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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

viernes, 12 de agosto de 2011

Historias reales... y de las otras: Casualidad


  Por Rodolfo Salazar (Macaredo)

Dedicado a mi estimado amigo Tobías Montoya Collantes

Cruzo la avenida, en el momento que la luz verde del semáforo  permite el tránsito,  echo andar por la vereda anegada de agua por la llovizna persistente que se derrama por la ciudad. Sacudo mi cabeza por el estremecimiento del frío húmedo, de inmediato meto las manos en el bolsillo de la casaca de cuero para encontrar un poco de calor  y no exponerlo a las finísimas gota de agua que caen del cielo. Mis labios están morados, mis ojos empequeñecidos y mi mentón cuadriculado  por la gelidez del atardecer.

El manto gris del anochecer está llegando a cubrir la  ciudad en temprano atardecer, las luces de los postes  lanzan sus primeros rayos dispuestos a iluminar la oscuridad nocturna.

Tres noches atrás había soñado con una mujer que estaba vestida todo de negro; un pantalón  apretado al cuerpo, un abrigo largo de paño con  un cuello alto en forma de alas de murciélago,  su escote, cubierto con una cafarena del mismo color  y en la cabeza llevaba un gorro de hilo grueso  que la cubría  toda  incluida las orejas, sólo dejando ver de la  frente al mentón. Con estos recuerdos del sueño ingreso a Plaza norte para ver si puedo comprar algo  de ropa para el invierno.

Los escaparates iluminados por las luces de neón dan al ambiente ese brillo luminoso que todo centro comercial de la clase alta tiene, las señoritas  vendedoras, paradas al costado de los mostradores parecen  maniquíes de fibra de vidrio que muestran con elegancia lo mejor que posee cada tienda. Recorro la sección de vituallas; paso a la sección de artefactos mirando con curiosidad los precios de los televisores, computadoras y otros; me encuentro en la sección de calzado, en las vitrinas se muestran  los más lujosos zapatos, pero con los precios muy elevados; finalmente llego a la sección de ropa y de frente me dirijo  a los escaparates de casacas, tomo una de color marrón vicuña de piel de durazno  y en el mismo lugar me pruebo, como todo está perfecto para mi gusto, la tomo y me dirijo a la caja, pago y salgo con destino  a mi domicilio. En el recorrido por los corredores encuentro vitrinas llenas de los más sofisticados celulares con los precios y modelos para todos los bolsillos y gustos.

La llovizna se ha incrementado más y el frío se hace sentir muy intenso. Parado al costado de una vendedora ambulante espero la llegada de la línea 47, por lo visto se está demorando, el tiempo parece que se precipita, ya es demasiado tarde. El paradero como siempre lleno de pasajeros esperando a sus carros para abordarlos. Sigo esperando a la 47 que no llega, el frío está calando en mí, de pronto a unos metros más allá está la figura femenina, la misma que me atormenta, la misma del sueño, sólo que está de espaldas, quedo petrificado, no puede ser, es ella, no hay duda, es ella; también esperando su carro; sin saber cómo desaparece de mi vista. Me cuesta bastante encontrarlo, distinguirlo entre la muchedumbre, el vaivén de la gente me dificulta. De pronto, es la misma cabeza, con el gorrito inconfundible. El lugar se despejó, ella sigue parada, el mismo pantalón apretado al cuerpo, el abrigo largo de paño con  un cuello alto en forma de alas de murciélago,  el escote cubierto con una cafarena del mismo color y en la cabeza lleva el gorro de hilo grueso  que cubre  toda la cabeza, sólo dejando ver de la  frente al mentón.

Nos miramos en silencio, la mujer se ruboriza, levanta el bolso sobre el hombro, mantiene su sonrisa un segundo, está tratando de susurrar alguna palabra, pero no pude. Saca el pañuelo del bolso que está debajo de su brazo y la pone sobre el estornudo. Observo con mucha envidia que está vestida muy bien para la circunstancia. Se acerca más hacia mí y dice – tengo gripe. Pero eso no cuenta. No voy a contagiarle. ¿Usted también está esperando el carro?

