(CUENTO)
Autor:
Elder Cortéz Oq’as
Rafael, vivía en Calconga, uno de los caseríos del distrito andino conocido como El Huauco. Era un campesino viudo, sin hijos; pero con casi una veintena de sobrinos, descendencia de sus cinco hermanos, que vivían en el mismo pueblo. Ser hombre madrugador, trabajador y ahorrador, le había permitido comprarse, en diferentes altitudes del distrito, varias parcelas. Cada terreno, apto para algún tipo de cultivo; así, Rafael era un agricultor que “sembraba y cosechaba de todo”, según la temporada. Los rastrojos y eriazos de sus parcelas, le permitían contar con buen pasto, el necesario para criar más de veinte cabezas de ganado. Sus terrenos, ganado y cosechas; le otorgaban condiciones económicas, mejores que las del promedio de sus vecinos. Era un hombre respetado, y hasta envidiado, en su comunidad.
Rafael aperaba hasta tres acémilas, los días sábados, para ir temprano a “la plaza”, como popularmente se conocía a la feria semanal. En El Huauco, ciudad capital del distrito, que albergaba a tal feria o mercado, vendía los productos de sus cosechas, visitaba a sus amistades, compraba cosas y productos para su casa; así como, golosinas para sus dos sobrinos engreídos: Artemio y Octavio. Ellos le eran muy serviciales cuando se ausentaba o trabajaba: Llevaban a su ganado a pastar en los potreros, al medio día arriaban la manada hacia el abrevadero; y por la tarde lo regresaban al dormidero.
Entre los demás sobrinos de Rafael; estaban: José, Jeremías y Javier, sendos hijos de tres de sus hermanos. Ellos se sentían ignorados, marginados y discriminados por su tío, por el “tío Rafa”, como familiarmente lo llamaban. Mucho más, cuando los días lunes llegaban a la escuela y allí tenían que soportar las burlas de sus primos Artemio y Octavio, quiénes les sacaban cachita, comiéndose las golosinas que les compraba el mismo tío. Un día, los discriminados acordaron hablar con su tío, para pedirle que a ellos también les diera la oportunidad de ayudarle a cuidar sus animales; a cambio de traerles golosinas. Rafael que tenía, ciertos roces con sus hermanos, padres de los niños que le ofrecieron ayuda, se incomodó y los rechazó diciéndoles: “Cuando trabajo o me ausento, solo confío el cuidao de mis animales, a mi Octavio y a mi Artemio”. Luego agregó, gritándoles: “Ustedes son unos malcriaos, hambreaos e interesaos. Quieren cobrarme por simples mandaos. ¿Dónde se ha visto?”.
“El trío JJJ”, por las iniciales de sus nombres; era el santo y seña de los tres primos unidos, por el sinsabor der ser sobrinos rechazados. Ellos entraron en rebeldía franca y decidieron vengarse del trato discriminador de su tío. “Todos somos sus sobrinos, pero él solo prefiere a dos. Nos la pagará por ser malo con nosotros”, juraron.
Un sábado, como de costumbre, Rafael se levantó antes de que el alba aclarase a los campos y los pájaros iniciaran su jolgorio madrugador. Se dirigió al potrero en pos de sus tres acémilas: Como “caballo de silla” o “corcel negro”, refería a su potro de color negro, con estampa parecida a la de un caballo de paso. La yegua de carga o “yegua macra (1)”, era para él, una de color blanco, con manchas grises en el cuello; y con sus patas delanteras deformadas como agarraderas de alicate, por un accidente que tuvo rodándose por un desfiladero. El burro leñatero o “As negro”, era un asno mañoso, de color predominantemente negro; que por lo general pasaba sus días alquilado; no para darle ingresos a su dueño, sino para desquitar los daños que hacía en los sembríos de los vecinos. Rafael halló a dos acémilas, menos a la “yegua macra”. “Los malditos abigeos han vuelto y me han robado mi yegua”, pensó. De inmediato emprendió su búsqueda, montado en su “corcel negro”. Decidió ir por todos los caminos que comunican a su pueblo, con otros: Por el camino que va hacia El Huauco, llegó hasta La Quintilla, siguió por Uñigán, avanzó hasta Guañambra y de allí regresó a Calconga. Al día siguiente, por el camino que conduce a La Encañada, llegó hasta Quinuamayo. El tercer día, por el camino que va hacia Oxamarca, llegó hasta Cajén. El cuarto día de búsqueda, por el camino que conduce a San Marcos, llegó hasta Guanico. A cuánto transeúnte encontró por los caminos, durante los cuatro días de búsqueda, Rafael lo abordaba cortésmente y les preguntaba, si por casualidad habían visto a una yegua blanca, con características adicionales, que él mismo daba con lujo de detalles. No obtuvo ninguna respuesta positiva.
Al quinto día, miércoles por la mañana, fatigado por tanto cabalgar, Rafael descansaba en el alar de su casa. Lamentaba no haber podido viajar a El Huauco, el último fin de semana. Recordó a Herminia, una viuda huauqueña, buenamoza, de piel blanca y ojos muy claros. Ella le daba pasto para sus acémilas, y algunas veces le invitaba desayuno o almuerzo; él le correspondía con parte de los productos que llevaba al mercado. “La Herminia pensará que soy un mentecato”, se dijo. Pensó en la atracción que ella le inspiraba y en el regalo que él le había ofrecido llevarle. “El próximo sábado le explicaré el atraso que he tenido, ojalá me comprenda”, se consoló. Lamentaba más, la desaparición de su yegua, y los días de trabajo perdidos en su búsqueda infructuosa. “He perdido a mi yegua y cuatro días de trabajo, sin contar el domingo”, renegó.
La tarde del mismo miércoles, Rafael llevó, a su “corcel negro” para soltarlo en el potrero. Debido al cansancio lo retuvo a pastar cerca a su casa, desde la noche anterior, en la que dio por culminada la búsqueda de su yegua. Regresaba de su fundo, con la soga del potro enrollada sobre su hombro. Se paraba de trecho en trecho, en el camino. Miraba al horizonte y oteaba en los campos comunales y chacras de sus vecinos, por si apareciera por allí su yegua. De pronto, a orillas de un bosque de alisos, colindante con su propiedad, distinguió el movimiento de un animal de color negro. Su curiosidad subió a tope, era raro que un animal esté semioculto allí, a ésa hora. Observó pacientemente, hasta que el animal movió su cola y luego levantó su cabeza. “Parece un caballo o una yegua”, pensó. “Pero, mi vecino no los tiene”, “Quizás sea de otra persona”, seguía pensando. “Quizás los abigeos robaban a otro animal, y al verme lo abandonaron y fugaron”, se dijo, envalentonándose. Decidió cruzar campos y sembríos, e ir hacia la posición del animal. Llegó y lo primero que llamó su atención, fue la soga. Era la que él mismo hizo, de las propias crines de sus acémilas, y que las torció y trenzó, con unas tarabillas de madera que le regaló su abuelo. Desenredó la soga de un tronco y jaló al animal hacia un claro. Rafael se asombró más, cuando comprobó, que el animal era una yegua con sus patas delanteras igual de deformadas, como las de su “yegua macra”. Solitario y confundido, y con la tarde que ya moría, tuvo cierto miedo. Luego, jaló a la yegua con más prisa, observando sus pasos. “Trota como mi yegua, solo que ésta es negra”, pensó. Entonces, examinó al animal minuciosamente: orejas, ojos, cuello, cascos, cola, lomo, etc. Todo era igual, en la forma, a lo de su yegua; pero el negro no era su color. Decide pasar la palma de su mano por el pelambre de la yegua, así comprobaría si era tan mansa, como la suya. La piel del animal, en vez de mostrar su suavidad habitual, se sintió áspera y pegajosa. Instintivamente miró a la palma de su mano, estaba manchada con pintura negra. Era anilina, ése tinte que las mujeres del pueblo, usan para teñir a sus tejidos de lana. Rafael, quedó convencido que encontró a su yegua. Luego, sin saber a quiénes, los maldijo: “¡Desgraciaos! aquellos que han pintao a mi yegua. No tendrán perdón de Dios, por hacerle esto a un ser indefenso. De mí que se burlen cómo quieran, pero no de mi animal”.
