Por Enrique Chávez A.
Cuatro meses con quince días han pasado desde que este inexplicable Síndrome de Guilláin Barré se me cruzó en el camino. Y recién hace más o menos veinte días que – dentro de casa – me movilizo sin usar silla de ruedas. Cuando salgo, debo usarla todavía. Y es que las calles, con sus veredas, sus baches, y la gente que camina presurosa, son en verdad difíciles. Bastaría sólo un roce con algún transeunte para caer, desequilibrado, sin poder evitarlo. ¿Y las pendientes, las calles enhiestas? ¡Oh, por Dios! Si alguna enseñanza me heredará esta polirradicuneuropatia anterior aguda, será comprender el milagro que es poder dar un paso, caminar, asir las cosas, ponerte de pie, comer solo, en fin… Poder hacer todas esas cosas que parecen insignificantes, pero que cuando no pueden hacerse, muestran su verdadero valor. Y pensar que a veces vivimos sin fijarnos en estos detalles. ¿Quién se fija en la fuerza que necesitan los dedos para ponerte las medias, o cortarte las uñas? ¿Quién se pregunta qué musculos actúan cuando uno se rasca la espalda?
Recuerdo que cuando estaba hospitalizado en Lima, la enfermera me trajo el desayuno. Me habían indicado una dieta blanda. Mis primeros alimentos del día consistían en una taza de avena, un pan y un huevo sancochado. Intenté sentarme y no pude, no tenía fuerza en la espalda, ni en los brazos, de modo que le pedí a la enfermera que por favor inclinara mi cama. Ella lo hizo amablemente, y colocó la bandeja con mi desayuno a un costado. ”Tómelo rápido, jóven Chávez, que se enfría”. Yo sonrío e intento levantar la taza de avena. No pude, mis dedos no tenían la fuerza suficiente. Caí en la cuenta de que necesitaba que me ayudaran a tomar mis alimentos. ¡La vida, en verdad, te da sorpresas! De pronto, te ves envuelto en circunstancias que nunca imaginaste, que no pasaron por tu cabeza.
Y allí estaba, en el lugar que menos pude desear para mis días de abril. Y confieso que cuando el médico me dijo que tendría que practicarme un procedimiento llamado Plasmaféresis para detener el avance de la enfermedad, juré que todo estaría bien inmediatamente: ¡se me hace la plasmaféresis y ya! En unos días estoy bien otra vez. En ese instante, ni lo más pesimista de mí, pensaba en la necesidad de un largo proceso de rehabilitación.
Mi vida se ha puesto entre paréntesis. Las actividades cotidianas, las costumbres personales, todo ha cambiado, o por lo menos, se ha suspendido; mientras llega la esperada recuperación. Tenía todo listo para la grabación de ¡mi primer disco! Su título: “Siete amores después…” Qué irónico. Un día antes de comenzar la grabación fui hospitalizado. Al parecer, este proyecto también se ha suspendido.
Ayer, cuando salí de la sala de Fisioterapia del Hospital, sentí algo extraño. Figúrese. Hasta ese momento, había aceptado mi estado de salud con cierto estoicismo. Es decir, es cierto que algo de preocupación y tristeza hubo (al principio) pero luego como que uno acepta la condición en la que se encuentra. ¡Aceptación estoica y resignada de la circunstancia! Era la frase que me repetía a diario. Pero ayer, cuando mi amigo fue a verme al hospital y comenzó a contarme sobre sus actividades, no sé, sentí una especie de desesperación. Como una voz interior: ¡y yo aquí, suspendido!
¡Joder! Desde ese momento, me acompañó un extraño sentimiento. Un no sé qué, hasta parece envidia. Mi primo sale de casa, con su mochila en hombros, cruza la calle, sube la vereda… ¡Y yo aquí, suspendido! Figúrese… Ese sentimiento me martirizaba. Tuvo que llegar la noche, para que pudiera comprender. Y no por mí mismo. Fue una amiga. Fue una conversación, poco duradera, pero trascendente, por lo menos para mí. Mucho de mi vida se ha suspendido, le dije. Su respuesta me ayudó a comprenderlo todo: no importa – me dijo -, es momento de detenerte en la vida y mirar hacia arriba.
Tan simple… Y tan complejo. Pero tenía toda la razón. Mil pensamientos, mil ideas, mil preguntas. Y su respuesta dándome vueltas en la cabeza, iluminándome… Mi vida entre paréntesis comienza a tener sentido, mucho sentido. Y se descubren cosas nuevas, inéditas en mí. Y se lo debo a exáctamente trece palabras: no importa, es momento de detenerte en la vida y mirar hacia arriba.
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