y tú primo, mejor no sigas con esos aires; sí has ido al ejército no es porque quisiste, sino porque te levaron.
—Parece que Milciades sabía de la leva, pero no me comentó nada. Cuando llamaste, salió supuestamente a recibirles, pero veo que ese maricón se ha fugado a esconderse de miedo —apuntó Nilo, bajando el tono de su voz y mostrándose conciliador.
En efecto, Milciades supuso que Saúl llegaba guiando a los policías y cachacos levadores. «El ´loco Saúl´ es amiguero, entrador y tan bromista que tiene reacciones impredecibles. Es el colmo… y de él se puede esperar cualquier cosa», pensó. Por esto, tan pronto oyó su llamado, salió pretextando recibirlo, pero prefirió subir raudo hacia el terrado de la casa, por una «escalera de gato» armada con alisos rollizos. Luego, sin que Nilo se diera cuenta, jaló la escalera junto a él. Acuclillado bajo el tejado, y conteniendo su respiración, permanecía allí escuchando la conversación de sus primos y hermano.
—Yo no me corro de nada primo, ya sabes. A propósito, cuéntame: ¿cómo es la vida en el ejército?, ¿qué se aprende? y ¿qué se gana durante el servicio? Si me convences me voy a servir a la patria, porque ya me está cansando la vagancia —preguntó y aseveró Saúl.
—A ti, el servicio militar te enderezaría un poco, jajaja —rió Nilo—. Se aprende la disciplina, responsabilidad, el deber, etc. Además, te dan: rancho, cuadras para dormir y propinas cada mes. Yo he traído mi platita, compraré al menos un par de terneritas para empezar hacer patria aquí en nuestra tierra. Y, no he traído más cosas que mi uniforme completo, nuevo y con galones incluidos. Puedo enseñarles para que vean que llegué al grado de sargento primero, no piensen que me alabo —dijo con cierto orgullo.
—Habla bonito primo, yo soy un hombre derecho; y si hay gente que no me pasa, es por decirles sus verdades en su cara, no soy cobarde ni hablatrás. Será por eso que nunca quise ser militar ni tombo; pero, a propósito, muéstranos ese uniforme que has traído, siquiera para conocerlo —dijo Saúl, entre bromista y curioso.
Nilo, lento y silencioso, fue al dormitorio contiguo a la sala y salió con una bolsa grande y abultada. «Aquí está, ábranlo y lo verán», dijo mirando a los dos visitantes. Saúl corrió el cierre, abrió la bolsa y, una a una, sacó las prendas militares: Pantalón, camisa y gorro color caqui y dos polos color negro; y finalmente, las botas negras con caña alta, bien lustradas, punta de acero, y botones también de acero.
— ¿Cuánto quieres por este uniforme? ¡Habla primo, te lo compro! —dijo Saúl, mostrándose interesado y en ademán de sacar su billetera.
—No está en venta primo, prefiero conservarlo como recuerdo de esa etapa militar de mi vida —respondió Nilo.
—Comprendo, no exigiré hacer negocio. Sí te pido que, por hoy día, me lo prestes para lucirlo —dijo Saúl, sereno.
— ¡Ayayay!, por eso pue te dicen loco —respondió Nilo—. Póntelo nomás, después me devuelves; eso sí, lavadito y planchadito.
Saúl se sentó de nuevo en la banca de madera y empezó a desnudarse hasta quedar en prendas menores. Luego se puso el pantalón militar, uno de los polos negros, la camisa y calzó las botas. Nilo le ayudo amarrando los pasadores, hasta que quedó disfrazado de soldado del ejército peruano; así, poniéndose el gorro, invitó a Júber a regresar a Calconga, y éste, timorato, se quiso resistir.
