Por Jorge A. Chávez Silva
Los taurinos somos una especie en extinción. Cada vez nos estamos quedando más solos y sufriendo el embate de los amigos de los animales, que suelen ser los más crueles con las otras personas que no piensan como ellos.
El otro día estaba en mi habitación, dedicado a organizar mis archivos, cuando de pronto irrumpió mi amigo Hugo Merino, diciéndome, medio en serio y medio en broma:
—¡No puedo creer que en un domingo de noviembre, en que la plaza de Acho revienta de aficionados, estés metido en tu cubil!
—Sucede, mi querido amigo —repliqué— que estoy en la inopia y tengo que guardarme mis aficiones para mejores tiempos.
—De ninguna manera, mi querido amigo —retrucó— alístese que vamos a los toros. Allá veremos cómo entramos.
Empujado por la afición que acunó mi niñez, cogí mi boina vasca y la bota de vino y allá nos encaminamos, rumbo a la plaza de toros. Llegar al puente y vernos rodeados de los amigos que nos denostaban de todo fue una sola cosa. Como me vieron con esa vestimenta la emprendieron conmigo:
—¡Oye, español maricón…!
Mi amigo se volvió a ellos y les dijo:
—Amiguitos, si no les gustan los toros, no vengan, pues…
—No les expliques nada y avanza, esta gente es irreductible. Pierdes tu tiempo si intentas una explicación —dije empujando a mi amigo hacia los terrenos de los toros.
Una vez que estuvimos fuera de su alcance, respiramos aliviados e indiqué a mi amigo:
—Vamos a dar la clásica vuelta a la manzana en busca de paisanos.
Por más que escudriñamos entre los grupos de aficionados, no logramos dar con alguno y eso resultaba extraño, dada la cantidad de aficionados celendinos que concurren regularmente a Acho. Entonces me acordé de la Asesina. Vamos a la asesina, allí deben estar los paisanos.
—¿Qué pues es la asesina? —inquirió mi amigo.
—La puerta por la que ingresan los matadores.
Efectivamente, frente a esa pequeña puerta que da al jirón Castañeta, en un bar muy típico, se encontraban varios paisanos que al divisarnos, nos llamaron.
Mi amigo Javier, que es médico de profesión, nos presentó a sus colegas galenos con la indicación de que yo era un caricaturista y pintor.
—¿Caricaturista? A ver que nos saque una a nosotros dijeron los doctores.
Javier, de inmediato hizo traer cartulina y un lápiz y comencé la faena de caricaturizarlos en su afición de toreros, en medio de las risotadas de los presentes. Cuando concluí con el último, dije a guisa de despedida:
—Muchas gracias, amigos, estoy en pos de mi entradita.
—No se preocupe maestro —dijo una de mis víctimas—. Acá tiene una.
Muy felices con nuestras localidades, nos dirigimos a la entrada porque se acercaba la hora de inicio de la corrida.
Una vez adentro, nos ubicamos en un lugar desde podríamos observar es espectáculo con comodidad. Faltaba poco para que salga el primer burel y Hugo se entretenía viendo el ingreso de algunos personajes públicos al ruedo.
—Mira, allí está Alvarez Rodrich…
Luego anunció a Trelles y algunos artistas de la televisión. Su entusiasmo tuvo un clímax cuando hizo su ingreso, cuan larguirucho es, el inefable Pedro Kuczynski.
—¡Mira, Acaba de entrar PPK! —exclamó con el mismo entusiasmo con que seguramente Arquímedes salió desnudo por las calles de Siracusa, anunciando con el estentóreo ¡Eureka! que había descubierto la propiedad de densidad de los cuerpos.
—Mira —le dije un poco contrariado por sus afanes— ¿Has venido a ver toros, o a los figurettis que ingresan sin saber nada de tauromaquia? Si tú me muestras a uno, a uno solo que haya solucionado un solo problema del Perú, yo voy y le rindo pleitesía, pero si tanto quieres verlo a PPK, yo le puedo pagar cinco soles para que se deje mirar tanto cuanto se te venga en gana. Porque ése es su precio.
Amedrentado por mi reacción, mi amigo se sentó dispuesto a ver el paseíllo que en ese momento anunciaba el cornetín.
Mientras los toreros avanzaban en formación hacia el juez a los acordes de “Cielo Andaluz”, nosotros seguimos abundando en la inutilidad y fatuidad de tanto congresista come echado que no hace nada por el pueblo. Un caballero que estaba en el asiento trasero, dijo:
—Tiene razón el maestro. Esos señores son turistas, vienen solo por dejarse ver. Disculpen, amigos ¿son cajamarquinos?
—Así es maestro —contestamos al unísono, haciéndonos cargo de que nuestro dejo celendino nos había delatado- somos celendinos.
—Mucho gusto. Calderón por Santa Cruz…
Y desde entonces empezamos un diálogo fluido sobre el espectáculo que se desarrollaba y sobre la santa tierra, hasta que estremecido por el frío que aun perduraba en Lima, le dije:
—Hace friecito ¿eh? ¡Cómo tuviéramos un fuertecito para paliarlo…!
—No se preocupen, amigos —dijo el paisano extrayendo una botella de entre sus ropas.
Al calor de ese cañazo nos afirmamos en nuestra identidad cajamarquina y en nuestra afición entendiendo que ante el avance de los racionales vegetarianos, estamos condenados a la extinción.
Fuente: Blog El mundo charro
2 comentarios:
O sea que sanguinarios y encima con aguardientosos...!
Ya decía en los primeros párrafos de mi crónica que los "amigos de los animales " suelen ser los más crueles con sus congéneres y la muestra la tenemos en esta crítica que demuestra la avidez de machacar a quien no piensa como ellos.
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