El paraje denominado La conga, en la periferia del pueblo, fue el lugar elegido por “El trío JJJ”, para reunirse y evaluar los resultados de su primera acción de venganza en contra del “tío Rafa”. Allí y a la misma hora, ocho de la noche, habrían de reunirse siempre, en lo sucesivo. “Todo nos salió bacán”, dijo José, el mayor de los tres, líder del grupo y autor de la idea de pintar con anilina negra a la “yegua macra”. “El tío Rafa anda, haciendo averiguaciones”, informó Jeremías. “Nadie contará esto a nadie, hasta después que el tío muera algún día”, apuntó Javier, invitándoles a que aprueben sus palabras como un juramento. “! Nadie carajo. A lo macho!”, dijo José. “! A lo macho!”, respondieron los otros, en coro. “Cada uno dará una idea con su respectivo plan, de las siguientes perradas que le haremos al tío. Te toca a ti, Jeremías”, sentenció José. “Denme un tiempito, debo cranear”, contestó éste.
Los sobrinos terribles, convinieron en que para la próxima reunión no había fecha. Se haría cuando el “tío Rafa”, de muestras estar trabajando con su tranquilidad, empeño y distracción de siempre.
Rafael continuó con sus viajes sabatinos a El Huauco. Su yegua de carga, mostró por varias semanas, algunas manchas negras. Bañó varias veces al animal, como detergente para desmanchar, usó frutos de una planta silvestre llamada aylambo; pero en algunas partes de su cuerpo, la pintura se afirmó. Algunos vecinos salían de sus casas, solo para ver pasar a la acémila raramente manchada, luego se metían riéndose. Por las constantes burlas, Rafael se mostraba distante y desconfiado con sus vecinos de Calconga. Paralelamente, tomó interés especial por sus viajes semanales a El Huauco; debido a que sus acercamientos y conversaciones con Herminia, cada vez, eran más interesantes.
__Herminia, ¿Podrías darme posadita para venir los viernes? __le dijo Rafael, en su última visita__. Los caminos, cuando llueve, se ponen feos e intransitables. Los sábados, madrugo mucho para llegar temprano a la plaza. A veces vengo, sin dormir nada.
__ ¡Cate, vos estás loco! __le respondió Herminia, sorprendida__. Acaso no sabes que aquí la gente es muy mal pensada. Hablarían: “Miren, la Herminia ya está de amores con ese jalqueño”.
Con buen reflejo, Rafael, tomó aquellas frases de Herminia, como la gran oportunidad para declararle su amor.
__Mira Hermiñita, vos y yo no vivimos de la gente __le dijo muy sereno__. Vivimos de nuestro trabajo. Además, somos personas adultas y libres. Yo soy un jalqueño, sí, pero de buen corazón. ¿Qué importa que la gente sepa. Tengo las mejores intenciones para convivir contigo”
__No es tan fácil para mí. Hay asuntos que puedo decidirlo sola; pero otros, debo consultarlo con mis hijos __le respondió Herminia__. Aunque ellos están en Lima, deben saberlo.
“Lo tengo. Tengo la idea para la próxima perrada”, le dijo, un día, Jeremías a José. Éste le respondió, al paso: “Entonces, avísale a Javier, el viernes por la noche tendremos reunión”. Al día siguiente, sábado, Jeremías merodeaba por la parte posterior de la casa de Rafael. Allí, bajo la protección de un alero empalmado al tejado principal de la casa, estaban los aperos de labranza: arados, yugos, garrochas; manceras y timones de repuesto. Jeremías, con el pretexto de cazar pájaros, disparaba adrede hacia los saucos, piedras menudas con su honda de jebe. Así, quien lo viera, pensaría que su presencia allí, solo obedecía a esa travesura o deporte de niño. Pero, su misión verdadera, era obtener el espesor del “mate” del yugo. Por la tarde del mismo día, con un palito de shinshil (2), delgado y de tamaño apenas mayor que una pulgada, llegó a La Quinuilla, al taller del carpintero Marciano Marín.
__Por favor ño (3) Marciano, véndame dos clavitos de éste tamaño y sin cabeza __dijo Jeremías, mostrándole al palito delgado y diminuto en la palma de su mano.
__ ¿Y para qué lo quieres? __preguntó el carpintero, curioseando y mirándolo con sus ojos pequeños y achinados.
__Para clavar una repisa __mintió Jeremías, muy sereno__. Un trabajo manual que nos pidió hacer, nuestra profesora.
El carpintero, abrió el cajón de una mesa de su taller, arañó e hizo sonar a los clavos, cogió a dos y los juntó con el palito. Seguidamente, aprisionó a los objetos con una prensa de palanca, separándolos de tal manera que las cabezas de los clavos no chocaran entre sí. De cuatro pasadas, con una sierra de cortar metales, voló la cabeza a los dos clavos.
__Toma. No te cuesta nada, tu padre es mi amigo __dijo el carpintero, palmeándole la espalda __.Ojalá que la profesora te ponga buena nota.
__Dios se lo pague ño Marciano. __dijo Jeremías. Entre contento y avergonzado, bajó la mirada, giró y aceleró sus pasos, retirándose del taller.
Rafael decidió dar las primeras aradas, al terreno eriazo que había designado para sembrar papas guagalinas (4). Una mañana iba, por el camino, arreando a sus bueyes, al “negro” y al “pinto”, como él los llamaba. Iba hacia la estancia conocida como “Los chochos”. Llevaba al yugo inclinado contra su espalda, atado con las coyuntas, como a un gran fusil. Al hombro, llevaba al arado, cogiéndolo de la punta de la mancera con su mano derecha y con el timón largo, inclinado en forma ascendente desde su hombro hacia el vacío. Ya en la chacra, se dispuso a uncir a sus bueyes. Pero el “pinto”, al que acostumbraba uncir al lado derecho, saltaba como un chivo chúcaro, apenas le colocaba el yugo en la cabeza. Luego de varios intentos, Rafael desistió de trabajar aquel día. “Este buey viejísimo se ha vuelto marrajo”, se dijo. Esa misma tarde lo vendió, a un negociante sanmarquino, que estuvo de paso por el pueblo.
Aprovechando la ausencia de Rafael, por su viaje acostumbrado a El Huauco; Jeremías, regresó al lugar donde guardaba sus aperos. Su misión era poner el otro clavo, al otro lado del yugo; justo allí donde hay una concavidad, en la que se acomoda la protuberancia mayor de la cabeza del buey. La punta del clavo, apenas sobresaliente sobre la madera labrada, lo ensució hasta mimetizarlo con un poco de arcilla. Al clavo que había colocado antes, lo hundió convenientemente, mimetizando también a sus dos extremos. Finalmente para un mejor camuflaje, con el mismo material, ensució al yugo por otras partes.