– Sí le contesto, la 47 y ¿tú?
– Un Anconero, pero todos pasan repleto.
– ¿Trabajas por aquí?
– No, he venido hacer Shopping.
– ¿Acá a Plaza Norte?  
– No netamente, estaba por Metro, Saga, Totus, Plaza vea y acá. Y ¿Usted?
– Vine a comprar una casaca porque el invierno está muy crudo.
– ¡Qué me va a decir!, vivo cerca a la playa  y allí la humedad es más fuerte.
– ¿En qué lugar vives?
– En el balneario de Ancón y ¿Usted?
– Por la Urbanización Santa Ana que pertenece a Los Olivos.

Enfrascados en esta conversación, llegó la 47 y un Anconero y no lo abordamos y seguimos charlando. De pronto dice:

– Este frío necesita algo.
– ¿Un café o un  trago?
– Un café caliente abriga más.

Como si seríamos viejos amigos caminamos por las húmedas calles buscando un lugar  que sea cálido y acogedor para calentar los cuerpos. Llegamos al “Alisal”  y nos sentamos en una mesa pulcra y limpia.

– A propósito ¿Cómo te llaman?
– Tania y ¿A usted?
– Abel, simplemente Abel.
– ¿Cómo el de la biblia?
– Sí, así es.
– ¿A qué se dedica?
– A leer libros y  a ilustrar a los jóvenes. ¿Tú dónde trabajas o estudias?
– Vendiendo fruslerías  por todas partes, así me gano la vida.
– ¿Pero debe irte muy bien porque te veo con ropa elegante y cara?
– Para eso trabajo, para darme mis gustos.

Y con estos comentarios pedimos el café y seguimos charlando con amena sinceridad. 

