Por Kike Chávez
Si pensar en la clase gobernante y política del país provoca algún sentimiento provoca, ese es el de indignación, o la náusea, o, en el mejor de los casos, la decepción.
Cada destape, cada reportaje que aparece en la prensa hablando de la corrupción en el Estado, es un gota de ponzoña que va a parar a un vaso ya bastante repleto y hediondo: aquel en donde los Fujimori escupieron su gargajo pestífero; aquel donde Montesinos miccionaba cada vez que utilizaba el dinero de los peruanos para mandar la ‘propina’ a los hijos del presidente (con minúscula está bien para Fujimori), o cuando montaba los paquetes de dinero para silenciar y comprar líneas editoriales de los medios de comunicación… Aquel vaso, en donde Toledo regurgitaba sus resacas y Alan García expectoraba sus flemas después de negociar un narcoindulto.
Hablar de la corrupción en el aparato estatal peruano, en verdad, indigna. Y es tan grande la indignación que a veces, incluso, opaca a la esperanza. ¿Qué esperanza puede guardarse cuando hay candidatos a los cargos públicos que ven en los municipios, gobiernos regionales, los curules, meros instrumentos para su mejora económica? ¿Podría alguien – razonablemente – pensar que don Joaquín Ramírez tiene en verdad siquiera un atisbo de sensibilidad por la pobreza o las necesidades de la sociedad? ¿Podría de veras pensarse que un personaje que cree que para ser autoridad lo único que hace falta es tener un buen capital financiero? ¿Y Absalón Vásquez?, que se bañó con el esputo fujimorista y se infectó con el sarro de su corrupción… Qué alguien replique: ¿Dónde cabe la esperanza? Estos señores han hecho del dinero su propuesta, su asesor, su jefe de campaña y su máximo líder ideológico. No hay conciencia en ellos, ni ideología: son los hijos, nietos, biznietos, hermanos y cuñados del dinero. Eso son, simplemente.
Y cuando llegan al añorado cargo, saquean. Ahí los vemos: desde el más chico hasta el más grande: sirviéndose de los fondos públicos para su propio beneficio, cobrando el “diezmo” de cada proyecto, manipulando concesiones para favorecer a sus familiares, iniciándose en el “arte” de la coima, doctorándose de testaferros, en fin, orinándose en el vaso de la corrupción, que hace rato emana miasmas y contaminación.
Y entre tanto, nuestro país reposa en la comodidad de una indiferencia dañina, en la holgada cama del olvido pernicioso, y de lo que podría llamarse el síndrome de repetición compulsiva inconsciente. En la cúspide del poder político, la lucha anticorrupción no pasa de ser un discurso, una de las tantas promesas huecas, un episodio anecdótico de la campaña; pero no una política clara, organizada y congruente que enfrente el problema sin temores, caiga quien caiga.
Y por el contrario, rindiendo homenaje a nuestra moral invertida, se discuten indultos humanitarios de quienes saquearon el dinero peruano e hicieron del asesinato una estrategia estatal, se dilatan resultados de comisiones investigadoras, se justifican las peores cosas, y se sanciona a personas que atacan la corrupción, como se sancionó a Diez Canseco.
Así de jodida está la cosa.
Fuente: Diario El Tiempo, Cajamarca
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