Rafael regresó a su chacra, en el paraje “Los Chochos”, llevando al buey que se había comprado el último fin de semana. El reemplazante del buey “pinto”, era un “mulato”, con menos años y mejor estampa. Lo unció sin problemas al lado derecho. “He hecho una buena compra, éste buey es mansito”, se felicitó. Pero cuando se dispuso a uncir al buey “negro”, al lado izquierdo, éste reaccionó como antes el buey “pinto”. Tras la última de las insistencias, el buey “negro” saltó y corrió asustado, dando vueltas con el yugo semiatado a su cabeza, enredando con las coyuntas al cuerpo de su dueño y arrastrándolo un buen trecho. Rafael quedó mal herido, a consecuencia del accidente y estuvo postrado en cama, durante quince días. “¡Qué desgracia la mía. Quizás ya estaré brujeao”, se lamentaba. “El tiempo pasa y chacra no hay. Sembrar papas postreras, es paque lo acabe la rancha”, reflexionaba. Preocupado, contrató a un peón, al que él mismo decidió orientarlo desde un extremo del eriazo, pese a que aún estaba con el tórax completamente vendado y un brazo horizontalmente colgado de su cuello, con un mantel.
El peón tampoco pudo uncir a los bueyes, el problema era el mismo, ninguno de los bueyes se consentía cargar el lado izquierdo del yugo. Un campesino experimentado, que pasaba por allí, se detuvo al costado del camino, para mirar la escena y luego gritó: “¡Oigan, parece que el yugo le llega al buey! ¡Revisen al yugo! ¡No sean más torpes quel animal”. El peón hizo caso al transeúnte, revisó la parte cóncava del yugo, vio un puntillo brilloso, sacó el machete de la funda colgante de su cintura, y lo despejó. Hizo señas a Rafael, para que se acercara. “Mire usté ño Rafa, al yugo le han puesto clavos, justo aquí. Pero el del lado izquierdo sobresale, esto le llega al buey”, le dijo, raspando y haciendo sonar al clavo con su machete. Rafael, corto de vista, e incrédulo aún, pidió al peón que levantara al yugo para tocar al clavo con su índice derecho. Convencido, volvió a maldecir, ésta vez más iracundo; pero siempre, sin saber a quiénes.
A las pocas semanas, luego de mejorar de su accidente, Rafael, efectivamente sembró las papas en tiempo postrero. Lo bueno es que por esos días conquistó a Herminia. Ella comprendió la vida solitaria de aquel hombre trabajador, llegó a quererlo y lo aceptó por compañero. Ante la posible consulta, seguramente sus hijos, dieron luz verde a la relación. Ellos trabajaban y vivían con sus propias familias en Lima; y a la distancia, les era difícil velar por su madre. Pero Herminia, para aceptar ser conviviente de Rafael, habló claro y puso sus condiciones:
__En primer lugar, __le dijo__ yo no me iré, por nada, a vivir a Calconga. En la jalca no me acostumbro, no aguanto al frío. “Bien decía mi madre. Las huauqueñas, son de decir: añañau (5) papas, pero achichín (6) jalcas”, recordó y dijo para sí, Rafael. Pero el amor por la mujer que tenía enfrente, que lo sentía muy intenso, lo resignó de inmediato.
__No hay problema Hermiñita, si no quieres o no puedes, no irás, te quedarás en tu casa __contestó Rafael, decidido__. Total, yo estoy acostumbrao a trabajar y asistirme solo. Agregó envalentonado, como impresionando a su flamante y simpática pareja.
Rafael, además de trabajador, era hábil e ingenioso en muchos aspectos, era el artesano del pueblo. Diestro para transformar a la madera en aperos de labranza: yugos, arados, palas, mangos de picos y lampas. También hacía utensilios para las casas como: cucharas de palo, molinillos, plateros y bateas. Con el cuero de res, hacía reatas, riendas, coyuntas y balsones. Por alguno de sus trabajos, los vecinos, le pagaban como podían y con lo que tenían. Cierta vez, luego de descubrir a los inconvenientes de trasladar huevos de gallinas, en canastas; ideó una forma muy segura, para que no se rompiesen: Liaba a los huevos, en serie, con manteles o costalillos; luego los ataba uno por uno, con cordeles cortos, para que no escaparan de la envoltura, ni rosaran entre sí. Finalmente, a las hileras de los huevos envueltos, que parecían orugas de cuerpo eslabonado, los amarraba al cuello de las acémilas, uniéndolas por sus extremos. Casi siempre, el “As negro” y la “yegua macra”, llegaban y transitaban semanalmente, por algunas calles empedradas de El Huauco, con su carga y varios collares peculiares, llamando la atención de algunos transeúntes curiosos, y arrancando las sonrisas de otros.
Pasados casi dos años, Javier avisó a sus cómplices, que tenía finalmente planificada, la última gran perrada contra el “tío Rafa”. Tres meses atrás, un día viernes, él mismo, se fue a un recodo del camino que conduce a El Huauco, un lugar con alisos frondosos y abundantes, conocido como “El vaquero”. Escondido tras árboles y arbustos, esperaba el paso de la “yegua macra” y del “As negro”, que siempre iban adelante; mientras Rafael jalando al “corcel negro”, del que se apeaba por lo accidentado del camino, iba un tanto retrasado. En el momento oportuno, Javier salió de su escondite y en un santiamén, apretujó a los “collares” de la yegua y del asno, rompió a todos los huevos que transportaban, y volvió al bosque, a reírse a cachetes sueltos; tanto que, a su paso, Rafael casi detecta su presencia. Javier contó de ésta acción a sus primos José y Jeremías, pero ellos no la convalidaron, alegaron que no les constaba. “Tú no puedes actuar por tu cuenta. El grupo tiene sus reglas”, sentenció José.
El nuevo plan de Javier, tenía que ser aprobado en reunión de “El trío JJJ”. Entonces, debieron ir al paraje La Conga, para la reunión de esa noche.
--- Estamos en mayo. Me enteré que el “tío Rafa”, irá al pueblo, a la fiesta de San Isidro Labrador. ---informó Javier, a oscuras--- La tía Herminia, le encargó que compre un carnero y lo lleve vivo. Para ésa fiesta, siempre vienen sus hijos, los limeños, y con ellos piensan comerse al capón.
__ ¿Y qué planteas? _preguntó con sorna, Jeremías. ¿Qué les madruguemos y lo comamos nosotros?
__No. Recordemos que el tío se va los viernes __dijo Javier__. El jueves por la noche debemos robarle el carnero y esconderlo. Hay un lugar. Lo subiremos al alto, al terrao de la casa abandonada, que ño Arturo tiene en la pampa, cerca del campo de fútbol. Le pondremos harta yerba y agua, paque el carnero deje de balar, siquiera por dos o tres días.
El plan se aprobó con algunos agregados. Se ejecutaría a media noche, a horas en que Rafael dormía profundamente. La preocupación mayor de los sobrinos terribles, era que el perro “Shibilay”, que dormía en el alar de la casa; ladrara y despertara a su amo. Felizmente, “Shibilay” conocía bien a José, y él fue designado para llevarle comida y distraerlo, mientras los otros llevaban al carnero. Todo salió según lo planificado.