— ¿Qué? ¡Carajo, promesas son promesas! Regresas conmigo o eres un maricón de los que mencionó el primo Nilo. Mira «peje», si voy solo y me capturaran, no creas que te vas a salvar; nada. Yo mismo te tiraría dedo, daría tus datos, ubicación y te entregaría a la leva. Ya me conoces, así que mejor escúchame, luego marchas conmigo: llegando a Calconga, te adelantas, vas de frente a la plaza de armas y te paras al costado del puesto de salud —ordenó Saúl—. Yo iré hacia la izquierda, por el camino a Sumbat, luego voltearé a la derecha y bajaré. Cuando me veas ingresar a la misma plaza por la otra calle; te haces el distraído, mejor dicho el cojudo, hasta que yo esté a media cuadra de tu lado. Luego haces como que te sorprendes al verme y corres, con dirección a Cruzconga, por el centro de la plaza; yo te voy a decir ¡alto!, correré tras tuyo hasta alcanzarte y hacemos como que «te capturo, te amarro las manos, y te llevo preso». ¿Entendido?
— ¡Entendido primito —dijo un Júber, ya sumiso ante un amenazante Saúl.
Saúl, según su plan, bajaba lento hacia la plaza de armas. Nadie lo reconocía porque él se cubría el rostro bajando la visera del gorro militar. Hasta que tres madres de familia lo vieron, y una de ellas soltó el grito de alarma: ¡cholos... la leva! El rumor se difundió a través de los corrales posteriores de las casas; la mayoría, en vez de paredes de colindancia, solo tenían cercos de alambre de púas. Seis mocetones movilizables salieron disparados de sus escondites: uno quedó atrapado, al cruzar un ambiente oscuro de su casa, en una maraña de riendas y reatas que colgaban, en un garabato, desde el cielo raso. « ¡Me echaron lazoooo…, Ayúdenme a soltarme!», gritaba. Mientras, otros tres corrieron despavoridos por el camino hacia Tallambo; y los dos restantes, rodaron hacia la quebrada de la parte baja del pueblo.
Algunos reportes de la enfermera responsable del puesto de salud, expresaban para ese día: un lesionado por torcedura de tobillo derecho; otro con traumatismo en el cuello tras forzar la salida de su cabeza de entre las barras verticales del protector metálico de la ventana, al que pretendió traspasar para esconderse; y otro con los músculos gemelos de la pierna derecha rasgados por alambre de púas, debido a un zambullido mal calculado por debajo de la alambrada. Eso y más, sucedía mientras el falso militar y su cómplice, fingían la captura y traslado del primero de los movilizables.
El uniformado y su «primera víctima» con manos atadas hacia atrás, enrumbaron con dirección a Cruzconga. Al paso por la calle de entrada al pueblo y acceso a su plaza de armas, quienes entreabrieron su puerta reconocieron a Júber, pero no a Saúl. Éste caminaba con la cabeza entre girada y gacha, haciendo esfuerzos sobrehumanos para no reírse, hablándole con voz militar al «capturado» y conminándolo a ir más rápido.
Cuando ambos cómplices salieron del pueblo y divisaron a plenitud el valle del río Tincat, viraron por el camino de herradura hacia el caserío La Quinuilla. Ya sin visibilidad a cualquier casa de Calconga, Saúl desató las manos de Júber para abrazarse y carcajearse del éxito de su palomillada. Reían e imaginaban el alboroto que debía haber en el pueblo a esa hora.
—Primito, si para llegar aquí se tiene que pasar por Calconga y no has llegao a la casa, quién tiene que reclamar soy yo, no tú —dijo Saúl, sentándose y tomando aire para sosegar su agitación.
—Pasé de noche primito y no quise molestar —se justificó Nilo.
—Bueno primo será en la próxima. Al grano, hoy hemos venido para prevenirle a Milciades acerca de la novedá de la leva, dicen que hoy día, cachacos y tombos irán caserío por caserío capturando jóvenes movilizables —dijo Saúl, cambiando el tema de la conversación.
Nilo comprendió, entonces, porqué su hermano Milciades, en vez de recibir a los visitantes, desapareció. «Sabía de la leva y fugó buscando algún escondite, igual están éstos fulanos», pensó; y su estado de ánimo varió un tanto, dándole flote a su ego, para a continuación, hablar más:
— ¡Ah... por eso han venido maricones de mierda, corriendo como gallinas! ¡Carajo!, ¿acaso el ejército les va comer? Yo he regresado como me ven sano y salvo, luego de servir dos años en la compañía de morteristas en el cuartel de Tumbes —expuso, mostrando cierta presunción castrense.
