Es una suerte que llegue a
nuestra provincia un semanario como
Hildebrant en sus trece. Una revista cuyo director es un periodista de
verdad, un periodista que se ha enfrentado al poder y sigue en esta brega
haciendo de esta profesión un apostolado. El artículo que copiamos a
continuación salió publicado en este semanario en el número 272. La
credibilidad de los periodistas está en duda, nadie lo puede negar. En Celendín
de los 25 medios de comunicación existentes, 24 hacen de caja de resonancia de
minera yanacocha y Odebrecht. Sólo una emisora radial resiste como nuestro
pueblo la tentación a las monedas que los periodistas judas (con los dueños de
los medios) reciben (NdlR)
Sospechosos
comunes
Por Juan Manuel
Robles
No importa tanto lo que diga
un periodista sobre qué está bien o está mal en su profesión. Importa más que
su audiencia tenga –y busque- una información clara de sus posibles conflictos
de intereses, de modo que pueda evaluar si ante esos dilemas posibles el
periodista actúa con independencia. Son tiempos de reportero ciudadano, en los
que un usuario cualquiera puede tener acceso a mucha información. Yo sugeriría
que usen esa posibilidad, ese acceso a la data disponible, para rastrearlos
—rastrearnos— y cotejar. En estos días, consumir medios masivos sin hacer de stalker con sus hombres de prensa es
como comprarle polvitos nutricionales al primer charlatán que toque la puerta
de tu casa. Y creer en información dudosa es como alimentarse con tamales
bamba. Trae secuelas.
Por eso conviene recordar
algunas cosas al vuelo. La primera de las censuras, el primer silencio que casi
todo periodista acepta, es el de que imponen los intereses de su medio. El
canal. El diario. La estación. Se ha vuelto natural que el periodista se vuelva
agente y mermelero ad honorem de su propio grupo empleador, que sea parte de su
agenda evitar todo ataque al mismo, y que ni se le ocurra indagar sobre sus
posibles anticuchos. No sólo eso: el periodista colabora afanoso con sacarle el
brillo a la imagen positiva de la corporación. Esto incluye, a veces, bailar en
el spot de Navidad sacando pecho por el logo. Eso no tiene nada de malo, pero
es saludable desconfiar cuando afecten los intereses de ese medio.
Los periodistas casi nunca
tocan a sus patrocinadores. Es bien naif el
espectáculo de ver a un redactor practicante proponiendo tal o cual cosa en una
reunión de edición (aunque, por suerte y según testimonios fiables, todavía
pasa). El lector o televidente deberá escuchar a esos periodistas aceptando una
declaración tácita —de facto—: que las empresas que ponen sus bonitos
comerciales en la tanda son decentes y no vale la pena pensar lo contrario. La
actriz otoñal invitada a Lima por la tienda por departamento —cuya presencia en
las noticias aumenta sospechosamente semanas antes de su llegada— es más
relevante que la huelga de los vendedores de esa tienda por departamentos.
Por lo general, cuando un
periodista gana dinero y fama se vuelve también más poderoso. Y hace amistades
poderosas. Va a sus cocteles, se junta con gente importante, sonríe, acepta que
lo inviten a las mansiones (husmeen en las páginas sociales). Eso puede mermar
su capacidad de análisis en ciertos temas, y a la vez aumentar su capacidad de
empatía con señores que resultan tener intereses monetarios que de pronto
podrían estar en juego por la irrupción de algún proyecto político, algún
candidato que llame a remecer las cosas, a desalambrar. Cuando piensen en por
qué casi nunca vemos a una estrella televisiva del periodismo haciéndole el
pare a la gran minería, entendemos que es posible que el periodistas haya dado
su tarjeta-. Lo cual nos lleva al siguiente punto: los periodistas se
canchuelean, un capital que pueden negociar para trabajitos extra. El poder de
los medios —sobre todo de los grandes— es una realidad física, material,
contaminante, y un periodista que trabaje en ese ámbito puede vender cara su
influencia. En otros tiempos los manuales de estilo ponían límites explícitos a
estas prácticas. Hoy no. Hoy los periodistas pueden ser, a la vez, consultores
de imagen. Hombres de identidad doble que hacen prensa de día y por la noche
arman tu plan de medios para que obtengas buena prensa. Cuando un tema en boca
de todos es obviado de manera grosera por un diario, desconfiemos: puede que
alguien esté dobleteando.
Los periodistas hacen
comerciales de televisión. Se ha vuelto más o menos normal, signo de estatus
(no a cualquiera se lo piden). Ya muy pocos se cuestionan las posibles
implicancias de aceptar decenas de miles de dólares para promocionar la cerveza
del grupo más poderoso, el detergente del consorcio que posee las tres cuartas
partes del mercado, la AFP transnacional que está en contra de la reforma del
sistema de jubilación privada. Hace poco un periodista bravucón llamó mermelero
a un colega. Pues bien, ese periodista vociferante luego apareció en un
agresivo comercial de colchones en el que se da fe de la calidad del producto y
se “denuncia” que la competencia es, literalmente, basura. De hecho, para eso
un publicista contrata al periodista, para que haga de aval. Desconfiar de alguien que alquila su credibilidad por dinero
para una empresa privada y con poder suena a un buen consejo que un padre le
daría a su hijo pequeño.
Ya empieza la campaña
electoral. La verdad se volverá esquiva. Es hora de aumentar los controles de
calidad.
Fuente: Semanario Hildebrant en sus trece n° 272.en sus trece página 19.
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