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José María Arguedas

domingo, 4 de agosto de 2013

El espanto enmudeció los sueños o el sincretismo de la violencia

Por: Mario Suárez Simich

La caída del régimen de Alberto Fujimori y la pública difusión de sus tramas de corrupción, espionaje y violación de los derechos humanos, llevó al país entero a una reflexión sobre el ejercicio del poder realizado por los gobernantes del Perú durante los últimos 40 años. Se planteaba la cuestión de esclarecer qué había pasado en el País para que en cuatro décadas de gobiernos de regímenes militares, de una tendencia u otra; de gobiernos constitucionales, de una ideología u otra, hubieran llevado al país a una cima de violencia y corrupción. El curso de esta reflexión, como es de imaginar, arribó a diversas conclusiones en razón de la óptica ideológica utilizada. Desde los neoliberales que sostienen, parafraseando a Mario Vargas Llosa, que el Perú se jodió con Velasco; hasta los que sostienen que después de Velasco, cada gobierno que ha habido ha sido peor que otro. Todas estas conclusiones tienen en común señalar un lapso histórico que va del gobierno de la primera junta militar encabezada por el General Juan Velasco Alvarado, hasta el de Alberto Fujimori. Los narradores peruanos no han sido ajenos a esta reflexión, y sus puntos de vista han propiciado la producción de varios textos donde se ha ficcionado sobre la totalidad o determinados segmentos históricos comprendidos entre el lapso de tiempo arriba señalado. Un millón de soles, de Jorge Eduardo Benavides, La danza del “chino” Kenya, de Carlos Angulo Rivas o ¿Por qué lloras Candelaria? de Zelideth Chávez Cuentas son solo unos de ejemplos.

Esta comprobación, permite señalar la existencia de una nueva tendencia al interior de la narrativa peruana última que se coloca temporalmente entre una recreación de un pasado “lejano”, como lo son las muchas novelas históricas publicadas, y los textos que hacen referencia a un presente “inmediato” a los acontecimientos. Ambos, cada uno desde su perspectiva, tienen en común el objetivo de reflejar el incremento de la violencia social y sus repercusiones, originadas por la insurgencia de los grupos subversivos surgidos a partir de la década de los 80 del siglo pasado. Ya sea intentado rastrear sus orígenes, en la ficción histórica; ya haciendo evidente una “realidad” que muchos peruanos intentaban ignorar o minimizar, en la llamada “narrativa de la violencia”. Esta nueva tendencia, se ubica en un pasado “cercano” y por lo tanto no puede abordarse desde los cánones de la ficción histórica tradicional que exige un mayor margen de tiempo entre los sucesos acontecidos y escritor que los ficciona. Tampoco tiene el objetivo de hacer evidente una realidad de la cual, de una manera u otro somos ya consientes, sino que busca explicarse el porqué, acaba de manera formal la “violencia subversiva” persiste en el Perú la violencia y otros males.


En este tipo de narrativa se encuadra El espanto enmudeció los sueños (Grupo editorial Arteida, Lima, 2010) de Walter Lingán. Cuando el narrador dice:

“Ay, Albertito, todos tus latrocinios los has encubierto con la llamada derrota a los Paladines de la Cuarta Espada. Los secuestros, las torturas, las desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, las cartas bomba y otras maldades, apoyado por tus plumíferos de los diarios chicha, lo achacaste a militares de bajo rango, así tapaste a tus generales. Cuando en verdad eso de combatir el terror con el terror fue una estrategia que se programó con la plana mayor de las fuerzas armadas bajo la batuta de El espía imperfecto. La tristísima célebre trinidad.” (p. 79)

Como se ve, la retórica del diálogo en esta novela narra y reflexiona a la vez; a la violencia se suma la corrupción y ambas se imbrican, la “derrota” no es un punto de inflexión, sino un punto y seguido en la continua deriva del país. Es por este motivo que el juego cronológico de Lingán se asienta sobre todo en el periodo temporal del régimen de Alberto Fujimori, para pivotear sobre hecho ocurridos durante los gobiernos anteriores. Y no solo sobre la violencia explícita de las fuerzas oponentes, sino en la que llega a vida cotidiana, la que crea “las víctima sicológicas” de las que habla el autor, como la de las madres que tienen hijos detenidos. No le interesa profundizar en los personajes, le importa señalar sus miedos, esperanzas, frustraciones y todos los sentimientos que fueron y son síntomas de ese espanto que enmudeció los sueños de una nación.

