Dedicado a mi estimado amigo Tobías Montoya Collantes
Cruzo
la avenida, en el momento que la luz verde del semáforo permite el tránsito, echo andar por la vereda anegada de agua por
la llovizna persistente que se derrama por la ciudad. Sacudo mi cabeza por el
estremecimiento del frío húmedo, de inmediato meto las manos en el bolsillo de
la casaca de cuero para encontrar un poco de calor y no exponerlo a las finísimas gota de agua
que caen del cielo. Mis labios están morados, mis ojos empequeñecidos y mi
mentón cuadriculado por la gelidez del
atardecer.
El
manto gris del anochecer está llegando a cubrir la ciudad en temprano atardecer, las luces de
los postes lanzan sus primeros rayos
dispuestos a iluminar la oscuridad nocturna.
Tres
noches atrás había soñado con una mujer que estaba vestida todo de negro; un
pantalón apretado al cuerpo, un abrigo
largo de paño con un cuello alto en
forma de alas de murciélago, su escote, cubierto
con una cafarena del mismo color y en la
cabeza llevaba un gorro de hilo grueso
que la cubría toda incluida las orejas, sólo dejando ver de la frente al mentón. Con estos recuerdos del
sueño ingreso a Plaza norte para ver si puedo comprar algo de ropa para el invierno.
Los
escaparates iluminados por las luces de neón dan al ambiente ese brillo
luminoso que todo centro comercial de la clase alta tiene, las señoritas vendedoras, paradas al costado de los mostradores
parecen maniquíes de fibra de vidrio que
muestran con elegancia lo mejor que posee cada tienda. Recorro la sección de
vituallas; paso a la sección de artefactos mirando con curiosidad los precios
de los televisores, computadoras y otros; me encuentro en la sección de
calzado, en las vitrinas se muestran los
más lujosos zapatos, pero con los precios muy elevados; finalmente llego a la
sección de ropa y de frente me dirijo a
los escaparates de casacas, tomo una de color marrón vicuña de piel de durazno y en el mismo lugar me pruebo, como todo está
perfecto para mi gusto, la tomo y me dirijo a la caja, pago y salgo con
destino a mi domicilio. En el recorrido
por los corredores encuentro vitrinas llenas de los más sofisticados celulares
con los precios y modelos para todos los bolsillos y gustos.
La
llovizna se ha incrementado más y el frío se hace sentir muy intenso. Parado al
costado de una vendedora ambulante espero la llegada de la línea 47, por lo
visto se está demorando, el tiempo parece que se precipita, ya es demasiado
tarde. El paradero como siempre lleno de pasajeros esperando a sus carros para
abordarlos. Sigo esperando a la 47 que no llega, el frío está calando en mí, de
pronto a unos metros más allá está la figura femenina, la misma que me
atormenta, la misma del sueño, sólo que está de espaldas, quedo petrificado, no
puede ser, es ella, no hay duda, es ella; también esperando su carro; sin saber
cómo desaparece de mi vista. Me cuesta bastante encontrarlo, distinguirlo entre
la muchedumbre, el vaivén de la gente me dificulta. De pronto, es la misma
cabeza, con el gorrito inconfundible. El lugar se despejó, ella sigue parada,
el mismo pantalón apretado al cuerpo, el abrigo largo de paño con un cuello alto en forma de alas de
murciélago, el escote cubierto con una
cafarena del mismo color y en la cabeza lleva el gorro de hilo grueso que cubre
toda la cabeza, sólo dejando ver de la
frente al mentón.
Nos
miramos en silencio, la mujer se ruboriza, levanta el bolso sobre el hombro,
mantiene su sonrisa un segundo, está tratando de susurrar alguna palabra, pero
no pude. Saca el pañuelo del bolso que está debajo de su brazo y la pone sobre
el estornudo. Observo con mucha envidia que está vestida muy bien para la
circunstancia. Se acerca más hacia mí y dice – tengo gripe. Pero eso no cuenta.
No voy a contagiarle. ¿Usted también está esperando el carro?
–
Sí le contesto, la 47 y ¿tú?
–
Un Anconero, pero todos pasan repleto.
–
¿Trabajas por aquí?
–
No, he venido hacer Shopping.
–
¿Acá a Plaza Norte?
–
No netamente, estaba por Metro, Saga, Totus, Plaza vea y acá. Y ¿Usted?
