Por:
Mario Suárez Simich
La caída del régimen
de Alberto Fujimori y la pública difusión de sus tramas de corrupción,
espionaje y violación de los derechos humanos, llevó al país entero a una reflexión
sobre el ejercicio del poder realizado por los gobernantes del Perú durante los
últimos 40 años. Se planteaba la cuestión de esclarecer qué había pasado en el
País para que en cuatro décadas de gobiernos de regímenes militares, de una
tendencia u otra; de gobiernos constitucionales, de una ideología u otra,
hubieran llevado al país a una cima de violencia y corrupción. El curso de esta
reflexión, como es de imaginar, arribó a diversas conclusiones en razón de la
óptica ideológica utilizada. Desde los neoliberales que sostienen,
parafraseando a Mario Vargas Llosa, que el Perú se jodió con Velasco; hasta los
que sostienen que después de Velasco, cada gobierno que ha habido ha sido peor
que otro. Todas estas conclusiones tienen en común señalar un lapso histórico
que va del gobierno de la primera junta militar encabezada por el General Juan
Velasco Alvarado, hasta el de Alberto Fujimori. Los narradores peruanos no han
sido ajenos a esta reflexión, y sus puntos de vista han propiciado la
producción de varios textos donde se ha ficcionado sobre la totalidad o
determinados segmentos históricos comprendidos entre el lapso de tiempo arriba
señalado. Un millón de soles, de Jorge Eduardo Benavides, La
danza del “chino” Kenya, de Carlos Angulo Rivas o ¿Por qué lloras Candelaria?
de Zelideth Chávez Cuentas son solo unos de ejemplos.
Esta comprobación,
permite señalar la existencia de una nueva tendencia al interior de la
narrativa peruana última que se coloca temporalmente entre una recreación de un
pasado “lejano”, como lo son las muchas novelas históricas publicadas, y los
textos que hacen referencia a un presente “inmediato” a los acontecimientos. Ambos,
cada uno desde su perspectiva, tienen en común el objetivo de reflejar el
incremento de la violencia social y sus repercusiones, originadas por la
insurgencia de los grupos subversivos surgidos a partir de la década de los 80
del siglo pasado. Ya sea intentado rastrear sus orígenes, en la ficción
histórica; ya haciendo evidente una “realidad” que muchos peruanos intentaban
ignorar o minimizar, en la llamada “narrativa de la violencia”. Esta nueva
tendencia, se ubica en un pasado “cercano” y por lo tanto no puede abordarse
desde los cánones de la ficción histórica tradicional que exige un mayor margen
de tiempo entre los sucesos acontecidos y escritor que los ficciona. Tampoco
tiene el objetivo de hacer evidente una realidad de la cual, de una manera u
otro somos ya consientes, sino que busca explicarse el porqué, acaba de manera
formal la “violencia subversiva” persiste en el Perú la violencia y otros males.
En este tipo de
narrativa se encuadra El espanto enmudeció los sueños (Grupo
editorial Arteida, Lima, 2010) de Walter Lingán. Cuando el narrador dice:
“Ay, Albertito, todos tus latrocinios los has encubierto
con la llamada derrota a los Paladines de la Cuarta Espada. Los secuestros, las
torturas, las desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, las cartas
bomba y otras maldades, apoyado por tus plumíferos de los diarios chicha, lo
achacaste a militares de bajo rango, así tapaste a tus generales. Cuando en
verdad eso de combatir el terror con el terror fue una estrategia que se
programó con la plana mayor de las fuerzas armadas bajo la batuta de El espía
imperfecto. La tristísima célebre trinidad.” (p.
79)
Como se ve, la
retórica del diálogo en esta novela narra y reflexiona a la vez; a la violencia
se suma la corrupción y ambas se imbrican, la “derrota” no es un punto de
inflexión, sino un punto y seguido en la continua deriva del país. Es por este
motivo que el juego cronológico de Lingán se asienta sobre todo en el periodo
temporal del régimen de Alberto Fujimori, para pivotear sobre hecho ocurridos
durante los gobiernos anteriores. Y no solo sobre la violencia explícita de las
fuerzas oponentes, sino en la que llega a vida cotidiana, la que crea “las
víctima sicológicas” de las que habla el autor, como la de las madres que
tienen hijos detenidos. No le interesa profundizar en los personajes, le
importa señalar sus miedos, esperanzas, frustraciones y todos los sentimientos
que fueron y son síntomas de ese espanto que enmudeció los sueños de una
nación.
“Habían pasado algo más de quince días y estaba como
loca, ya no parecía gente, estaba deshecha. Era una sensación muy fea.