—Un momentito primo Nilo, a mí no me metas en saco de cobardes, menos de maricones —respondió Saúl, enfático y envalentonado—. Para tu conocimiento, ese Calconga está ahorita como un cementerio, todos se han escondido, pero yo he salido a pasearme por la plaza de armas. Y no he venido aquí por miedo a la leva, ni al ejército, ni al servicio militar, ni a la guerra, ni a la muerte; solo, repito, a prevenirle a Milciades, porque conozco de qué pie cojean mis familiares. Y tú primo, mejor no sigas con esos aires; sí has ido al ejército no es porque quisiste, sino porque te levaron.
—Parece que Milciades sabía de la leva, pero no me comentó nada. Cuando llamaste, salió supuestamente a recibirles, pero veo que ese maricón se ha fugado a esconderse de miedo —apuntó Nilo, bajando el tono de su voz y mostrándose conciliador.
En efecto, Milciades supuso que Saúl llegaba guiando a los policías y cachacos levadores. «El ´loco Saúl´ es amiguero, entrador y tan bromista que tiene reacciones impredecibles. Es el colmo… y de él se puede esperar cualquier cosa», pensó. Por esto, tan pronto oyó su llamado, salió pretextando recibirlo, pero prefirió subir raudo hacia el terrado de la casa, por una «escalera de gato» armada con alisos rollizos. Luego, sin que Nilo se diera cuenta, jaló la escalera junto a él. Acuclillado bajo el tejado, y conteniendo su respiración, permanecía allí escuchando la conversación de sus primos y hermano.
—Yo no me corro de nada primo, ya sabes. A propósito, cuéntame: ¿cómo es la vida en el ejército?, ¿qué se aprende? y ¿qué se gana durante el servicio? Si me convences me voy a servir a la patria, porque ya me está cansando la vagancia —preguntó y aseveró Saúl.
—A ti, el servicio militar te enderezaría un poco, jajaja —rió Nilo—. Se aprende la disciplina, responsabilidad, el deber, etc. Además, te dan: rancho, cuadras para dormir y propinas cada mes. Yo he traído mi platita, compraré al menos un par de terneritas para empezar hacer patria aquí en nuestra tierra. Y, no he traído más cosas que mi uniforme completo, nuevo y con galones incluidos. Puedo enseñarles para que vean que llegué al grado de sargento primero, no piensen que me alabo —dijo con cierto orgullo.
—Habla bonito primo, yo soy un hombre derecho; y si hay gente que no me pasa, es por decirles sus verdades en su cara, no soy cobarde ni hablatrás. Será por eso que nunca quise ser militar ni tombo; pero, a propósito, muéstranos ese uniforme que has traído, siquiera para conocerlo —dijo Saúl, entre bromista y curioso.
Nilo, lento y silencioso, fue al dormitorio contiguo a la sala y salió con una bolsa grande y abultada. «Aquí está, ábranlo y lo verán», dijo mirando a los dos visitantes. Saúl corrió el cierre, abrió la bolsa y, una a una, sacó las prendas militares: Pantalón, camisa y gorro color caqui y dos polos color negro; y finalmente, las botas negras con caña alta, bien lustradas, punta de acero, y botones también de acero.
— ¿Cuánto quieres por este uniforme? ¡Habla primo, te lo compro! —dijo Saúl, mostrándose interesado y en ademán de sacar su billetera.
—No está en venta primo, prefiero conservarlo como recuerdo de esa etapa militar de mi vida —respondió Nilo.
—Comprendo, no exigiré hacer negocio. Sí te pido que, por hoy día, me lo prestes para lucirlo —dijo Saúl, sereno.
— ¡Ayayay!, por eso pue te dicen loco —respondió Nilo—. Póntelo nomás, después me devuelves; eso sí, lavadito y planchadito.
Saúl se sentó de nuevo en la banca de madera y empezó a desnudarse hasta quedar en prendas menores. Luego se puso el pantalón militar, uno de los polos negros, la camisa y calzó las botas. Nilo le ayudo amarrando los pasadores, hasta que quedó disfrazado de soldado del ejército peruano; así, poniéndose el gorro, invitó a Júber a regresar a Calconga, y éste, timorato, se quiso resistir.
