Jorge Horna
Los poetas
desde hace siglos han hecho de sus jornadas la alquimia del hechizo que
disuelve desánimos y soledades. La poesía, ese arte resistente que un día
glorificó las tristezas y desencuentros, el valor y la victoria, en odas
memorables. Aquella que recoge al mundo en una gota de rocío, sinfonías que
emergen del sobresalto de los sueños.
La poesía
persiste en los auditorios desérticos, es la agonista en el silencio solemne de
las bibliotecas, la que le basta un (a) oyente o un lector (a) insomne, para forjar su propia fuerza.
Mientras circule como torrente inagotable en la lealtad de algunos corazones en
tránsito al goce del alma, ella -la
poesía- irá con ardor por la noche y
retornará porfiada en los amaneceres.
La Literatura
no es un bien de subasta; es por antítesis el regalo de lo insondable hecho
palabra, plenitud compartida. Espantan los conglomerados vacuos que acuden a
los certámenes en pos de retribuciones halagüeñas, pues se expone al ojo
especulativo de los mercaderes de la cultura. ¿Hasta qué punto somos
infraternos? Nuestras inasistencias e impuntualidades dan la respuesta; nos
negamos a aprender de la amorosa labor de la intérprete de música nativa,
Margot Palomino, quién en múltiples eventos literarios sin fijarse que éstos
sean modestos o engolados, se hace presente con su sencillez contagiante para amenizarlos
con su canto; o de las revistas literarias con propuestas democráticas y
populares editadas en nuestro país a pulso y gran afecto a la cultura.
La literatura está enraizada en esas fibras sensibles y a la vez silvestres.
Margot Palomino interpreta "Trova de Amor"
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