No son muchos los recuerdos que Vallejo nos ha dejado de su tierra y de su niñez: Es cierto que en su manera de hablar, de reirse, de llorar y de ser, el poeta era un trasunto cabal y legìtimo de su aldea y que, a travès de èl, era posible formarse una idea de lo que era su terruño; pero era parco en evocaciones de su juventud. Sin embargo, nos queda una: la del ciego Santiago. No la del que està contenida en Trilce y Heraldos negros, sino completamente oral.
Hablando una vez de miedos, de duendes y de aparecidos, Vallejo contaba que en su pueblo habìa un viejito ciego, llamado Santiago, que tenìa el oficio de campanero. El lo veìa pasar casi todos los dìas, cuando el cieguito se dirigìa a la torre para tocar la oraciòn. Pasaba con su palito, que se movìa exactamente como las antenas de una hormiga. Llegaba a la torre, calladito, subìa los oscuros escalones, tomaba el badajo y tocaba la oraciòn. Habìa noches en que, al descender, ya estaba oscuro. ¡Què curioso que el cieguito sintiera la oscuridad! Y de saberse rodeado de tinieblas, temblaba de miedo. Pero Santiago, para darse valor, iba diciendo quedamente, como para sì, mientras golpeaba con su palito las paredes oscuras de la torre: "¡No tengas miedo, Santiago!"... A veces se paraba un instante, escuchaba, y volviendo luego a golpear el camino, repetìa muy quedo, como para que nadie fuera de èl pudiese oirle, la misma recomendaciòn de valor: "¡No tengas miedo!... Santiago, no tengas miedo!"... Y asì, el ciego campanero se perdìa en la oscuridad, dàndose valor a èl e infundièndome miedo a mì, -nos decìa el cholo, quien repetìa esa frase y tomaba tal actitud de misterio que màs de una vez he sentido miedo con este cuento hecho para no tener miedo. Pero estas frases no se quedaron ùnicamente en el marco del cuento. Llegaron a ser la obsesiòn de Vallejo, quien era, como alguna vez ya lo dijimos, sumamente sensible para recoger determinadas expresiones y repetirlas hasta la saciedad, exactamente como, segùn Kipling, hacen los santones de la India. Repiten mentalmente una palabra hasta que se desvanezca su significado. Recuerdo que cierta vez Vallejo me veìa angustiado por apremios econòmicos, acercàndoseme al oìdo me dijo quedo, con la voz del ciego Santiago: "¡No tengas miedo!"...
Y dejando al ciego Santiago para continuar con este gènero de obseciones del cholo, que podìamos clasificar como semànticas, tenìa una que era muy graciosa y sobre todo muy oportuna y extraordinariamente còmica, con comicidad de Chaplin. cuando pasábamos, por ejemplo, junto a una hermosa y elegante mujer, como quien hace una venia, decía, poniendo el acento sobre cada sílaba: "¡La plata!... ¡La pla-ta mi viejo!... ¡La pla-ta!" Y luego, ya en marcha, todavía seguía murmurando, como para él mismo, tratando de sacar el jugo a estas palabras: "¡La pla-ta". Era una manera de disolver el sentido de las palabras y de desentrañar su esencia misteriosa como si estuvueran bajo una lupa. "¡La pla-ta". Otras veces, cuando lo encontraba triste y parecía enfermo, y como le preguntara si se sentía mal, me respondía: "¡La pla-ta... La pla-ta, mi viejo!..."
Entre estas obseciones, la más original e intencionada era aquella que evocaba la actitud de importancia de un compatriota nuestro, a quien en una oportunidad el poeta le había oído decir lo siguiente: "estando una tarde en el Café de la Paix el doctor Aranda, Joselito y yo!"... ¡Bueno!, el cholo solía repetir esta frase cada vez que alguien pecaba de snobismo o se daba importancia con cosas fútiles. Entonces remendando el original, Vallejo repetía muy grave e importante: "Estando una tarde en el Café de la Paix, el doctor Aranda... Joselito... y Yooo!"... "Estando una tarde en el Café de la Paix... el doctor Aranda... Joselito... y Yooo!" Y esto hasta el infinito. Se diría que Vallejo jugaba con las palabras igual que un muchacho con sus juguetes, hasta destrozarlos...