–
Vine a comprar una casaca porque el invierno está muy crudo.
–
¡Qué me va a decir!, vivo cerca a la playa
y allí la humedad es más fuerte.
–
¿En qué lugar vives?
–
En el balneario de Ancón y ¿Usted?
–
Por la Urbanización Santa Ana que pertenece a Los Olivos.
Enfrascados
en esta conversación, llegó la 47 y un Anconero y no lo abordamos y seguimos
charlando. De pronto dice:
–
Este frío necesita algo.
–
¿Un café o un trago?
–
Un café caliente abriga más.
Como
si seríamos viejos amigos caminamos por las húmedas calles buscando un
lugar que sea cálido y acogedor para
calentar los cuerpos. Llegamos al “Alisal” y nos sentamos en una mesa pulcra y limpia.
–
A propósito ¿Cómo te llaman?
–
Tania y ¿A usted?
–
Abel, simplemente Abel.
–
¿Cómo el de la biblia?
–
Sí, así es.
–
¿A qué se dedica?
–
A leer libros y a ilustrar a los jóvenes.
¿Tú dónde trabajas o estudias?
–
Vendiendo fruslerías por todas partes,
así me gano la vida.
–
¿Pero debe irte muy bien porque te veo con ropa elegante y cara?
–
Para eso trabajo, para darme mis gustos.
Y
con estos comentarios pedimos el café y seguimos charlando con amena sinceridad.
En el cafetín nos preguntamos siempre qué tiene que tener la
vida para que podamos decir “tiene sentido” y en la misma línea nos preguntamos
¿cuál es el papel de las casualidades en la vida y en su sentido?
Una de las conclusiones a la que llegamos es que la vida está
llena de casualidades, las cuales podrían interpretarse como oportunidades de
ir ajustando el sendero que se camina a diario, sobre la base de numerosas
elecciones conscientes e inconscientes.
Entre los temas que nos ocupan en el cafetín, uno que siempre ha
llamado nuestra atención es el final de una relación. Muchas veces, luego de
años de cariño, pasión, deseo y armonía, la situación se termina desplomando, y
el final lo marca la gota que derrama el vaso.
A continuación Tania dice,
le contaré lo que me pasó y marcó mi vida.
Imagino que tendría once
o doce años cuando ingresé en el
colegio. No creo que tardara mucho en
darme cuenta de que los tiernos días de la infancia en casa de los abuelos
habían quedado definitivamente atrás y de algún modo debí de instruirme y que
ser estudiante de secundaria no iba a ser un camino de rosas. Bueno, digamos, un camino de baldosas
amarillas, para ser más literarios. En aquellos días ocurrieron dos cosas de
gran importancia para mí y que quizá me ayuden a explicarles porqué me
encuentro hoy así. La primera de ellas, fue encontrarme por primera vez con el
espejo en el lugar donde se encuentra un espejo
o sea en el tocador. En un
momento determinado el espejo te
descubre, mostrando tu propio rostro, tu propia figura, que es en realidad el de otra. Ya lo
conocerán, sí, él siempre estará presente. Apareció para quedarse y me quiso
acompañar como un defecto evidente e insoportable que uno trata de ocultar. Y
cuanto más trata de ocultarlo más grande y evidente se vuelve. El defecto fue
mi imaginaria obesidad, el espejeo me mostraba: obesa, adiposa, rechoncha, mofletuda;
al mirarme me veía como una chancha, llena de grasa e inflado los cachetes.
Este motivó que no comiera y día tras día comencé a adelgazar hasta quedarme
como un palo seco, sin carnes ni ganas de hacer algo, menos estudiar. Todos mis
compañeros se burlaban y me pusieron el sobrenombre de “Palo de Chifa”. Un día
con la ayuda de una Psicóloga decidí dar por terminada esta situación y ahora
me ve como estoy.
El segundo hecho crucial de aquellos días no fue menos
importante que contarle. Llegó por casualidad, como la primavera, de repente, sin saberlo, y,
de hecho, de primeras, me agradó. Me sentía adulta, mayor, como mi mamá, sí, de
primeras me gustó la idea. En el salón había un chico que era distinto a
todos, era muy sociable y con él en poco tiempo nos hicimos amigos. Un día él me
cuenta que está enamorado de Jimena y yo, para tratar de ayudarlo, se lo cuento
a ella, pero me dice que no la quiere. Entonces, mientras todo sucede, me doy cuenta
que me gustaba él, pero sabía que no
tenía ninguna oportunidad porque estaba
tan flaca que no me miraría con buenos ojos o mejor dicho con ojos de amor. Al
principio pensé que me gustaba como un chico más, pero después me di cuenta que
me había enamorado.