Rafael tuvo que, por enésima vez, presentarse ante su amada Herminia, para darle malas noticias. Herminia, que ya lo conocía, sabía por la expresión de su rostro, que algo malo le había pasado. De todos modos, terminó de escuchar las explicaciones de su marido, luego lo miró de pies a cabeza y fuera de sí, le gritó sin parar:
__! Ya me tienes harta con tus sonseras! ¡Esos jalqueños te han agarrao de punto!. Acuérdate, antes que me pretendas, me ofreciste traerme harina de trigo pa mi amasijo; me quedé sin panes porque a tu yegua lo escondieron y lo pintaron. Cuando ya eras mi marido, sembraste papas postreras, por no poder uncir a tus bueyes; debido a la rancha, cosechaste y me trajiste unas papas tan chiquitas, que ni podía agarrarlas para pelarlas; esas shishllas (7) que no sirvieron ni para papa seca, tuve que darles a los chanchos. En otra vez, no llegaron los huevos, porque se hicieron sopa, en el cuello del burro y de la yegua. Y ahora, sin tener vergüenza, vienes a decirme, que te han robado el carnero. ¡Bien sabes, que carne y menudencias los quiero para hoy catorce de mayo, vísperas de la fiesta del patrón San Isidro! ¿Con qué voy a agasajar a mis hijos y visitas que han venido de Lima? ¡Ellos están acostumbraos a comer bien! ¿Qué carne les voy a dar? ¡Esto se acabó! ¡Te me largas! ¡Fuera del alcance de mi vista, so jalqueño llanquetejo (8) y tarjoso (9)! ¡No quiero verte nunca más! ¡Lárgate so potochejo (10)! ¡Contigo pierdo mi tiempo. Vos no me sirves pa nada!
Sin importarle la fiesta, Rafael regresó a su natal Calconga. Allí, efectivamente, pasados tres días, el carnero apareció. Había acabado la yerba y como aburrido, trataba de salir de su escondite. Uno de los hermanos de Rafael, al pasar cerca de la casa abandonada, escuchó los balidos y vio al carnero dejando aparecer su cabeza por la puerta del terrado.
Rafael maldijo, como nunca antes, a quienes estaban haciéndole todas esas acciones, a las que él llamó maldades. Lloró amargamente por el desprecio que le hizo la mujer que tanto amaba, y por la que tanto se sacrificó los últimos años de su vida. Había intentado, hasta en dos oportunidades reconquistarla, pero Herminia se reafirmó en su última decisión. Las siembras y cosechas de sus cultivos, más la crianza de sus animales, fueron ocupaciones que le ayudaron a sobrellevar su soledad, y resignarse por la pérdida de su mujer. No llegó a comprometerse con otra, porque nunca llegó a olvidar a su amada Herminia.
Rafael murió a los ochenta y ocho años. Herminia lo sobrevivió, y murió siete meses después. Los primos, miembros del memorable trío de las jotas, ya adultos y con familia, acudieron muy formales, al velorio de su tío. Se aunaron a las condolencias de la familia, mostrando la congoja, seriedad y compostura de dolientes. Luego de tomar su café, y como había mucha gente en el alar principal de la casa, se alejaron y fueron a chacchar coca, como era costumbre en el pueblo, justo allí donde se guardaban los aperos del ya occiso, “tío Rafa”. Los tres se sentaron, en fila, en el yugo, al que años atrás le pusieron clavos. Pese a lo trágico del momento, no pudieron evitar reírse recordando sus palomilladas, y también a las perradas, que en vida, le hicieron a su tío. Recordaron el susto que se llevaron, cuando desde Ventanillas, lugar a dónde fueron con el pretexto de traer leña; presenciaron de cerro a cerro y nítidamente, el accidente del “tío Rafa”; aquel día, en que fue arrastrado por el buey “negro”. “Aquella vez, se nos pasó la mano. Quizá hubiera bastao con un clavo”, dijo Jeremías. “Mañana, a la hora del entierro, cada uno rezará mentalmente una oración, pidiendo perdón al pobre tío”, dijo José. “Y también, perdonándole nosotros por no invitarnos las golosinas, cuando éramos niños. Así descansará en paz”, apuntó Javier.
Fue José, quien narró ésta historia, a cada uno de sus cuatro hijos, cuando éstos eran pequeños. Así sobrevivió para escribirse y contarse. Era una de las narraciones de fondo, que más concentraba la atención de los niños, antes de que durmieran. Alguna vez, recordó con todos, las bromas crueles y la conducta de los “sobrinos terribles”; José, como buen padre, les aconsejó: “La vida nos enseña muchas cosas buenas y siempre nos da oportunidad para cambiar y ser mejores. Por eso, en nuestra adultez, mis primos y yo, nos arrepentimos de lo que ideamos y le hicimos a nuestro “tío Rafa”. Una broma cruel puede hacer perder mucho, y hasta causar una desgracia. Ustedes, mis queridos hijos, siempre han de ser personas de bien, compartirán aún lo poquito que tuvieran, y nunca serán envidiosos, rencorosos, ni vengativos”.
Glosario:
(1) Macro (a). Chueco. Con extremidades deformadas.
(2) Shinshil. Planta pequeña, cuyo tallo es delgado como un uso.
(3) Ño. Voz de la lengua materna, que en el lugar, reemplaza a la palabra “don”.
(4) Guagalinas. Especie de papa amarilla, “arenosa”, cotizada por su buen sabor.
(5) Añañau. Interjección que denota buen sabor o buen gusto.
(6) Achichín. Interjección que denota temor o miedo.
(7) Shishllas. Dícese de los tubérculos demasiado pequeños.
(8) Llanquetejo. Modo despectivo para referirse a la persona que usa llanques (especie de ojotas).
(9) Tarjoso.- Modo despectivo para referirse a quien acumula cierta suciedad en alguna parte de sus pies.
(10) Potochejo. Modo despectivo para referirse a quien usa un sombrero viejo.
Rafael aperaba hasta tres acémilas, los días sábados, para ir temprano a “la plaza”, como popularmente se conocía a la feria semanal. En El Huauco, ciudad capital del distrito, que albergaba a tal feria o mercado, vendía los productos de sus cosechas, visitaba a sus amistades, compraba cosas y productos para su casa; así como, golosinas para sus dos sobrinos engreídos: Artemio y Octavio. Ellos le eran muy serviciales cuando se ausentaba o trabajaba: Llevaban a su ganado a pastar en los potreros, al medio día arriaban la manada hacia el abrevadero; y por la tarde lo regresaban al dormidero.
Entre los demás sobrinos de Rafael; estaban: José, Jeremías y Javier, sendos hijos de tres de sus hermanos. Ellos se sentían ignorados, marginados y discriminados por su tío, por el “tío Rafa”, como familiarmente lo llamaban. Mucho más, cuando los días lunes llegaban a la escuela y allí tenían que soportar las burlas de sus primos Artemio y Octavio, quiénes les sacaban cachita, comiéndose las golosinas que les compraba el mismo tío. Un día, los discriminados acordaron hablar con su tío, para pedirle que a ellos también les diera la oportunidad de ayudarle a cuidar sus animales; a cambio de traerles golosinas. Rafael que tenía, ciertos roces con sus hermanos, padres de los niños que le ofrecieron ayuda, se incomodó y los rechazó diciéndoles: “Cuando trabajo o me ausento, solo confío el cuidao de mis animales, a mi Octavio y a mi Artemio”. Luego agregó, gritándoles: “Ustedes son unos malcriaos, hambreaos e interesaos. Quieren cobrarme por simples mandaos. ¿Dónde se ha visto?”.
“El trío JJJ”, por las iniciales de sus nombres; era el santo y seña de los tres primos unidos, por el sinsabor der ser sobrinos rechazados. Ellos entraron en rebeldía franca y decidieron vengarse del trato discriminador de su tío. “Todos somos sus sobrinos, pero él solo prefiere a dos. Nos la pagará por ser malo con nosotros”, juraron.
