Por César Lévano
Diómedes Muchotrigo, llamémosle así, es un adulón innato. Y éste es, como se sabe, oficio muy socorrido en el Perú. Alguien reprochó a Diómedes su sobonería: “¿Cómo es posible, Diome, que te hayas arrimado a Fujimori, después a Toledo y ahora a Humala?”.
Diómedes respondió. “Yo no cambio. Los que cambian son los presidentes. Yo soy un hombre de una sola línea: siempre estoy con el gobierno”.
En el fondo, el sobón es un hombre que se enamora de quienes considera importantes, comenzando por él mismo. Lo que comienza como egolatría personal remata en idolatría a los poderosos.
Víctor Hurtado, antisobón comprobado, formuló hace años, en tono de chunga, un paralelo entre el mariscal Andrés Avelino Cáceres y el doctor Alan García. Ambos alcanzaban, según Hurtado, la misma grandeza, igual talla histórica: 1 metro 92 de estatura.
A los poderosos les agrada la adulación. El sobón lo sabe, y sus elogios brotan en pos de un lugar en el presupuesto, o, si ya lo tiene, consolidación en la planilla.
Diómedes respondió. “Yo no cambio. Los que cambian son los presidentes. Yo soy un hombre de una sola línea: siempre estoy con el gobierno”.
En el fondo, el sobón es un hombre que se enamora de quienes considera importantes, comenzando por él mismo. Lo que comienza como egolatría personal remata en idolatría a los poderosos.
Víctor Hurtado, antisobón comprobado, formuló hace años, en tono de chunga, un paralelo entre el mariscal Andrés Avelino Cáceres y el doctor Alan García. Ambos alcanzaban, según Hurtado, la misma grandeza, igual talla histórica: 1 metro 92 de estatura.
A los poderosos les agrada la adulación. El sobón lo sabe, y sus elogios brotan en pos de un lugar en el presupuesto, o, si ya lo tiene, consolidación en la planilla.
“El Perú
encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y
esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí
mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la santa
libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas”
También puede el adulón perseguir algo más reservado: anuncios comerciales, avisos para su periódico, radio o televisora. O algún tipo de granjería personal.
No hay que olvidar la frase de Simón Bolívar en su Carta de Jamaica: “El Perú encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la santa libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas”.
En los tiempos de Bolívar no existía, sin embargo, la vasta red de medios de comunicación que hoy conocemos.
Por eso mismo, tanto la lisonja engañosa como la diatriba bajuna tienen ahora un efecto sumamente ponzoñoso. Tienden a encubrir la verdad, a nublar la razón colectiva. Amparan la estafa política y social.
En un célebre discurso, Walter Lippman, el columnista más leído de su época en Estados Unidos, aconsejó. “Debe haber siempre una distancia entre el príncipe (el gobernante) y el periodista. Porque el príncipe no soporta ni un minuto sin el elogio, ni una pausa para la crítica”.
El gran periodista, que era desde muy joven contertulio de los jefes de la Casa Blanca, sabía por qué lo afirmaba. El presidente Johnson dejó de invitarle a almorzar cuando el veterano Lippman criticó la invasión de Vietnam, por considerar que se estaban sacrificando vidas de jóvenes norteamericanos en un país en que no se jugaba nada significativo para los intereses de Estados Unidos.
Hay en el trabajo del sobón un desvalor agregado. Engaña al adulado mismo. El incienso impide a éste ver la realidad, valorar los procesos, saber en qué medida está actuando bien o mal. “Sigue no más”, le dice el adulete.
Justo en el momento en que el adulado se está lanzando al abismo.
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