Había llovido el día antes al que escapé a una casa de playa con el pretexto de meditar sobre mi primer amor. Los niños
jugueteaban por la playa húmeda, también armaban muñequitos de arena. Los
árboles se resignaban a la humedad de esa mañana y un pequeño y triste ruiseñor
trinaba sus penas a su primer y último invierno. Una flor caía vencida por el
frío y unas gotas de lluvia se resbalaban lento sobre la hoja verde de un
abedul gigante. Giré a ver hacia la pequeña casita donde debía quedarme y
meditar. ¡No puede ser!, mi amado estaba
allí, junto a la casa, llenando de promesas y esperanzas a mi corazón. Se quedó
mirándome durante un momento. Luego siguió adelante, se acercó, me tomo las
manos, nos miramos y ya no aguanté más, con una vehemencia furibunda me lancé a
su cuello, lo besé apasionadamente y mi esencia
se desvaneció en sus brazos. Juan Carlos había
correspondido mis besos, junto al gigante árbol de abedul, tomó nuevamente mis
manos y las llevó a su pecho, besó mis cálidos labios y miró sin pestañear mis
ojos negros que entonces tenían ganas de llorar. No pude refrenar el impulso de
pedirle que se quede, de decirle que lo amo y de jurarle que siempre lo
querría.
De
repente, salté hacia él, derribándolo sin dificultad. No hacía falta sujetarlo,
porque no opuso resistencia. Sabía de sobras que era inútil. Su cuello era
cálido, fragante. Sus latidos no se aceleraron, pero parecían más intensos,
profundos, infinitos. La promesa de entregarle mi honra casi la hace
enloquecer. Juan Carlos cerró los ojos y esbozó una tímida sonrisa. ¿Acaso lo
estaba deseando?, temblaba, mis manos lánguidas, de largos dedos cristalinos,
sujetaban con ternura la cabellera de Juan Carlos. El azul de sus ojos se tornó
más pálido, hasta quedarse cerrados.
Cinco minutos entre la promesa y el goce de su piel. Cinco segundos de calor,
de fuego, de miedo, de infinito deseo. Y cada segundo convirtiéndose en mil más
y así sucesivamente, hasta que mis entrañas fueron satisfechas a plenitud por
el hombre de mis sueños.
Después de varios años de voluptuosa
relación, él finalmente se cansó y fijó sus ojos nuevamente en Jimena, que
ahora sí la aceptó. Claro, a este punto ya estaba restablecida de mi delgadez,
mas su indiferencia me causó gran dolor. Recuerdo que estaba en cuarto grado de
secundaria y por supuesto siempre
estaban juntos. El resto de ese año me la pase esquivándolos y fingiendo que no
estaba triste. Al siguiente año decidí vengarme de la vida, aceptar las
relaciones sexuales con el que se presenta, de esa manera creía que le estaba dando un escarmiento al
hombre que amé y se fue con mi mejor amiga y poco a poco esto se fue haciendo
costumbre, me acuesto con el que me da la gana sin enamorarme.
– ¿Quieres decirme que te prostituyes?
– ¡No!, porque no cobro dinero, lo
hago porque quiero, no por prostituirme, para vengarme de ese ser infame que me
quitó todo, hasta las ganas de vivir y al que le di lo más preciado que tiene una mujer, la honra y la ingenuidad de
una adolescente.
Entre
charla y café sin darnos cuenta se hizo muy tarde, ya tienen que cerrar el
establecimiento. Salimos para tomar cada uno nuestros respectivos carros.
Llegamos al paradero pero ya no hay la 47 ni un Anconero porque ha pasado
sobradamente la media noche. Mi deber de caballero es acompañarla hasta que
tome su carro, pero como no llega nos estamos enfriando nuevamente, y de
pronto:
– Voy a
descansar a un hotel, me dice.
– Sería
lo mejor
– ¿Y
usted?