En el cafetín nos preguntamos siempre qué tiene que tener la vida para que podamos decir “tiene sentido” y en la misma línea nos preguntamos ¿cuál es el papel de las casualidades en la vida y en su sentido?
Una de las conclusiones a la que llegamos es que la vida está llena de casualidades, las cuales podrían interpretarse como oportunidades de ir ajustando el sendero que se camina a diario, sobre la base de numerosas elecciones conscientes e inconscientes.
Entre los temas que nos ocupan en el cafetín, uno que siempre ha llamado nuestra atención es el final de una relación. Muchas veces, luego de años de cariño, pasión, deseo y armonía, la situación se termina desplomando, y el final lo marca la gota que derrama el vaso.
A continuación Tania dice,  le contaré lo que me pasó y marcó mi vida.
Imagino que tendría once  o doce  años cuando ingresé en el colegio.  No creo que tardara mucho en darme cuenta de que los tiernos días de la infancia en casa de los abuelos habían quedado definitivamente atrás y de algún modo debí de instruirme y que ser estudiante de secundaria  no  iba a ser un camino de rosas.  Bueno, digamos, un camino de baldosas amarillas, para ser más literarios. En aquellos días ocurrieron dos cosas de gran importancia para mí y que quizá me ayuden a explicarles porqué me encuentro hoy así. La primera de ellas, fue encontrarme por primera vez con el espejo en el lugar donde se encuentra un espejo  o sea en el tocador.  En un momento determinado el  espejo te descubre,  mostrando tu propio rostro,  tu propia figura,  que es en realidad el de otra. Ya lo conocerán, sí, él siempre estará presente. Apareció para quedarse y me quiso acompañar como un defecto evidente e insoportable que uno trata de ocultar. Y cuanto más trata de ocultarlo más grande y evidente se vuelve. El defecto fue mi imaginaria obesidad, el espejeo me mostraba: obesa, adiposa, rechoncha, mofletuda; al mirarme me veía como una chancha, llena de grasa e inflado los cachetes. Este motivó que no comiera y día tras día comencé a adelgazar hasta quedarme como un palo seco, sin carnes ni ganas de hacer algo, menos estudiar. Todos mis compañeros se burlaban y me pusieron el sobrenombre de “Palo de Chifa”. Un día con la ayuda de una Psicóloga decidí dar por terminada esta situación y ahora me ve como estoy.
El segundo hecho crucial de aquellos días no fue menos importante que contarle. Llegó por casualidad,  como la primavera, de repente, sin saberlo, y, de hecho, de primeras, me agradó. Me sentía adulta, mayor, como mi mamá, sí, de primeras me gustó la idea.  En el salón había un chico que era distinto a todos, era muy sociable y con él en poco tiempo nos hicimos amigos. Un día él me cuenta que está enamorado de Jimena y yo, para tratar de ayudarlo, se lo cuento a ella, pero me dice que no la quiere. Entonces, mientras todo sucede, me doy cuenta que me gustaba él, pero  sabía que no tenía ninguna oportunidad  porque estaba tan flaca que no me miraría con buenos ojos o mejor dicho con ojos de amor. Al principio pensé que me gustaba como un chico más, pero después me di cuenta que me había enamorado.
Había llovido el día antes al que  escapé a una  casa de playa con el pretexto  de meditar sobre mi primer amor. Los niños jugueteaban por la playa húmeda, también armaban muñequitos de arena. Los árboles se resignaban a la humedad de esa mañana y un pequeño y triste ruiseñor trinaba sus penas a su primer y último invierno. Una flor caía vencida por el frío y unas gotas de lluvia se resbalaban lento sobre la hoja verde de un abedul gigante. Giré a ver hacia la pequeña casita donde debía quedarme y meditar. ¡No puede ser!, mi amado  estaba allí, junto a la casa, llenando de promesas y esperanzas a mi corazón. Se quedó mirándome durante un momento. Luego siguió adelante, se acercó, me tomo las manos, nos miramos y ya no aguanté más, con una vehemencia furibunda me lancé a su cuello, lo besé apasionadamente y mi esencia  se desvaneció en sus brazos. Juan Carlos había correspondido mis besos, junto al gigante árbol de abedul, tomó nuevamente mis manos y las llevó a su pecho, besó mis cálidos labios y miró sin pestañear mis ojos negros que entonces tenían ganas de llorar. No pude refrenar el impulso de pedirle que se quede, de decirle que lo amo y de jurarle que siempre lo querría.
 De repente, salté hacia él, derribándolo sin dificultad. No hacía falta sujetarlo, porque no opuso resistencia. Sabía de sobras que era inútil. Su cuello era cálido, fragante. Sus latidos no se aceleraron, pero parecían más intensos, profundos, infinitos. La promesa de entregarle mi honra casi la hace enloquecer. Juan Carlos cerró los ojos y esbozó una tímida sonrisa. ¿Acaso lo estaba deseando?, temblaba, mis manos lánguidas, de largos dedos cristalinos, sujetaban con ternura la cabellera de Juan Carlos. El azul de sus ojos se tornó más pálido, hasta quedarse  cerrados. Cinco minutos entre la promesa y el goce de su piel. Cinco segundos de calor, de fuego, de miedo, de infinito deseo. Y cada segundo convirtiéndose en mil más y así sucesivamente, hasta que mis entrañas fueron satisfechas a plenitud por el hombre de mis sueños.
Después de varios años de voluptuosa relación, él finalmente se cansó y fijó sus ojos nuevamente en Jimena, que ahora sí la aceptó. Claro, a este punto ya estaba restablecida de mi delgadez, mas su indiferencia me causó gran dolor. Recuerdo que estaba en cuarto grado de secundaria  y por supuesto siempre estaban juntos. El resto de ese año me la pase esquivándolos y fingiendo que no estaba triste. Al siguiente año decidí vengarme de la vida, aceptar las relaciones sexuales con el que se presenta, de esa manera  creía que le estaba dando un escarmiento al hombre que amé y se fue con mi mejor amiga y poco a poco esto se fue haciendo costumbre, me acuesto con el que me da la gana sin  enamorarme.

– ¿Quieres decirme que te prostituyes?

– ¡No!, porque no cobro dinero, lo hago porque quiero, no por prostituirme, para vengarme de ese ser infame que me quitó todo, hasta las ganas de vivir y al que le di lo más preciado que  tiene una mujer, la honra y la ingenuidad de una adolescente.

Entre charla y café sin darnos cuenta se hizo muy tarde, ya tienen que cerrar el establecimiento. Salimos para tomar cada uno nuestros respectivos carros. Llegamos al paradero pero ya no hay la 47 ni un Anconero porque ha pasado sobradamente la media noche. Mi deber de caballero es acompañarla hasta que tome su carro, pero como no llega nos estamos enfriando nuevamente, y de pronto:

– Voy a descansar a un hotel, me dice.
– Sería lo mejor
– ¿Y usted?
– Cómo mi casa está cerca tomaré un taxi y ya está.
– Sí, pero antes acompáñeme a un hotel.