— ¿Qué? ¡Carajo, promesas son promesas! Regresas conmigo o eres un maricón de los que mencionó el primo Nilo. Mira «peje», si voy solo y me capturaran, no creas que te vas a salvar; nada. Yo mismo te tiraría dedo, daría tus datos, ubicación y te entregaría a la leva. Ya me conoces, así que mejor escúchame, luego marchas conmigo: llegando a Calconga, te adelantas, vas de frente a la plaza de armas y te paras al costado del puesto de salud —ordenó Saúl—. Yo iré hacia la izquierda, por el camino a Sumbat, luego voltearé a la derecha y bajaré. Cuando me veas ingresar a la misma plaza por la otra calle; te haces el distraído, mejor dicho el cojudo, hasta que yo esté a media cuadra de tu lado. Luego haces como que te sorprendes al verme y corres, con dirección a Cruzconga, por el centro de la plaza; yo te voy a decir ¡alto!, correré tras tuyo hasta alcanzarte y hacemos como que «te capturo, te amarro las manos, y te llevo preso». ¿Entendido?
— ¡Entendido primito —dijo un Júber, ya sumiso ante un amenazante Saúl.
Saúl, según su plan, bajaba lento hacia la plaza de armas. Nadie lo reconocía porque él se cubría el rostro bajando la visera del gorro militar. Hasta que tres madres de familia lo vieron, y una de ellas soltó el grito de alarma: ¡cholos... la leva! El rumor se difundió a través de los corrales posteriores de las casas; la mayoría, en vez de paredes de colindancia, solo tenían cercos de alambre de púas. Seis mocetones movilizables salieron disparados de sus escondites: uno quedó atrapado, al cruzar un ambiente oscuro de su casa, en una maraña de riendas y reatas que colgaban, en un garabato, desde el cielo raso. « ¡Me echaron lazoooo…, Ayúdenme a soltarme!», gritaba. Mientras, otros tres corrieron despavoridos por el camino hacia Tallambo; y los dos restantes, rodaron hacia la quebrada de la parte baja del pueblo.
Algunos reportes de la enfermera responsable del puesto de salud, expresaban para ese día: un lesionado por torcedura de tobillo derecho; otro con traumatismo en el cuello tras forzar la salida de su cabeza de entre las barras verticales del protector metálico de la ventana, al que pretendió traspasar para esconderse; y otro con los músculos gemelos de la pierna derecha rasgados por alambre de púas, debido a un zambullido mal calculado por debajo de la alambrada. Eso y más, sucedía mientras el falso militar y su cómplice, fingían la captura y traslado del primero de los movilizables.
El uniformado y su «primera víctima» con manos atadas hacia atrás, enrumbaron con dirección a Cruzconga. Al paso por la calle de entrada al pueblo y acceso a su plaza de armas, quienes entreabrieron su puerta reconocieron a Júber, pero no a Saúl. Éste caminaba con la cabeza entre girada y gacha, haciendo esfuerzos sobrehumanos para no reírse, hablándole con voz militar al «capturado» y conminándolo a ir más rápido.
Cuando ambos cómplices salieron del pueblo y divisaron a plenitud el valle del río Tincat, viraron por el camino de herradura hacia el caserío La Quinuilla. Ya sin visibilidad a cualquier casa de Calconga, Saúl desató las manos de Júber para abrazarse y carcajearse del éxito de su palomillada. Reían e imaginaban el alboroto que debía haber en el pueblo a esa hora.
Luego
de reponerse del ataque de risa, decidieron continuar con la broma. Eligieron a
Noé, uno de los hermanos mayores de Saúl, como próxima víctima para asustarlo.
A esa hora, Noé daba pasto a las vacas lecheras, apartándolas de sus becerros
para el ordeño del día siguiente, en uno de los potreros ubicados a orillas del
serpenteante Tincat y cerca de su «tragadero».
—Te vas por el camino directo hacia la entrada a La Quinuilla, y de allí ubicas y llamas al Noé para avisarle que «la leva ya viene por él». Yo bajaré directo a la curva del hueco «El Chanche», luego iré por la carretera hasta verte cerca a la conga «el sumidero». Cuando me veas, estiras tu brazo derecho hacia adelante, así entenderé que Noé ya está avisado.
