“A Doris Aliaga Pereira,
mi hermana,
mi hermana,
quien nos adelantó
en el camino
hacia la eternidad..."
en el camino
hacia la eternidad..."
ESTOY ABURRIDA. No hay con quien conversar. En la calle reina el silencio; un grupo de hombres abrigados con ponchos largos conversan fumando en la esquina, a cincuenta metros más arriba de mi casa. ¿Quiénes serán? Mi madre no quiere que salga a la calle; peor a esta hora: 7 de la noche. Estoy inquieta. Se escuchan risas de jóvenes en el grupo de la esquina. ¿Qué buscarán allí a estas horas? Ya sé, le diré a mi madre que voy a visitar a Emma, mi compañera de colegio. Pero, primero, me tengo que arreglar; mamá dice que ya estoy grandecita para comportarme como una niña. Es verdad. En el colegio los chicos de quinto nos miran de pies a cabeza y Emma tiene tres hermanos varones.
—Mamá, voy a casa de Emma para hacer las tareas del colegio, puede que me quede a dormir.
No era la primera vez, por eso me deja ir. Me acompaña, cuesta abajo y, desde allí, me mira cuando desaparezco tras cruzar el quicio de la puerta de la casa de Emma. Con ella, durante todo el año, hacemos las tareas que nos asignan en el colegio. A veces es Emma la que llega a mi casa con sus cuadernos; pero eso pasa solo los días sábados o domingos, en las mañanas. Su papá es muy estricto, no la deja salir ni de día ni de noche. En cambio yo sí puedo ir a visitarla, aunque vigilada, de lejos, por mi madre.
La casa de Emma tiene dos entradas principales. La primera es para ingresar a su sala, donde hay un pupitre y tres sofás, dos de ellos personales. Allí estudia mi compañera con sus hermanos, en las noches. La segunda es un portón grande por donde se ingresa de frente al patio que conecta con todos los ambientes.
Cuando la visito y me quedo a dormir con Emma, su padre ordena que vayamos a estudiar a su habitación. Más tarde nos envían café y galletas para vencer al sueño.
Después de tocar su puerta, como siempre, abre Emma. Su madre teje una chompa sentada en el sofá; su padre es profesor y escribe tras el pupitre. Dos de sus hermanos estudian deshojando sus cuadernos, sentados en el sofá bipersonal, frente a su madre. Mi amiga me conduce a su cuarto. En el trayecto nos cruzamos con Paco, su hermano mayor. “Está castigado, me cuenta Emma, ha sacado malas notas y mi papá está molesto”.
Con Paco nos conocemos de miradas y saludos, hablamos poco. Esa noche ingresó al cuarto a observar lo que hacíamos. Era mayor que nosotras y cada vez que llegaba a su casa siempre estaba de salida. Tenía una hora para disfrutar con los amigos. Era una especie de recreo. Ahora no, está castigado.
—Mis amigos —dice acercándose por mi espalda—, ya estarán en el viejo Cayetano contándose chistes, felices.
Siento su respiración en mi nuca. Miro hacia atrás dando media vuelta a mi cabeza y estirando el cuello. Él continúa hablando:
—Estarán terminando la botella de “guinda” que dejamos la otra noche.
—Por favor, déjanos solas —le dice Emma—. ¿No ves que estamos estudiando?
Paco en lugar de obedecer a su hermana, se inclina un poco más y, bajando el tono de su voz, me dice al oído: —La próxima vez que vengas no te quedes a dormir; yo te esperaré en la esquina.
¿Qué me habrá querido decir? ¿Será que le gusto y esa es su manera de enamorar?
Pasaron tres días desde aquella noche; con Paco nos vimos en el colegio; sólo me ha mirado y cerrado un ojo. No tenemos tareas y no sé qué hacer. Son las 7 pm. Si voy a la casa de Emma, ¿pensará que lo hago por él? No importa.
—Mamá, voy a casa de Emma, me tiene que entregar un trabajo; luego regreso.
Yo sabía la hora que Paco tenía permiso para salir. Minutos antes estuve parada en la puerta de su casa sin saber qué decir.
—Pasa, pasa —me invitó Emma.
—No, acá no más. Sólo quería preguntarte si tenemos trabajo para mañana.
—No, esta vez no nos dejaron tareas—me respondió Emma.
En esos momentos Paco salía a pasear. Al pasar por mi lado, como sucedía en el colegio, me hizo un guiño.
—Gracias Emma —me despedí demorándome un poco.
Paco esperaba en la esquina, bajo la bomba eléctrica. Más allá de él todo era oscuridad. Bajé despacio esperando que Emma cerrara su puerta. Un escalofrío recorrió mi espalda estremeciéndome toda.
—Hola —me dice y coge de la mano.
—Hola —le contesto encogiendo el brazo, haciéndome la que no deseo que tome mi mano.
Paco insiste, me sujeta fuerte y lleva hacia el frente, a la otra vera de la esquina.
—¿Qué te pasa? No te voy a comer —me habla seguro. Yo tiemblo como una cometa que resiste al viento—. No te voy a comer —repite.
Se escucha el retumbar de una lluvia suave, cómplice, en el tejado.
Paco, despacio, pero con firmeza, me empuja contra la pared. No opongo resistencia. Sonríe, me abraza y sostiene en sus brazos. En lugar de frio siento calor. Estoy a su merced. Sus labios caminan por mi cuello hasta llegar a los míos; van y vienen, una y otra vez. Mi cuerpo tiembla.
—¿Ves que no cómo? —dice. Su respiración no la siento tan agitada como la mía —. Fue solo un beso, nada más que un beso —afirma, sobrado, sin darle importancia al hecho.
Lo empujo despacio. Él sabe que no me puedo demorar más. Me deja ir. Abro los ojos. La luna llena, que apareció tras una nube, tiñe la calzada de un blanco argentado que dibuja con sombras el perfil de las casas. Y entonces siento que la lluvia cae plenamente en mi corazón.
Fuente: Revista El Labrador, mayo 2014
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