Un sábado, como de costumbre, Rafael se levantó antes de que el alba aclarase a los campos y los pájaros iniciaran su jolgorio madrugador. Se dirigió al potrero en pos de sus tres acémilas: Como “caballo de silla” o “corcel negro”, refería a su potro de color negro, con estampa parecida a la de un caballo de paso. La yegua de carga o “yegua macra (1)”, era para él, una de color blanco, con manchas grises en el cuello; y con sus patas delanteras deformadas como agarraderas de alicate, por un accidente que tuvo rodándose por un desfiladero. El burro leñatero o “As negro”, era un asno mañoso, de color predominantemente negro; que por lo general pasaba sus días alquilado; no para darle ingresos a su dueño, sino para desquitar los daños que hacía en los sembríos de los vecinos. Rafael halló a dos acémilas, menos a la “yegua macra”. “Los malditos abigeos han vuelto y me han robado mi yegua”, pensó. De inmediato emprendió su búsqueda, montado en su “corcel negro”. Decidió ir por todos los caminos que comunican a su pueblo, con otros: Por el camino que va hacia El Huauco, llegó hasta La Quintilla, siguió por Uñigán, avanzó hasta Guañambra y de allí regresó a Calconga. Al día siguiente, por el camino que conduce a La Encañada, llegó hasta Quinuamayo. El tercer día, por el camino que va hacia Oxamarca, llegó hasta Cajén. El cuarto día de búsqueda, por el camino que conduce a San Marcos, llegó hasta Guanico. A cuánto transeúnte encontró por los caminos, durante los cuatro días de búsqueda, Rafael lo abordaba cortésmente y les preguntaba, si por casualidad habían visto a una yegua blanca, con características adicionales, que él mismo daba con lujo de detalles. No obtuvo ninguna respuesta positiva.
Al quinto día, miércoles por la mañana, fatigado por tanto cabalgar, Rafael descansaba en el alar de su casa. Lamentaba no haber podido viajar a El Huauco, el último fin de semana. Recordó a Herminia, una viuda huauqueña, buenamoza, de piel blanca y ojos muy claros. Ella le daba pasto para sus acémilas, y algunas veces le invitaba desayuno o almuerzo; él le correspondía con parte de los productos que llevaba al mercado. “La Herminia pensará que soy un mentecato”, se dijo. Pensó en la atracción que ella le inspiraba y en el regalo que él le había ofrecido llevarle. “El próximo sábado le explicaré el atraso que he tenido, ojalá me comprenda”, se consoló. Lamentaba más, la desaparición de su yegua, y los días de trabajo perdidos en su búsqueda infructuosa. “He perdido a mi yegua y cuatro días de trabajo, sin contar el domingo”, renegó.
La tarde del mismo miércoles, Rafael llevó, a su “corcel negro” para soltarlo en el potrero. Debido al cansancio lo retuvo a pastar cerca a su casa, desde la noche anterior, en la que dio por culminada la búsqueda de su yegua. Regresaba de su fundo, con la soga del potro enrollada sobre su hombro. Se paraba de trecho en trecho, en el camino. Miraba al horizonte y oteaba en los campos comunales y chacras de sus vecinos, por si apareciera por allí su yegua. De pronto, a orillas de un bosque de alisos, colindante con su propiedad, distinguió el movimiento de un animal de color negro. Su curiosidad subió a tope, era raro que un animal esté semioculto allí, a ésa hora. Observó pacientemente, hasta que el animal movió su cola y luego levantó su cabeza. “Parece un caballo o una yegua”, pensó. “Pero, mi vecino no los tiene”, “Quizás sea de otra persona”, seguía pensando. “Quizás los abigeos robaban a otro animal, y al verme lo abandonaron y fugaron”, se dijo, envalentonándose. Decidió cruzar campos y sembríos, e ir hacia la posición del animal. Llegó y lo primero que llamó su atención, fue la soga. Era la que él mismo hizo, de las propias crines de sus acémilas, y que las torció y trenzó, con unas tarabillas de madera que le regaló su abuelo. Desenredó la soga de un tronco y jaló al animal hacia un claro. Rafael se asombró más, cuando comprobó, que el animal era una yegua con sus patas delanteras igual de deformadas, como las de su “yegua macra”. Solitario y confundido, y con la tarde que ya moría, tuvo cierto miedo. Luego, jaló a la yegua con más prisa, observando sus pasos. “Trota como mi yegua, solo que ésta es negra”, pensó. Entonces, examinó al animal minuciosamente: orejas, ojos, cuello, cascos, cola, lomo, etc. Todo era igual, en la forma, a lo de su yegua; pero el negro no era su color. Decide pasar la palma de su mano por el pelambre de la yegua, así comprobaría si era tan mansa, como la suya. La piel del animal, en vez de mostrar su suavidad habitual, se sintió áspera y pegajosa. Instintivamente miró a la palma de su mano, estaba manchada con pintura negra. Era anilina, ése tinte que las mujeres del pueblo, usan para teñir a sus tejidos de lana. Rafael, quedó convencido que encontró a su yegua. Luego, sin saber a quiénes, los maldijo: “¡Desgraciaos! aquellos que han pintao a mi yegua. No tendrán perdón de Dios, por hacerle esto a un ser indefenso. De mí que se burlen cómo quieran, pero no de mi animal”.
El paraje denominado La conga, en la periferia del pueblo, fue el lugar elegido por “El trío JJJ”, para reunirse y evaluar los resultados de su primera acción de venganza en contra del “tío Rafa”. Allí y a la misma hora, ocho de la noche, habrían de reunirse siempre, en lo sucesivo. “Todo nos salió bacán”, dijo José, el mayor de los tres, líder del grupo y autor de la idea de pintar con anilina negra a la “yegua macra”. “El tío Rafa anda, haciendo averiguaciones”, informó Jeremías. “Nadie contará esto a nadie, hasta después que el tío muera algún día”, apuntó Javier, invitándoles a que aprueben sus palabras como un juramento. “! Nadie carajo. A lo macho!”, dijo José. “! A lo macho!”, respondieron los otros, en coro. “Cada uno dará una idea con su respectivo plan, de las siguientes perradas que le haremos al tío. Te toca a ti, Jeremías”, sentenció José. “Denme un tiempito, debo cranear”, contestó éste.
Los sobrinos terribles, convinieron en que para la próxima reunión no había fecha. Se haría cuando el “tío Rafa”, de muestras estar trabajando con su tranquilidad, empeño y distracción de siempre.
Rafael continuó con sus viajes sabatinos a El Huauco. Su yegua de carga, mostró por varias semanas, algunas manchas negras. Bañó varias veces al animal, como detergente para desmanchar, usó frutos de una planta silvestre llamada aylambo; pero en algunas partes de su cuerpo, la pintura se afirmó. Algunos vecinos salían de sus casas, solo para ver pasar a la acémila raramente manchada, luego se metían riéndose. Por las constantes burlas, Rafael se mostraba distante y desconfiado con sus vecinos de Calconga. Paralelamente, tomó interés especial por sus viajes semanales a El Huauco; debido a que sus acercamientos y conversaciones con Herminia, cada vez, eran más interesantes.
__Herminia, ¿Podrías darme posadita para venir los viernes? __le dijo Rafael, en su última visita__. Los caminos, cuando llueve, se ponen feos e intransitables. Los sábados, madrugo mucho para llegar temprano a la plaza. A veces vengo, sin dormir nada.
__ ¡Cate, vos estás loco! __le respondió Herminia, sorprendida__. Acaso no sabes que aquí la gente es muy mal pensada. Hablarían: “Miren, la Herminia ya está de amores con ese jalqueño”.