—Entendido, eso haré primo —obedeció Júber, sin chistar.
En efecto, el uniformado bajó cruzando potreros alambrados y pastizales hasta la carretera que conduce hacia el caserío La Quinuilla. Avanzó por esta hasta alcanzar visibilidad hacia el «tragadero» del Tincat y la conga «el sumidero», a la vez. A la distancia vio a Júber y éste extendió su brazo derecho, dando el «santo y seña» convenido. Saúl aceleró el paso hasta una pequeña curva de la carretera que se abre más hacia la izquierda, la misma que le permitió ver la ubicación de Noé de modo panorámico; y éste también lo vio a él, de abajo hacia arriba. La relativa tranquilidad de Noé desapareció, se inquietó como venado descubierto y se sobresaltó como si hubiera visto al mismo demonio de cazador. De inmediato pensó que sería más seguro fugar la margen izquierda del río, por lo que tenía que saltar hacia la otra orilla. Y él que no tenía condiciones para el salto largo, cayó al agua y la corriente lo arrastró. Nadó aguas abajo, y salió empapado por un lugar adecuado. Se quitó las zapatillas y emprendió veloz carrera, por la pampa, hacia el cerro. Pensó, que remontándolo alcanzaría el camino hacia Sucre y llegaría al bosque de alisos del paraje «las cárceles», poniéndose fuera del alcance de su perseguidor.
En ese instante Saúl se dio cuenta que había un inconveniente, y era la presencia de su madre en la zona; quien estaba ayudando a manejar el ganado. Como Júber avisó a Noé a través de ella, acerca de «la pronta llegada de la leva», estaba también muy atenta esperando la aparición de los levadores. Vio al uniformado, se paró y giró para observar cómo la desesperación ahuyentaba a su hijo Noé. Juntó sus manos y, mirando al cielo, irrumpió en llanto rogando a Dios para que lo ayudara a superar el difícil momento.
—Te vas por el camino directo hacia la entrada a La Quinuilla, y de allí ubicas y llamas al Noé para avisarle que «la leva ya viene por él». Yo bajaré directo a la curva del hueco «El Chanche», luego iré por la carretera hasta verte cerca a la conga «el sumidero». Cuando me veas, estiras tu brazo derecho hacia adelante, así entenderé que Noé ya está avisado.
—Entendido, eso haré primo —obedeció Júber, sin chistar.
En efecto, el uniformado bajó cruzando potreros alambrados y pastizales hasta la carretera que conduce hacia el caserío La Quinuilla. Avanzó por esta hasta alcanzar visibilidad hacia el «tragadero» del Tincat y la conga «el sumidero», a la vez. A la distancia vio a Júber y éste extendió su brazo derecho, dando el «santo y seña» convenido. Saúl aceleró el paso hasta una pequeña curva de la carretera que se abre más hacia la izquierda, la misma que le permitió ver la ubicación de Noé de modo panorámico; y éste también lo vio a él, de abajo hacia arriba. La relativa tranquilidad de Noé desapareció, se inquietó como venado descubierto y se sobresaltó como si hubiera visto al mismo demonio de cazador. De inmediato pensó que sería más seguro fugar la margen izquierda del río, por lo que tenía que saltar hacia la otra orilla. Y él que no tenía condiciones para el salto largo, cayó al agua y la corriente lo arrastró. Nadó aguas abajo, y salió empapado por un lugar adecuado. Se quitó las zapatillas y emprendió veloz carrera, por la pampa, hacia el cerro. Pensó, que remontándolo alcanzaría el camino hacia Sucre y llegaría al bosque de alisos del paraje «las cárceles», poniéndose fuera del alcance de su perseguidor.
En ese instante Saúl se dio cuenta que había un inconveniente, y era la presencia de su madre en la zona; quien estaba ayudando a manejar el ganado. Como Júber avisó a Noé a través de ella, acerca de «la pronta llegada de la leva», estaba también muy atenta esperando la aparición de los levadores. Vio al uniformado, se paró y giró para observar cómo la desesperación ahuyentaba a su hijo Noé. Juntó sus manos y, mirando al cielo, irrumpió en llanto rogando a Dios para que lo ayudara a superar el difícil momento.
