Arturo
Bolívar Barreto
Esteban Crespo, maestro de escuela de
desvencijado maletín, habíase introducido a la oficina de Defensoría del
Ministerio Público, cuando sintió que alguien tiraba de una de las piernas de
sus pantalones. Al bajar la mirada le sorprendió advertir la presencia de un
niño mendicante que, con anhelantes ojos y mano extendida, le imploraba. “¡Qué
presión, señor —pensó azorado—, imposible librarse, es a cada paso, a cada
paso!”
Quiso ignorar la presencia del niño
atendiendo más al trámite que seguía, pero aquél volvió a jalar de sus
pantalones. Entonces Esteban se desplazó a la siguiente ventanilla a concluir
su gestión.
A pesar de que la sala estaba llena de
gente, el niño sólo lo siguió a él y se detuvo nuevamente a su lado. Esta vez
apenas le dio unos golpecitos a la altura del muslo y volvió a mirar anhelante,
entreabriendo levemente la boca, desplegando pedigüeña mano.
El profesor, inclinando por segunda vez
la frente, volvió a mirar al niño. Aunque la cabeza rapada de éste y su aspecto
desaseado no le llamara la atención, sí lo desconcertó un poco lo pequeño y
ralo que era, aparentaba no alcanzar aún los siete años. Se preguntó cómo
invadían también una oficina donde sólo se corrían papeles y sellos. No
obstante, al dirigir la mirada a la calle, a través de las grandes lunas del
establecimiento, se apercibió de la gran cantidad de vendedores ambulantes de
comida, sobre la vereda y la pista, y de los sórdidos restaurantes de enfrente.
Era claro que merodeaban por aquí y por allá alrededor de estas viandas
expuestas a los cuatro vientos.
El niño no se había movido de su lado. El
profesor repasó en su memoria sus magros bolsillos. Tenía presente que, después
de descontar los picoteados gastos que había hecho en la mañana, no debía
llevar encima nada más que un sol y veinte céntimos. Si restaba, pensó, los
ochenta céntimos que le iban a costar los dos pasajes que lo depositarían en su
casa, le quedaban exactamente cuarenta céntimos para dárselos al niño. Metió la
mano en uno de sus bolsillos y, para su sorpresa, extrajo una moneda de
cincuenta céntimos. Esto significaba, recapacitó satisfecho, que había errado
en sus cálculos: no tenía un sol con veinte céntimos, sino un sol con cincuenta
céntimos, puesto que recordaba poseerlos en monedas enteras. Por tanto, luego
de la acción generosa que pensaba realizar debía quedarle para sí un sol
redondo, lo suficiente para granjearse sus pasajes de retorno. “Está en el
bolsillo pequeño”, ratificó esta conclusión muy conforme.
Alcanzó al niño la moneda de cincuenta
céntimos, admitiendo que éste finalmente lo había vencido. Al parecer el niño
había sospechado lo mismo desde el principio, al perseguir y no soltar, aun sin
conocerlo, al profesor primario Esteban Crespo quien, orondo, salió del
establecimiento y dirigióse al paradero.
Cuando auscultó su bolsillo pequeño, en
el que creía contener el sol, sólo pudo extraer veinte céntimos, en dos
pequeñas monedas de a diez. Muy nervioso revisóse una y otra vez todos los
bolsillos, del pantalón y de la camisa, de adelante y de atrás, de arriba y de
abajo. Varias veces introdujo el dedo en el bolsillo pequeño de la cintura,
incrédulo. Sólo veinte céntimos en todo su cuerpo y en toda su humanidad.
¡Qué error de cuentas! “Miserable”,
insultóse una y otra vez. Había creído que poseía un sol con veinte y en
realidad sólo le había sobrado aquel día setenta céntimos. La moneda entera no
había sido del sol sino de los cincuenta céntimos.
“¡Pobre miserable!”, se dijo otra vez
mientras marchaba por una de las aceras de la larga avenida, con su andar
pausado y cansino de maestro, con su desvencijado maletín a cuestas; muy lejos,
muy lejos de su casa.
(Relato perteneciente al libro Historia singular
del profesor Chicho Rivasplata y otros cuentos, 1997, de Arturo Bolívar Barreto)
0 comentarios:
Publicar un comentario