Con buen reflejo, Rafael, tomó aquellas frases de Herminia, como la gran oportunidad para declararle su amor.
__Mira Hermiñita, vos y yo no vivimos de la gente __le dijo muy sereno__. Vivimos de nuestro trabajo. Además, somos personas adultas y libres. Yo soy un jalqueño, sí, pero de buen corazón. ¿Qué importa que la gente sepa. Tengo las mejores intenciones para convivir contigo”
__No es tan fácil para mí. Hay asuntos que puedo decidirlo sola; pero otros, debo consultarlo con mis hijos __le respondió Herminia__. Aunque ellos están en Lima, deben saberlo.
“Lo tengo. Tengo la idea para la próxima perrada”, le dijo, un día, Jeremías a José. Éste le respondió, al paso: “Entonces, avísale a Javier, el viernes por la noche tendremos reunión”. Al día siguiente, sábado, Jeremías merodeaba por la parte posterior de la casa de Rafael. Allí, bajo la protección de un alero empalmado al tejado principal de la casa, estaban los aperos de labranza: arados, yugos, garrochas; manceras y timones de repuesto. Jeremías, con el pretexto de cazar pájaros, disparaba adrede hacia los saucos, piedras menudas con su honda de jebe. Así, quien lo viera, pensaría que su presencia allí, solo obedecía a esa travesura o deporte de niño. Pero, su misión verdadera, era obtener el espesor del “mate” del yugo. Por la tarde del mismo día, con un palito de shinshil (2), delgado y de tamaño apenas mayor que una pulgada, llegó a La Quinuilla, al taller del carpintero Marciano Marín.
__Por favor ño (3) Marciano, véndame dos clavitos de éste tamaño y sin cabeza __dijo Jeremías, mostrándole al palito delgado y diminuto en la palma de su mano.
__ ¿Y para qué lo quieres? __preguntó el carpintero, curioseando y mirándolo con sus ojos pequeños y achinados.
__Para clavar una repisa __mintió Jeremías, muy sereno__. Un trabajo manual que nos pidió hacer, nuestra profesora.
El carpintero, abrió el cajón de una mesa de su taller, arañó e hizo sonar a los clavos, cogió a dos y los juntó con el palito. Seguidamente, aprisionó a los objetos con una prensa de palanca, separándolos de tal manera que las cabezas de los clavos no chocaran entre sí. De cuatro pasadas, con una sierra de cortar metales, voló la cabeza a los dos clavos.
__Toma. No te cuesta nada, tu padre es mi amigo __dijo el carpintero, palmeándole la espalda __.Ojalá que la profesora te ponga buena nota.
__Dios se lo pague ño Marciano. __dijo Jeremías. Entre contento y avergonzado, bajó la mirada, giró y aceleró sus pasos, retirándose del taller.
Rafael decidió dar las primeras aradas, al terreno eriazo que había designado para sembrar papas guagalinas (4). Una mañana iba, por el camino, arreando a sus bueyes, al “negro” y al “pinto”, como él los llamaba. Iba hacia la estancia conocida como “Los chochos”. Llevaba al yugo inclinado contra su espalda, atado con las coyuntas, como a un gran fusil. Al hombro, llevaba al arado, cogiéndolo de la punta de la mancera con su mano derecha y con el timón largo, inclinado en forma ascendente desde su hombro hacia el vacío. Ya en la chacra, se dispuso a uncir a sus bueyes. Pero el “pinto”, al que acostumbraba uncir al lado derecho, saltaba como un chivo chúcaro, apenas le colocaba el yugo en la cabeza. Luego de varios intentos, Rafael desistió de trabajar aquel día. “Este buey viejísimo se ha vuelto marrajo”, se dijo. Esa misma tarde lo vendió, a un negociante sanmarquino, que estuvo de paso por el pueblo.
Aprovechando la ausencia de Rafael, por su viaje acostumbrado a El Huauco; Jeremías, regresó al lugar donde guardaba sus aperos. Su misión era poner el otro clavo, al otro lado del yugo; justo allí donde hay una concavidad, en la que se acomoda la protuberancia mayor de la cabeza del buey. La punta del clavo, apenas sobresaliente sobre la madera labrada, lo ensució hasta mimetizarlo con un poco de arcilla. Al clavo que había colocado antes, lo hundió convenientemente, mimetizando también a sus dos extremos. Finalmente para un mejor camuflaje, con el mismo material, ensució al yugo por otras partes.
Rafael regresó a su chacra, en el paraje “Los Chochos”, llevando al buey que se había comprado el último fin de semana. El reemplazante del buey “pinto”, era un “mulato”, con menos años y mejor estampa. Lo unció sin problemas al lado derecho. “He hecho una buena compra, éste buey es mansito”, se felicitó. Pero cuando se dispuso a uncir al buey “negro”, al lado izquierdo, éste reaccionó como antes el buey “pinto”. Tras la última de las insistencias, el buey “negro” saltó y corrió asustado, dando vueltas con el yugo semiatado a su cabeza, enredando con las coyuntas al cuerpo de su dueño y arrastrándolo un buen trecho. Rafael quedó mal herido, a consecuencia del accidente y estuvo postrado en cama, durante quince días. “¡Qué desgracia la mía. Quizás ya estaré brujeao”, se lamentaba. “El tiempo pasa y chacra no hay. Sembrar papas postreras, es paque lo acabe la rancha”, reflexionaba. Preocupado, contrató a un peón, al que él mismo decidió orientarlo desde un extremo del eriazo, pese a que aún estaba con el tórax completamente vendado y un brazo horizontalmente colgado de su cuello, con un mantel.
El peón tampoco pudo uncir a los bueyes, el problema era el mismo, ninguno de los bueyes se consentía cargar el lado izquierdo del yugo. Un campesino experimentado, que pasaba por allí, se detuvo al costado del camino, para mirar la escena y luego gritó: “¡Oigan, parece que el yugo le llega al buey! ¡Revisen al yugo! ¡No sean más torpes quel animal”. El peón hizo caso al transeúnte, revisó la parte cóncava del yugo, vio un puntillo brilloso, sacó el machete de la funda colgante de su cintura, y lo despejó. Hizo señas a Rafael, para que se acercara. “Mire usté ño Rafa, al yugo le han puesto clavos, justo aquí. Pero el del lado izquierdo sobresale, esto le llega al buey”, le dijo, raspando y haciendo sonar al clavo con su machete. Rafael, corto de vista, e incrédulo aún, pidió al peón que levantara al yugo para tocar al clavo con su índice derecho. Convencido, volvió a maldecir, ésta vez más iracundo; pero siempre, sin saber a quiénes.
A las pocas semanas, luego de mejorar de su accidente, Rafael, efectivamente sembró las papas en tiempo postrero. Lo bueno es que por esos días conquistó a Herminia. Ella comprendió la vida solitaria de aquel hombre trabajador, llegó a quererlo y lo aceptó por compañero. Ante la posible consulta, seguramente sus hijos, dieron luz verde a la relación. Ellos trabajaban y vivían con sus propias familias en Lima; y a la distancia, les era difícil velar por su madre. Pero Herminia, para aceptar ser conviviente de Rafael, habló claro y puso sus condiciones:
__En primer lugar, __le dijo__ yo no me iré, por nada, a vivir a Calconga. En la jalca no me acostumbro, no aguanto al frío. “Bien decía mi madre. Las huauqueñas, son de decir: añañau (5) papas, pero achichín (6) jalcas”, recordó y dijo para sí, Rafael. Pero el amor por la mujer que tenía enfrente, que lo sentía muy intenso, lo resignó de inmediato.