Horrible… Me fui corriendo en busca de un abogado, pero de nada sirvió, mi hijo
nunca más apareció.” (p. 129)
La novela de Lingán intenta
abarcar y resumir, en una novela corta, las cuatro décadas a las que hacemos
referencia y el resultado es un texto donde la violencia es la columna vertebral
del devenir histórico; la ha habido antes de la subversión, la hubo durante la
insurgencia y sigue después del final “oficial” de ella. Así como es constante
en el transcurrir del tiempo, lo es en todo el territorio, no hay una
demarcación geográfica definida, si se nombra una ciudad, como Ayacucho por
ejemplo, es más por su valor semántico, que por su localización. Tiempo y
localización tienden a la totalidad. Pero a diferencia de la denominada
“narrativa de la violencia” donde la violencia proviene de un grupo
(terrorista) considerado como “ajeno” al sistema, que invade un espacio en
donde ella “no existía” para trastocar su orden. En la novela de Lingán la
violencia ya existía, oculta o ignorada, era latente en determinados sectores y
afecta solo a las clases menos favorecidas. Una violencia que es generada
dentro del mismo sistema como una manera “natural” de ejercer el poder y que
tiene como objetivo sustentar y mantener una estructura política y económica
injusta. De esta manera, se pone en evidencia que la violencia subversiva de
los años 80 no es más que una variante agregada a las ya preexistentes.
“También les conté que a heridos y muertos los llevamos
cargados hasta una parroquia cercana a la gran avenida del Cono Norte. Cientos
de personas se quedaron a velar a sus difuntos. ¿Quién los mató? ¡La junta!
¿Quién los vengará? ¡El pueblo! Todos hablaban mal del gobierno, del Morales
dictador, de los soldados asesinos que no se daban cuenta que son hijos de
trabajadores” (p. 25)
Para lograr esto, el
autor, sin abandonar ese realismo que caracteriza a la narrativa peruana
anterior a los años 80 del siglo pasado, hace abstracción de la realidad
inmediata para ambientar su novela en un universo denominado como “El Barrio”,
“la gran avenida del Cono Norte”, “la Nación” o “los Andes” un escenario en el
cual el autor extrapola los conflictos, pero desde la visión de quienes
pertenecen a ese universo. Esta es una característica que puede apreciarse en
narrativa peruana última, un afán de alejarse de las referencias inmediatas,
pero sin abandonar el realismo; no se crea un universo macondiano u otro al estilo
de la narrativa anglosajona; es más, los escenarios son fácilmente
identificables. Esto sucede en novela de Lingán o en La de Christian Reynoso, Febrero
Lujuria, con “La cuidad del Lago”,
en la que el lector sabe sin lugar a dudas que se refiere a Puno. A primera
vista resulta un recurso inútil, pero no es así. Responde, por una parte, a una
intención totalizadora de una visión del Perú que no existía en la narrativa
anterior y que es consecuencia de la común experiencia de la violencia; y, por
otro, a la deliberada intención de los autores de alejarse de las valoraciones
regionalista de su producción, menospreciadas siempre por el canon oficial que
se ejerce desde Lima.
“La Ciudad se convirtió en un lugar de zozobra y desazón.
Poco a poco la gente se fue acostumbrando a viajar con la muerte y a vivir con
los signos de la violencia. Los muchachos en El Barrio se refugiaban en el bar La
Esquina del Movimiento intentando pasar por alto que vivían en una ciudad
ocupada por el espanto.” (p. 142).
Diseñado así, este
escenario se convierte en el punto donde se intersectan todas las líneas de
violencia generadas al interior de sociedad en los últimos cuarenta años en el
Perú. De esta manera, en la perspectiva histórica planteada, resulta ser lo
mismo la represión del gobierno de Morales Bermúdez y los muertos del 19 de
julio en la década de los 70, las masacres de campesinos y ataques a las
comunidades indígenas en la guerra antisubversiva de los 80 o los estudiantes
muertos en la universidad de La Cantuta durante el gobierno de Alberto Fujimori
a principios de los 90. Y resulta ser lo mismo porque las
víctimas son siempre las mismas. Este es el sincretismo que Lingán, con
acierto, plantea en su novela.
Consecuente con su
estilo narrativo, la novela de Walter Lingán, al igual que en otras anteriores,
mantiene el juego lúdico de los diálogos intertextuales con el lector con la
intención de llevarlo a reflexionar, más allá de la historia narrada, sobre la
literatura, la cultura popular, la visión de un pasado común sobre el que no
nos ponemos de acuerdo o la convicción de una sociedad que, a pesar de todo, no
se rinde ni pierde la esperanza.
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