Por Rocío Silva Santisteban (*)
Miembros del Comité de Apoyo a Cajamarca / Celendín |
Los discursos encendidos de Huamán, Diez Canseco o Lourdes Huanca; la inmensa bandera verde y ecológica bordada por manos cajamarquinas y traída desde allá por dos estudiantes universitarios; e incluso los desbandes del Movadef, así como el tema de fondo de la marcha, los 15 decesos ocasionados por este gobierno durante diversos conflictos sociales, han pasado a la amalgama de noticias colaterales porque la prensa limeña le ha dedicado todos sus titulares a las pintas ocasionadas por unos jóvenes en el monumento de José de San Martín en la plaza del mismo nombre durante la jornada de movilización el día 12 de julio.
En efecto, la marcha fue pacífica, convocó a más de 15 mil personas, hubo cuadras de cuadras de gente riendo y tocando sus batucadas al lema de “agua sí/oro no”, pero todo, todo, todo quedó reducido al marco teórico de un solo gesto: las pintas. Unos jóvenes cuyos rostros fueron captados por Canal N realizaron pintas con esténciles y sprays de color rojo y la prensa se rasgó las vestiduras; el Presidente de la República salió a dar declaraciones; el ministro de Cultura también hizo lo propio y el procurador de la Municipalidad de Lima se apersonó a la comisaría para sentar la denuncia. Todo en una.
Apenas terminada la marcha, cuando la gente se dispersaba, hubo en tres de los lados de la plaza inusual presencia de policías. Un conato de pelea surgió hacia la base del monumento: era gente del Movadef que discutía con un grupo. Fueron echados por estos jóvenes, pero de inmediato la Policía se acercó corriendo y todo fue un desbarajuste. No se detuvo a nadie. Yo estaba ahí: no me lo han contado. Posteriormente los policías siguieron a varias personas y a cinco de ellas las detuvieron. Incluso entraron a los bares del jirón Quilca y de ahí sacaron a unos y a otros los tomaron caminando por los alrededores de la plaza. Detuvieron a Adrián León Lostanau (20), Katherine Alejandra Dávila Acosta (23), Reynaldo Aragón Olazkagua (22), Carlos Alberto Castro Segura (22) y Luis Alberto Vargas Helm (22). Todos estudiantes, cuatro de la Pontificia Universidad Católica.
Al cerrar este artículo los habían trasladado a Seguridad del Estado, y solo porque la defensora adjunta de Derechos Humanos, Gisella Vignolo, hizo las llamadas necesarias, la abogada de la Coordinadora de Derechos Humanos pudo entrar a ver a los detenidos que aún no tenían abogado, para que puedan dar su defensa al amparo de un letrado. Estos jóvenes estudiantes universitarios detenidos no fueron los que salieron en las cámaras de Canal N haciendo las pintas. ¿Por qué estaban ahí entonces? Porque tenían en sus manos y mochilas los instrumentos del crimen: pintura en spray y esténciles. Y mis trolles en el Twitter gritaban al unísono: “pena de muerte para los grafiteros”. El mal banal: Hannah Arendt, te debes revolcar en tu tumba.
Es patético que la prensa se indigne por las pintas (que obviamente rechazamos), por las banderas verdes en los ataúdes, por la “provocación” de Marco Arana al sentarse en un banco con un letrero, y minimice hasta la vergüenza a los asesinados por balas Galil de fusiles israelíes en Celendín y por los otros peruanos muertos en Espinar, Sechura, Paita o Cañete, así como por la fractura en el maxilar superior del ex sacerdote y, obviamente, invisibilice la cantidad de gente que salió a las calles el jueves pasado.
Pero el pueblo no es bruto, aunque los medios aliados al gran capital y ahora a los más altos estamentos del Estado sean tan brutos de creer que sí.
En efecto, la marcha fue pacífica, convocó a más de 15 mil personas, hubo cuadras de cuadras de gente riendo y tocando sus batucadas al lema de “agua sí/oro no”, pero todo, todo, todo quedó reducido al marco teórico de un solo gesto: las pintas. Unos jóvenes cuyos rostros fueron captados por Canal N realizaron pintas con esténciles y sprays de color rojo y la prensa se rasgó las vestiduras; el Presidente de la República salió a dar declaraciones; el ministro de Cultura también hizo lo propio y el procurador de la Municipalidad de Lima se apersonó a la comisaría para sentar la denuncia. Todo en una.
Apenas terminada la marcha, cuando la gente se dispersaba, hubo en tres de los lados de la plaza inusual presencia de policías. Un conato de pelea surgió hacia la base del monumento: era gente del Movadef que discutía con un grupo. Fueron echados por estos jóvenes, pero de inmediato la Policía se acercó corriendo y todo fue un desbarajuste. No se detuvo a nadie. Yo estaba ahí: no me lo han contado. Posteriormente los policías siguieron a varias personas y a cinco de ellas las detuvieron. Incluso entraron a los bares del jirón Quilca y de ahí sacaron a unos y a otros los tomaron caminando por los alrededores de la plaza. Detuvieron a Adrián León Lostanau (20), Katherine Alejandra Dávila Acosta (23), Reynaldo Aragón Olazkagua (22), Carlos Alberto Castro Segura (22) y Luis Alberto Vargas Helm (22). Todos estudiantes, cuatro de la Pontificia Universidad Católica.
Al cerrar este artículo los habían trasladado a Seguridad del Estado, y solo porque la defensora adjunta de Derechos Humanos, Gisella Vignolo, hizo las llamadas necesarias, la abogada de la Coordinadora de Derechos Humanos pudo entrar a ver a los detenidos que aún no tenían abogado, para que puedan dar su defensa al amparo de un letrado. Estos jóvenes estudiantes universitarios detenidos no fueron los que salieron en las cámaras de Canal N haciendo las pintas. ¿Por qué estaban ahí entonces? Porque tenían en sus manos y mochilas los instrumentos del crimen: pintura en spray y esténciles. Y mis trolles en el Twitter gritaban al unísono: “pena de muerte para los grafiteros”. El mal banal: Hannah Arendt, te debes revolcar en tu tumba.
Es patético que la prensa se indigne por las pintas (que obviamente rechazamos), por las banderas verdes en los ataúdes, por la “provocación” de Marco Arana al sentarse en un banco con un letrero, y minimice hasta la vergüenza a los asesinados por balas Galil de fusiles israelíes en Celendín y por los otros peruanos muertos en Espinar, Sechura, Paita o Cañete, así como por la fractura en el maxilar superior del ex sacerdote y, obviamente, invisibilice la cantidad de gente que salió a las calles el jueves pasado.
Pero el pueblo no es bruto, aunque los medios aliados al gran capital y ahora a los más altos estamentos del Estado sean tan brutos de creer que sí.
(*) Rocío Silva Santisteban (Lima, 1963). Estudió literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Doctora en Literatura por la Universidad de Boston. Ganó el Premio Copé de poesía con su poemario Ese oficio no me gusta (1990). Otras publicaciones: Mariposa negra (1993), Condenado amor y otros poemas (1995) y Turbulencias (2006). En 1994 publica su libro de relatos Me perturbas (1994). Actualmente es periodista y docente universitaria. Además es presidenta de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos.
Fuente: Diario La República, Domingo 15 de julio 2012
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