__No hay problema Hermiñita, si no quieres o no puedes, no irás, te quedarás en tu casa __contestó Rafael, decidido__. Total, yo estoy acostumbrao a trabajar y asistirme solo. Agregó envalentonado, como impresionando a su flamante y simpática pareja.
Rafael, además de trabajador, era hábil e ingenioso en muchos aspectos, era el artesano del pueblo. Diestro para transformar a la madera en aperos de labranza: yugos, arados, palas, mangos de picos y lampas. También hacía utensilios para las casas como: cucharas de palo, molinillos, plateros y bateas. Con el cuero de res, hacía reatas, riendas, coyuntas y balsones. Por alguno de sus trabajos, los vecinos, le pagaban como podían y con lo que tenían. Cierta vez, luego de descubrir a los inconvenientes de trasladar huevos de gallinas, en canastas; ideó una forma muy segura, para que no se rompiesen: Liaba a los huevos, en serie, con manteles o costalillos; luego los ataba uno por uno, con cordeles cortos, para que no escaparan de la envoltura, ni rosaran entre sí. Finalmente, a las hileras de los huevos envueltos, que parecían orugas de cuerpo eslabonado, los amarraba al cuello de las acémilas, uniéndolas por sus extremos. Casi siempre, el “As negro” y la “yegua macra”, llegaban y transitaban semanalmente, por algunas calles empedradas de El Huauco, con su carga y varios collares peculiares, llamando la atención de algunos transeúntes curiosos, y arrancando las sonrisas de otros.
Pasados casi dos años, Javier avisó a sus cómplices, que tenía finalmente planificada, la última gran perrada contra el “tío Rafa”. Tres meses atrás, un día viernes, él mismo, se fue a un recodo del camino que conduce a El Huauco, un lugar con alisos frondosos y abundantes, conocido como “El vaquero”. Escondido tras árboles y arbustos, esperaba el paso de la “yegua macra” y del “As negro”, que siempre iban adelante; mientras Rafael jalando al “corcel negro”, del que se apeaba por lo accidentado del camino, iba un tanto retrasado. En el momento oportuno, Javier salió de su escondite y en un santiamén, apretujó a los “collares” de la yegua y del asno, rompió a todos los huevos que transportaban, y volvió al bosque, a reírse a cachetes sueltos; tanto que, a su paso, Rafael casi detecta su presencia. Javier contó de ésta acción a sus primos José y Jeremías, pero ellos no la convalidaron, alegaron que no les constaba. “Tú no puedes actuar por tu cuenta. El grupo tiene sus reglas”, sentenció José.
El nuevo plan de Javier, tenía que ser aprobado en reunión de “El trío JJJ”. Entonces, debieron ir al paraje La Conga, para la reunión de esa noche.
--- Estamos en mayo. Me enteré que el “tío Rafa”, irá al pueblo, a la fiesta de San Isidro Labrador. ---informó Javier, a oscuras--- La tía Herminia, le encargó que compre un carnero y lo lleve vivo. Para ésa fiesta, siempre vienen sus hijos, los limeños, y con ellos piensan comerse al capón.
__ ¿Y qué planteas? _preguntó con sorna, Jeremías. ¿Qué les madruguemos y lo comamos nosotros?
__No. Recordemos que el tío se va los viernes __dijo Javier__. El jueves por la noche debemos robarle el carnero y esconderlo. Hay un lugar. Lo subiremos al alto, al terrao de la casa abandonada, que ño Arturo tiene en la pampa, cerca del campo de fútbol. Le pondremos harta yerba y agua, paque el carnero deje de balar, siquiera por dos o tres días.
El plan se aprobó con algunos agregados. Se ejecutaría a media noche, a horas en que Rafael dormía profundamente. La preocupación mayor de los sobrinos terribles, era que el perro “Shibilay”, que dormía en el alar de la casa; ladrara y despertara a su amo. Felizmente, “Shibilay” conocía bien a José, y él fue designado para llevarle comida y distraerlo, mientras los otros llevaban al carnero. Todo salió según lo planificado.
Rafael tuvo que, por enésima vez, presentarse ante su amada Herminia, para darle malas noticias. Herminia, que ya lo conocía, sabía por la expresión de su rostro, que algo malo le había pasado. De todos modos, terminó de escuchar las explicaciones de su marido, luego lo miró de pies a cabeza y fuera de sí, le gritó sin parar:
__! Ya me tienes harta con tus sonseras! ¡Esos jalqueños te han agarrao de punto!. Acuérdate, antes que me pretendas, me ofreciste traerme harina de trigo pa mi amasijo; me quedé sin panes porque a tu yegua lo escondieron y lo pintaron. Cuando ya eras mi marido, sembraste papas postreras, por no poder uncir a tus bueyes; debido a la rancha, cosechaste y me trajiste unas papas tan chiquitas, que ni podía agarrarlas para pelarlas; esas shishllas (7) que no sirvieron ni para papa seca, tuve que darles a los chanchos. En otra vez, no llegaron los huevos, porque se hicieron sopa, en el cuello del burro y de la yegua. Y ahora, sin tener vergüenza, vienes a decirme, que te han robado el carnero. ¡Bien sabes, que carne y menudencias los quiero para hoy catorce de mayo, vísperas de la fiesta del patrón San Isidro! ¿Con qué voy a agasajar a mis hijos y visitas que han venido de Lima? ¡Ellos están acostumbraos a comer bien! ¿Qué carne les voy a dar? ¡Esto se acabó! ¡Te me largas! ¡Fuera del alcance de mi vista, so jalqueño llanquetejo (8) y tarjoso (9)! ¡No quiero verte nunca más! ¡Lárgate so potochejo (10)! ¡Contigo pierdo mi tiempo. Vos no me sirves pa nada!
Sin importarle la fiesta, Rafael regresó a su natal Calconga. Allí, efectivamente, pasados tres días, el carnero apareció. Había acabado la yerba y como aburrido, trataba de salir de su escondite. Uno de los hermanos de Rafael, al pasar cerca de la casa abandonada, escuchó los balidos y vio al carnero dejando aparecer su cabeza por la puerta del terrado.
Rafael maldijo, como nunca antes, a quienes estaban haciéndole todas esas acciones, a las que él llamó maldades. Lloró amargamente por el desprecio que le hizo la mujer que tanto amaba, y por la que tanto se sacrificó los últimos años de su vida. Había intentado, hasta en dos oportunidades reconquistarla, pero Herminia se reafirmó en su última decisión. Las siembras y cosechas de sus cultivos, más la crianza de sus animales, fueron ocupaciones que le ayudaron a sobrellevar su soledad, y resignarse por la pérdida de su mujer. No llegó a comprometerse con otra, porque nunca llegó a olvidar a su amada Herminia.
Rafael murió a los ochenta y ocho años. Herminia lo sobrevivió, y murió siete meses después. Los primos, miembros del memorable trío de las jotas, ya adultos y con familia, acudieron muy formales, al velorio de su tío. Se aunaron a las condolencias de la familia, mostrando la congoja, seriedad y compostura de dolientes. Luego de tomar su café, y como había mucha gente en el alar principal de la casa, se alejaron y fueron a chacchar coca, como era costumbre en el pueblo, justo allí donde se guardaban los aperos del ya occiso, “tío Rafa”. Los tres se sentaron, en fila, en el yugo, al que años atrás le pusieron clavos. Pese a lo trágico del momento, no pudieron evitar reírse recordando sus palomilladas, y también a las perradas, que en vida, le hicieron a su tío. Recordaron el susto que se llevaron, cuando desde Ventanillas, lugar a dónde fueron con el pretexto de traer leña; presenciaron de cerro a cerro y nítidamente, el accidente del “tío Rafa”; aquel día, en que fue arrastrado por el buey “negro”. “Aquella vez, se nos pasó la mano. Quizá hubiera bastao con un clavo”, dijo Jeremías. “Mañana, a la hora del entierro, cada uno rezará mentalmente una oración, pidiendo perdón al pobre tío”, dijo José. “Y también, perdonándole nosotros por no invitarnos las golosinas, cuando éramos niños. Así descansará en paz”, apuntó Javier.