Nuevamente caminamos por las calles húmedas, pero esta vez un poco parcos, parece que las palabras se han terminado y ya no hay temas de que tratar.

Llegamos al hotel “Eros”.

Quiero retirarme y despedirme, pero Tania dice: – acompáñeme hasta instalarme y después se va. Un hotel simboliza la cúspide del deseo, el lugar adecuado para lo prohibido, el alquiler del espacio que permitirá despertar los sentidos entre la oscuridad. El hotel es el punto para que la soledad sea menos peligrosa; es la libertad y al mismo tiempo es la búsqueda de la intensidad. El hotel es como una ciudad; para conocerlo hay que perderse en él, en sus olores, en sus sábanas, en sus secretos que te invitan a las pasiones más lascivas que todo ser humano imagina

Comenzamos a buscar la habitación.  Pasamos  al primer piso y de acá al segundo piso, encontramos una doble puerta de auténtico cedro. En el dintel pintado de blanco y con luces opacas veo un número, el 206. Es curioso, ya estamos en el segundo piso y las puertas de las habitaciones comienzan desde el 200.  La puerta se abre silenciosamente cuando manipulo el picaporte. Dentro no se ve nada. Tanteo la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Me encuentro en una amplia habitación. Hay una cama enorme pegada a la pared con un somier de madera laqueada. A ambos lados deben de estar las mesitas de noche. No puedo verlas porque están cubiertas por tapetes. La ventana tiene las cortinas corridas. Hay un barcito  forrado con manteles y sobre ellos encuentro unas  copas y una botella de vino, además un   libro. Me detengo delante de la ventana. Es curioso como ocurren algunas cosas. Todo alrededor del libro se encuentra bastante  pulcro.  Al contrario, el libro está asqueroso, está lleno de huellas y escritos con autógrafos y manoseado por muchos  lectores casuales. Este libro se llama Estudios genésicos.

 Tomados de las manos, nuestros deseos se encadenaron: Dos lunas y dos soles… Cuatro elementos mágicos penetraron en la habitación.

–  ¿Quiere quedarse, Abel?
–  Sí, por supuesto.
–  Venga…

Lo tomo de su grácil cintura, se llena mi cuerpo de una felicidad que no puedo explicar. Nos sumergimos en un universo oscuro, un universo negro, un universo helado y clandestino y envueltos en la pasión más lujuriosa nos amamos suavemente y sin prisas, descubriéndose en el calor de la piel el perfume de los cuerpos. Se funden nuestras almas. La ternura nos lleva hasta su éxtasis, con una mezcla de pasión y desesperación por ser uno solo, mientras la noche agota su oscuridad natural, bajo la débil luz de una lámpara detrás de las cortinas de gasa en tono crema tornasol. Nos miramos a los ojos, hasta el embeleso, mientras los suspiros se mezclan con el aire fresco en el silencio de la habitación. Ya relajados entre las sábanas revueltas el sueño nos rinde, abrazados como estamos, nos quedamos exhaustos y mudos.
      

Despierto por el alboroto de un grupo de personas que ingresan violentamente a la habitación. Estoy tirado, semidesnudo sobre la alfombra del piso del cuarto y al pie de la piesera de la cama, la batahola hiere mi cerebro, la cabeza me retumba como si sería martillado por el tropel de mil potros salvajes, pero por todo esto, quedo callado y con los ojos cerrados. Escucho decir: –  La  mujer no ha salido, busquémoslo en algún lugar. Una voz femenina lanza un gritito diciendo: – está debajo de la cama, también semidesnuda. La sacan y nos ponen sobre la cama, unos hombres acompañados por señoritas elegantes, nos revisan todo el cuerpo y después de darnos varios giros sobre la cama, vestirnos con nuestras ropas, manifiestan: no tienen nada, no les ha pasado nada, es raro, no se sabe qué pasó, y parece que no han ingerido nada. Nos miramos y una sonrisa se dibuja en nuestros labios al ver los vasos sobre el barcito, del que nadie se ha dado cuenta; pero mi cerebro seguía lastimado, no quería escuchar la más leve melodía, sólo pensando en la casualidad.
                                                                                                                               

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