“Habían pasado algo más de quince días y estaba como loca, ya no parecía gente, estaba deshecha. Era una sensación muy fea. Horrible… Me fui corriendo en busca de un abogado, pero de nada sirvió, mi hijo nunca más apareció.” (p. 129)

La novela de Lingán intenta abarcar y resumir, en una novela corta, las cuatro décadas a las que hacemos referencia y el resultado es un texto donde la violencia es la columna vertebral del devenir histórico; la ha habido antes de la subversión, la hubo durante la insurgencia y sigue después del final “oficial” de ella. Así como es constante en el transcurrir del tiempo, lo es en todo el territorio, no hay una demarcación geográfica definida, si se nombra una ciudad, como Ayacucho por ejemplo, es más por su valor semántico, que por su localización. Tiempo y localización tienden a la totalidad. Pero a diferencia de la denominada “narrativa de la violencia” donde la violencia proviene de un grupo (terrorista) considerado como “ajeno” al sistema, que invade un espacio en donde ella “no existía” para trastocar su orden. En la novela de Lingán la violencia ya existía, oculta o ignorada, era latente en determinados sectores y afecta solo a las clases menos favorecidas. Una violencia que es generada dentro del mismo sistema como una manera “natural” de ejercer el poder y que tiene como objetivo sustentar y mantener una estructura política y económica injusta. De esta manera, se pone en evidencia que la violencia subversiva de los años 80 no es más que una variante agregada a las ya preexistentes.

“También les conté que a heridos y muertos los llevamos cargados hasta una parroquia cercana a la gran avenida del Cono Norte. Cientos de personas se quedaron a velar a sus difuntos. ¿Quién los mató? ¡La junta! ¿Quién los vengará? ¡El pueblo! Todos hablaban mal del gobierno, del Morales dictador, de los soldados asesinos que no se daban cuenta que son hijos de trabajadores” (p. 25)

Para lograr esto, el autor, sin abandonar ese realismo que caracteriza a la narrativa peruana anterior a los años 80 del siglo pasado, hace abstracción de la realidad inmediata para ambientar su novela en un universo denominado como “El Barrio”, “la gran avenida del Cono Norte”, “la Nación” o “los Andes” un escenario en el cual el autor extrapola los conflictos, pero desde la visión de quienes pertenecen a ese universo. Esta es una característica que puede apreciarse en narrativa peruana última, un afán de alejarse de las referencias inmediatas, pero sin abandonar el realismo; no se crea un universo macondiano u otro al estilo de la narrativa anglosajona; es más, los escenarios son fácilmente identificables. Esto sucede en novela de Lingán o en La de Christian Reynoso, Febrero Lujuria, con “La cuidad del Lago”, en la que el lector sabe sin lugar a dudas que se refiere a Puno. A primera vista resulta un recurso inútil, pero no es así. Responde, por una parte, a una intención totalizadora de una visión del Perú que no existía en la narrativa anterior y que es consecuencia de la común experiencia de la violencia; y, por otro, a la deliberada intención de los autores de alejarse de las valoraciones regionalista de su producción, menospreciadas siempre por el canon oficial que se ejerce desde Lima.

“La Ciudad se convirtió en un lugar de zozobra y desazón. Poco a poco la gente se fue acostumbrando a viajar con la muerte y a vivir con los signos de la violencia. Los muchachos en El Barrio se refugiaban en el bar La Esquina del Movimiento intentando pasar por alto que vivían en una ciudad ocupada por el espanto.” (p. 142).

Diseñado así, este escenario se convierte en el punto donde se intersectan todas las líneas de violencia generadas al interior de sociedad en los últimos cuarenta años en el Perú. De esta manera, en la perspectiva histórica planteada, resulta ser lo mismo la represión del gobierno de Morales Bermúdez y los muertos del 19 de julio en la década de los 70, las masacres de campesinos y ataques a las comunidades indígenas en la guerra antisubversiva de los 80 o los estudiantes muertos en la universidad de La Cantuta durante el gobierno de Alberto Fujimori a principios de los 90. Y resulta ser lo mismo porque las víctimas son siempre las mismas. Este es el sincretismo que Lingán, con acierto, plantea en su novela.

Consecuente con su estilo narrativo, la novela de Walter Lingán, al igual que en otras anteriores, mantiene el juego lúdico de los diálogos intertextuales con el lector con la intención de llevarlo a reflexionar, más allá de la historia narrada, sobre la literatura, la cultura popular, la visión de un pasado común sobre el que no nos ponemos de acuerdo o la convicción de una sociedad que, a pesar de todo, no se rinde ni pierde la esperanza.
“Pero no se saldrán con su gusto. Algún día, y cuando menos se lo piensen, toda la verdad será la luz que los condene. Yo, mientras tanto, seguiré buscando a mi retoño aunque se me vaya la vida…” (p. 181).

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