– Cómo mi
casa está cerca tomaré un taxi y ya está.
– Sí,
pero antes acompáñeme a un hotel.
Nuevamente
caminamos por las calles húmedas, pero esta vez un poco parcos, parece que las
palabras se han terminado y ya no hay temas de que tratar.
Llegamos
al hotel “Eros”.
Quiero
retirarme y despedirme, pero Tania dice: – acompáñeme hasta instalarme y
después se va. Un hotel simboliza la cúspide del deseo, el lugar adecuado para lo
prohibido, el alquiler del espacio que permitirá despertar los sentidos entre
la oscuridad. El hotel es el punto para que la soledad sea menos peligrosa; es
la libertad y al mismo tiempo es la búsqueda de la intensidad. El hotel es como
una ciudad; para conocerlo hay que perderse en él, en sus olores, en sus
sábanas, en sus secretos que te invitan a las pasiones más lascivas que todo
ser humano imagina
Comenzamos a buscar la habitación. Pasamos al primer piso y de acá al segundo piso, encontramos
una doble puerta de auténtico cedro. En el dintel pintado de blanco y con luces
opacas veo un número, el 206. Es curioso, ya estamos en el segundo piso y las
puertas de las habitaciones comienzan desde el 200. La puerta se
abre silenciosamente cuando manipulo el picaporte. Dentro no se ve nada. Tanteo
la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Me encuentro en una amplia
habitación. Hay una cama enorme pegada a la pared con un somier de madera
laqueada. A ambos lados deben de estar las mesitas de noche. No puedo verlas porque
están cubiertas por tapetes. La ventana
tiene las cortinas corridas. Hay un barcito
forrado con manteles y sobre ellos encuentro unas copas y una botella de vino, además un libro.
Me detengo delante de la ventana. Es curioso como
ocurren algunas cosas. Todo alrededor del libro se encuentra bastante pulcro.
Al contrario, el libro está asqueroso, está lleno de huellas y escritos
con autógrafos y manoseado por muchos lectores casuales. Este libro se llama Estudios genésicos.
Tomados de las manos, nuestros deseos se encadenaron: Dos lunas y dos
soles… Cuatro elementos mágicos penetraron en la habitación.
– ¿Quiere quedarse, Abel?
– Sí, por supuesto.
– Venga…
Lo tomo de su
grácil cintura, se llena mi cuerpo de una felicidad que no puedo explicar. Nos sumergimos en un universo oscuro, un universo
negro, un universo helado y clandestino y envueltos en la pasión más lujuriosa
nos amamos suavemente y sin prisas,
descubriéndose en el calor de la piel el perfume de los cuerpos. Se
funden nuestras almas. La ternura nos lleva hasta su éxtasis, con una mezcla de
pasión y desesperación por ser uno solo, mientras la noche agota su oscuridad natural,
bajo la débil luz de una lámpara detrás de las cortinas de gasa en tono crema
tornasol. Nos miramos a los ojos, hasta el embeleso, mientras los suspiros se
mezclan con el aire fresco en el silencio de la habitación. Ya relajados entre
las sábanas revueltas el sueño nos rinde, abrazados como estamos, nos quedamos exhaustos y mudos.
Despierto por el alboroto de un grupo de personas que
ingresan violentamente a la habitación. Estoy tirado, semidesnudo sobre la
alfombra del piso del cuarto y al pie de la piesera de la cama, la batahola
hiere mi cerebro, la cabeza me retumba como si sería martillado por el tropel
de mil potros salvajes, pero por todo esto, quedo callado y con los ojos
cerrados. Escucho decir: – La mujer no ha salido, busquémoslo en algún
lugar. Una voz femenina lanza un gritito diciendo: – está debajo de la cama,
también semidesnuda. La sacan y nos ponen sobre la cama, unos hombres acompañados por señoritas
elegantes, nos revisan todo el cuerpo y después de darnos varios giros sobre la
cama, vestirnos con nuestras ropas, manifiestan: no tienen nada, no les ha
pasado nada, es raro, no se sabe qué pasó, y parece que no han ingerido nada. Nos
miramos y una sonrisa se dibuja en nuestros labios al ver los vasos sobre el
barcito, del que nadie se ha dado cuenta; pero mi cerebro seguía lastimado, no
quería escuchar la más leve melodía, sólo pensando en la casualidad.