En
ese trance, doña Petronila, recordó que años atrás había pasado serios
sufrimientos para impedir que enrolaran al ejército a sus dos hijos mayores.
Ella había enviudado y quedó con la responsabilidad de mantener diez vástagos
más dos sobrinos, entonces casi todos pequeños. Sus dos primeros hijos varones
eran su principal soporte en el trabajo de cultivar las chacras y manejar el
ganado, y un día llegó la noticia que al primogénito Filadelfo, lo habían
capturado en la ciudad de Sucre, trasladándolo después a Celendín. Doña
Petronila viajó hacia esta ciudad, capital de la provincia, a lomo de un
caballo bien enjaezado. Pasó un día sin comer haciéndole guardia al capitán
Cabrera, quién era el único que, previo arreglo pecuniario con los padres o
familiares de los levados, podía hacer exoneraciones del servicio militar
obligatorio. En aquella ocasión el referido oficial, con solo saber que doña
Petronila vivía en Calconga, le dijo: «Por el precio de un toro de
cuatro años tu hijo no se va. Hoy es viernes, tienes hasta mañana para ir a
bajar al toro. El domingo lo vendes temprano en la plaza La Feliciana y por la
tarde llevas la platita a mi casa».
Fueron vanas las súplicas de la viuda, quien argumentaba tener solo cuatro
reses y que con su producción escasa mantenía a su numerosa familia. «Nada, vendes un toro o
vendes ese buen caballo que tienes, tú decides»;
sentenció, sin desparpajo, el oficial.
El segundo de sus hijos hombres, se llamaba Marcial y era integrante del equipo de fútbol del pueblo. Lo capturaron al año siguiente, junto a otros en la Loma del Indio, cuando iban a jugar un partido con el equipo del caserío Frailecocha del vecino distrito José Gálvez. Por segunda vez doña Petronila enfrentó la codicia del capitán Cabrera. «Mi estimada ´Petrooo´, de nuevo por aquí, qué gusto. Esta vez seré condescendiente contigo, que el torito solo sea de tres años», dijo de manera inapelable. Como los únicos toros, de tres a más años, conformaban la yunta de labranza para la preparación de las chacras para los sembríos, vendió una de sus pocas vacas lecheras y fue llevándole dos mil soles al inefable capitán Cabrera. «Era un desgraciao ese capitán Cabrera, en tan solo dos años me comió cinco mil soles el hambreao», recordó la viuda.
El segundo de sus hijos hombres, se llamaba Marcial y era integrante del equipo de fútbol del pueblo. Lo capturaron al año siguiente, junto a otros en la Loma del Indio, cuando iban a jugar un partido con el equipo del caserío Frailecocha del vecino distrito José Gálvez. Por segunda vez doña Petronila enfrentó la codicia del capitán Cabrera. «Mi estimada ´Petrooo´, de nuevo por aquí, qué gusto. Esta vez seré condescendiente contigo, que el torito solo sea de tres años», dijo de manera inapelable. Como los únicos toros, de tres a más años, conformaban la yunta de labranza para la preparación de las chacras para los sembríos, vendió una de sus pocas vacas lecheras y fue llevándole dos mil soles al inefable capitán Cabrera. «Era un desgraciao ese capitán Cabrera, en tan solo dos años me comió cinco mil soles el hambreao», recordó la viuda.
Pero el hecho fugaz de
transitar por estos recuerdos, ahora lo envalentonó, decidió rebelarse, y de
inmediato ideó un plan: interponerse y cortarle el camino al uniformado. «Enfrentaré a este desgraciao
y evitaré que capture a mi Noé. No lo llevará ni soltaré más plata a estos cachacos
hambreaos…»,
prometió. Cual fiera que defiende a su cría de un depredador, se armó de valor.
Se enfureció más, al ver a lo lejos, que el uniformado aceleraba sus pasos,
haciendo que volviera a su memoria la imagen del capitán Cabrera. Como en el
pastizal no había piedras ni palos, decidió romper un poste delgado y con todas
sus fuerzas retiró las grapas que le fijaban tres líneas de alambre de púas. Ya
armada con tan buen garrote, miró la ruta que tomaba el uniformado en su
descenso hacia el río y sospechó que se dirigiría hacia el único paso seco que
había entre el terreno pantanoso de la parte baja del fundo. Escondiéndose tras
una loma y zanja divisoria de dos potreros, fue hacia el paso y junto a la
tranquera, dentro de la zanja, de espaldas al contrafuerte de la misma, esperó.