Fue José, quien narró ésta historia, a cada uno de sus cuatro hijos, cuando éstos eran pequeños. Así sobrevivió para escribirse y contarse. Era una de las narraciones de fondo, que más concentraba la atención de los niños, antes de que durmieran. Alguna vez, recordó con todos, las bromas crueles y la conducta de los “sobrinos terribles”; José, como buen padre, les aconsejó: “La vida nos enseña muchas cosas buenas y siempre nos da oportunidad para cambiar y ser mejores. Por eso, en nuestra adultez, mis primos y yo, nos arrepentimos de lo que ideamos y le hicimos a nuestro “tío Rafa”. Una broma cruel puede hacer perder mucho, y hasta causar una desgracia. Ustedes, mis queridos hijos, siempre han de ser personas de bien, compartirán aún lo poquito que tuvieran, y nunca serán envidiosos, rencorosos, ni vengativos”.
Glosario:
(1) Macro (a). Chueco. Con extremidades deformadas.
(2) Shinshil. Planta pequeña, cuyo tallo es delgado como un uso.
(3) Ño. Voz de la lengua materna, que en el lugar, reemplaza a la palabra “don”.
(4) Guagalinas. Especie de papa amarilla, “arenosa”, cotizada por su buen sabor.
(5) Añañau. Interjección que denota buen sabor o buen gusto.
(6) Achichín. Interjección que denota temor o miedo.
(7) Shishllas. Dícese de los tubérculos demasiado pequeños.
(8) Llanquetejo. Modo despectivo para referirse a la persona que usa llanques (especie de ojotas).
(9) Tarjoso.- Modo despectivo para referirse a quien acumula cierta suciedad en alguna parte de sus pies.
(10) Potochejo. Modo despectivo para referirse a quien usa un sombrero viejo.
8 comentarios:
Texto un poco largo para leer en un blog, pero ameno, humorístico, y que atrapa hasta el final. Encuentro algunas enseñanzas acerca de sentimientos como el amor, la discriminación, el rencor y la venganza. Es como si el autor quisiera enseñarnos a manejarlos bien, durante nuestras vidas.
Bien por Elder Cortéz, quien parece no olvida a su tierra, resalta palabras de su dialecto ancestral, nos recuerda a sus paisajes, caminos y estancias. Tampoco olvida a su gente, como Rafael, Herminia, los "sobrinos terribles" José, Jeremías y Javier, ni al carpintero Marciano Marín; quienes seguramente existieron realmente. Como dijo algún entendido de las letras,toda historia o cuento, se basa en hechos y personajes de la vida real,y se adorna con la ficción.
He visto una gran película de las vivencias campesinas en el Huauco de antaño.
Totalmente de acuerdo amigo Rojas. Felicidades.
El escritor Ken Follett, dijo hace poco que la habilidad de un buen escritor está, en parte, en hacer de sus personajes héroes y villanos. Sea a unos héroes y a otros villanos, o ambas cosas al mismo tiempo. Creo que con la anterior narración, Elder Cortéz logra algo más que lo segundo: Es heroína y villana, Herminia; quien sin importarle el "¿Qué dirán?", rompió esquemas y aceptó convivir con un campesino, para que al final lo bote con expresiones realmente despreciativas. Es héroe y villano, Rafael; porque de ser un campesino trabajador y respetado, pasa a ser discriminador de sus propios sobrinos, y algo más, termina como objeto de burla de los discriminados y como el gran perdedor. Son héroes y villanos, los sobrinos terribles, porque de adalides de la lucha contra la discriminación, pasan a ser perversos por tanto perjudicar a su tío. Al final, regresan como hombres de bien.
Muy de acuerdo con el primer comentario. Además de felicitarlo, pediría al autor que continúe deleitándonos con semejantes historias del Perú profundo.
AGRADESCO A LOS AUTORES DE LOS COMENTARIOS ANTERIORES,ALECCIONADORES, ALENTADORES Y COMPROMETEDORES. EFECTIVAMENTE, LA LITERATURA NO DEBE NI PUEDE SER AJENA AL COMPROMISO SOCIAL. SU APORTE O CONTRIBUCIÓN PARA DESTERRAR LOS MALES DE NUESTRA SOCIEDAD, HA SIDO, ES Y SERÁ IMPRESCINDIBLE E INVALORABLE.
Luego de disfrutar con ésta narración tan amena, resalto y felicito su publicación. La misma, nos enseña también a valorar al ámbito rural (CC.PP y Caseríos) de nuestro distrito Sucre. Allí también pueden nacer y existir personas, con ingenio y sentiodo del humor (los personajes); y con habilidades artísticas (el narrador). Las ciudades no son albergues exclusivos de "vacas sagradas" de ninguna actividad, ni profesión.
Un hermoso cuento ambientado en El Huauco de nuestros antepasados (Hoy nuestro Sucre). Ojalá los profesores y autoridades tomaran la iniciativa de reproducir a éste y otros cuentos educativos, incluso de otros autores sucrenses, y promover su lectura en las escuelas y colegios. Así los niños y adolecentes, sabrán de donde vienen y aprenderán a conocer algo de la vida de nuestros ancestros.
Me gustó mucho la trama de la historia y el enfoque de un "jalqueño" conquistando y mereciendo el amor de una sucreña, una manera de contribuir a matar prejuicios y actitudes discriminatorias de la gente de ciudad hacia la del campo. No se si el autor ha hecho eso de manera consciente, o es un hecho real y felizmente coincidente. Buen manejo de los diálogos y lenguaje nativo de los personajes.
Felicitaciones al autor y también a los administradores del blog "Chungo y Batán", que a no dudarlo, viven muy dedicados a la tarea de buscar, producir y difundir cultura y arte.
MIS AGRADECIMIENTOS A TODAS LAS PERSONAS QUE SE DAN TIEMPO PARA LEER Y COMENTAR NUESTRA MODESTA CONTRIBUCIÓN.
PARA SATISFACER LA CURIOSIDAD DEL ÚLTIMO LECTOR ANÓNIMO, DEBO DECIR QUE LA PARTE DEL ARGUMENTO EN QUE UN "JALQUEÑO" CONQUISTA A UNA SUCREÑA, ES UN HECHO APORTADO POR LA REALIDAD; EN HONOR A LA VERDAD, NO FUÉ HECHA CON LA INTENCIONALIDAD QUE EL MISMO LECTOR SUPONE. PERO ME ALEGRA QUE ESTE HECHO, COINCIDENTEMENTE, APORTE PARA CORREGIR UN PROBLEMA SOCIAL QUE YA NO DEBERÍA EXISTIR.
GRAN PARTE DE LA HISTORIA SE BASA EN HECHOS REALES, PERO COMO TAMBIÉN YA LO DIJO UNO DE NUESTROS LECTORES, ESTÁ ADORNADA CON LA AYUDA DE LA FICCIÓN.
!Qué jodidos!!Pobre tío! Con sobrinos así no se necesita enemigos.
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