Hablando una vez de miedos, de duendes y de aparecidos, Vallejo contaba que en su pueblo habìa un viejito ciego, llamado Santiago, que tenìa el oficio de campanero. El lo veìa pasar casi todos los dìas, cuando el cieguito se dirigìa a la torre para tocar la oraciòn. Pasaba con su palito, que se movìa exactamente como las antenas de una hormiga. Llegaba a la torre, calladito, subìa los oscuros escalones, tomaba el badajo y tocaba la oraciòn. Habìa noches en que, al descender, ya estaba oscuro. ¡Què curioso que el cieguito sintiera la oscuridad! Y de saberse rodeado de tinieblas, temblaba de miedo. Pero Santiago, para darse valor, iba diciendo quedamente, como para sì, mientras golpeaba con su palito las paredes oscuras de la torre: "¡No tengas miedo, Santiago!"... A veces se paraba un instante, escuchaba, y volviendo luego a golpear el camino, repetìa muy quedo, como para que nadie fuera de èl pudiese oirle, la misma recomendaciòn de valor: "¡No tengas miedo!... Santiago, no tengas miedo!"... Y asì, el ciego campanero se perdìa en la oscuridad, dàndose valor a èl e infundièndome miedo a mì, -nos decìa el cholo, quien repetìa esa frase y tomaba tal actitud de misterio que màs de una vez he sentido miedo con este cuento hecho para no tener miedo. Pero estas frases no se quedaron ùnicamente en el marco del cuento. Llegaron a ser la obsesiòn de Vallejo, quien era, como alguna vez ya lo dijimos, sumamente sensible para recoger determinadas expresiones y repetirlas hasta la saciedad, exactamente como, segùn Kipling, hacen los santones de la India. Repiten mentalmente una palabra hasta que se desvanezca su significado. Recuerdo que cierta vez Vallejo me veìa angustiado por apremios econòmicos, acercàndoseme al oìdo me dijo quedo, con la voz del ciego Santiago: "¡No tengas miedo!"...
Y dejando al ciego Santiago para continuar con este gènero de obseciones del cholo, que podìamos clasificar como semànticas, tenìa una que era muy graciosa y sobre todo muy oportuna y extraordinariamente còmica, con comicidad de Chaplin. cuando pasábamos, por ejemplo, junto a una hermosa y elegante mujer, como quien hace una venia, decía, poniendo el acento sobre cada sílaba: "¡La plata!... ¡La pla-ta mi viejo!... ¡La pla-ta!" Y luego, ya en marcha, todavía seguía murmurando, como para él mismo, tratando de sacar el jugo a estas palabras: "¡La pla-ta". Era una manera de disolver el sentido de las palabras y de desentrañar su esencia misteriosa como si estuvueran bajo una lupa. "¡La pla-ta". Otras veces, cuando lo encontraba triste y parecía enfermo, y como le preguntara si se sentía mal, me respondía: "¡La pla-ta... La pla-ta, mi viejo!..."
Entre estas obseciones, la más original e intencionada era aquella que evocaba la actitud de importancia de un compatriota nuestro, a quien en una oportunidad el poeta le había oído decir lo siguiente: "estando una tarde en el Café de la Paix el doctor Aranda, Joselito y yo!"... ¡Bueno!, el cholo solía repetir esta frase cada vez que alguien pecaba de snobismo o se daba importancia con cosas fútiles. Entonces remendando el original, Vallejo repetía muy grave e importante: "Estando una tarde en el Café de la Paix, el doctor Aranda... Joselito... y Yooo!"... "Estando una tarde en el Café de la Paix... el doctor Aranda... Joselito... y Yooo!" Y esto hasta el infinito. Se diría que Vallejo jugaba con las palabras igual que un muchacho con sus juguetes, hasta destrozarlos...
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