Saúl que conocía el paso avanzó hacia éste para acercarse al río, sin estropear las botas en el suelo pantanoso. Tan pronto cruzó la tranquera hacia el otro potrero, detrás suyo se levantó doña Petronila como una sombra veloz y le asestó un soberbio garrotazo en la cabeza, tirándolo de bruces. La sangre salpicó al instante manchando la camisa caqui, y cuando el garrote estaba de nuevo en su máxima altura para caer por segunda vez sobre el cuerpo del uniformado; éste, con las manos en la parte posterior de su cabeza, giró y se puso boca arriba balbuceando ¡soy Saúl ma...!, luego todo se le oscureció. Doña Petronila se quedó estática por unos segundos, soltó el garrote sobre su propia cabeza, y se abalanzó desesperada sobre el cuerpo de su hijo. «¡Saulito!, ¡hijo!, ¿por qué me haces esto…?», gritó conmocionada, y sintió como que el mundo se le vino encima. Así, entre gritando y llorando pidió auxilio.
Noé, que iba siempre observando hacia atrás durante su huida, celebró un instante la caída del uniformado; pero al ver que su madre se desesperaba, llamaba con señas y pronunciaba el nombre de Saúl, corrió de regreso con sus pies sangrantes. Aclarada la situación, muy enfadado, levantó del cuello a Júber; le recriminó por haberse prestado a tamaña broma pesada, le mentó la madre, le metió un cabezazo en la frente y lo tiró al suelo herboso. Solo la intervención de su madre evitó que se le fuera encima y lo masacrara. Luego, doña Petronila, Noé y el repuesto Júber, hicieron denodados esfuerzos para trasladar cuesta arriba, hacia la carretera, el cuerpo laxo y delirante de Saúl. Vecinos de la conga «el sumidero», improvisaron una parihuela y ayudaron a transportarlo hasta Calconga. Noé, a solicitud de su madre, se adelantó y llegó a pedir el auxilio de la enfermera responsable del puesto de salud, y constató que el pueblo aún vivía un alboroto sin precedentes, y algunas expresiones lo corroboraban: «¡La leva lo cogió al Júber! ¡Al Júber lo llevaron al ejército! ¡Si al Júber lo han llevao, segurito al Saúl tamién, en la mañana han estao juntos! ¡Ay qué pena!», etc. La conmoción continuó con mayor magnitud, ante la aglomeración de gente frente al puesto de salud, luego de la llegada del herido inconsciente; solo que los comentarios variaron de tono y contenido.
La enfermera dio los primeros auxilios al herido y, ya en su consultorio, comunicó a la familia que se trataba de un accidente serio, que Saúl tenía traumatismo encéfalo craneano grave. «Es un TEC grave», reiteró de manera técnica. «Lo tienen que llevar de emergencia a Celendín, es lo más cerca», agregó.
Un familiar trasladó al herido en su vehículo hasta el hospital de Celendín. El médico Jefe lo estabilizó y dispuso atenciones inmediatas y convenientes. Saúl se recuperó del estado de coma, en el que estuvo por más de setenta y dos horas. Una semana después fue dado de alta con recetas y recomendaciones muy precisas para medicarse y cuidarse, y además para que viajara a Lima a que le sacasen una tomografía y le practicasen una resonancia magnética para observar el estado de su cráneo y cerebro. Los gastos en los análisis, hospitalización, medicina y obtención de placas fueron de consideración, y doña Petronila tuvo que vender dos reses para cubrirlos, hasta lograr la recuperación de su hijo.
Saúl que conocía el paso avanzó hacia éste para acercarse al río, sin estropear las botas en el suelo pantanoso. Tan pronto cruzó la tranquera hacia el otro potrero, detrás suyo se levantó doña Petronila como una sombra veloz y le asestó un soberbio garrotazo en la cabeza, tirándolo de bruces. La sangre salpicó al instante manchando la camisa caqui, y cuando el garrote estaba de nuevo en su máxima altura para caer por segunda vez sobre el cuerpo del uniformado; éste, con las manos en la parte posterior de su cabeza, giró y se puso boca arriba balbuceando ¡soy Saúl ma...!, luego todo se le oscureció. Doña Petronila se quedó estática por unos segundos, soltó el garrote sobre su propia cabeza, y se abalanzó desesperada sobre el cuerpo de su hijo. «¡Saulito!, ¡hijo!, ¿por qué me haces esto…?», gritó conmocionada, y sintió como que el mundo se le vino encima. Así, entre gritando y llorando pidió auxilio.
Noé, que iba siempre observando hacia atrás durante su huida, celebró un instante la caída del uniformado; pero al ver que su madre se desesperaba, llamaba con señas y pronunciaba el nombre de Saúl, corrió de regreso con sus pies sangrantes. Aclarada la situación, muy enfadado, levantó del cuello a Júber; le recriminó por haberse prestado a tamaña broma pesada, le mentó la madre, le metió un cabezazo en la frente y lo tiró al suelo herboso. Solo la intervención de su madre evitó que se le fuera encima y lo masacrara. Luego, doña Petronila, Noé y el repuesto Júber, hicieron denodados esfuerzos para trasladar cuesta arriba, hacia la carretera, el cuerpo laxo y delirante de Saúl. Vecinos de la conga «el sumidero», improvisaron una parihuela y ayudaron a transportarlo hasta Calconga. Noé, a solicitud de su madre, se adelantó y llegó a pedir el auxilio de la enfermera responsable del puesto de salud, y constató que el pueblo aún vivía un alboroto sin precedentes, y algunas expresiones lo corroboraban: «¡La leva lo cogió al Júber! ¡Al Júber lo llevaron al ejército! ¡Si al Júber lo han llevao, segurito al Saúl tamién, en la mañana han estao juntos! ¡Ay qué pena!», etc. La conmoción continuó con mayor magnitud, ante la aglomeración de gente frente al puesto de salud, luego de la llegada del herido inconsciente; solo que los comentarios variaron de tono y contenido.
La enfermera dio los primeros auxilios al herido y, ya en su consultorio, comunicó a la familia que se trataba de un accidente serio, que Saúl tenía traumatismo encéfalo craneano grave. «Es un TEC grave», reiteró de manera técnica. «Lo tienen que llevar de emergencia a Celendín, es lo más cerca», agregó.
Un familiar trasladó al herido en su vehículo hasta el hospital de Celendín. El médico Jefe lo estabilizó y dispuso atenciones inmediatas y convenientes. Saúl se recuperó del estado de coma, en el que estuvo por más de setenta y dos horas. Una semana después fue dado de alta con recetas y recomendaciones muy precisas para medicarse y cuidarse, y además para que viajara a Lima a que le sacasen una tomografía y le practicasen una resonancia magnética para observar el estado de su cráneo y cerebro. Los gastos en los análisis, hospitalización, medicina y obtención de placas fueron de consideración, y doña Petronila tuvo que vender dos reses para cubrirlos, hasta lograr la recuperación de su hijo.
Pasaron los años y, un día
la anciana Petronila, a sus más de ochenta, recordó y reflexionó: «Habida cuenta, fueron cuatro
reses las que vendí por culpa de esa leva maldita; pero el peor de todos, fue
aquel suceso en el que casi mato a mi propio hijo. Aura parece que mi Saulito
estuviera más loquito; pero aun así, es el único que me acompaña y ojalá lo
haga hasta que Dios decida recogerme…».
2 comentarios:
Un poquito largo pero se lee de un tirón. Un gusto ver los paisajes y pueblos andinos a través de la magia de la narrativa, y bien que aun hayan personas capaces de contar tan buenas historias y de hacer tan buenas denuncias como los abusos de la leva de antaño.
Nuestras condolencias a la familia de doña Petronila Díaz, quien falleció casi al culminar el año 2015. Algunos de sus familiares están junto a ella, como personajes, en ésta narración. En especial sus hijos Filadelfo, Marcial, Noé y Saúl (personaje principal)...
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