Julio Garrido Malaver
Es el carcelero.
¿Será un ser humano?
Ninguna madre del mundo
podría reconocerlo y exclamar:
Hijo mío! Hijo mío!
Más que seguro nunca, nadie,
lo ha besado.
No lo ha de besar ni la
propia muerte.
Cuando la Muerte tenga que
cumplir su misión, con ser tan repugnante, no usará su guadaña ni sus
descarnadas manos.
Alguien cumplirá el mandato
de la Muerte. La Muerte no lo matará.
Es el carcelero.
Feo como un sapo. Diminuto y
rechoncho. Estampa cabal del miserable. Para él no existe la piedad ni hombre
alguno que deba respetar.
En los hombres sólo descubre
costados para hundir sus lanzas caldeadas de odio.
No sabe manejar sino el
fuete y la pistola.
Todo cuanto tocan sus manos
tiembla o se resiente. Si detuviera sus miradas en las flores: perderían sus
colores y aromas.
Todo lo que toma contacto
con su cuerpo, sufre. El propio estiércol se siente violado bajo sus plantas.
Es el carcelero.
Han dicho que puede ser hijo
del demonio y quizás no sea más que su escupitajo.
No debe tener corazón. Su
corazón puede ser araña o sapo repugnante.
Jamás ha reído. Nunca amó a
nadie; y de amar, ¿quién podría amarlo?
Es el carcelero.
Más de una vez pasó junto a él, indiferente, la muerte.
Sólo algunas pocas veces le escupió algunas heridas. Fue así: un puñal de repudio se lanzó contra él. Muchas balas buscaron sus víceras, para rajarlas, pero en ese cuerpo maldito apenas inscribieron unas cuantas cicatrices.
Todos los presos de la isla
lo odian, pero nadie le teme.
Es mala semilla que la
tierra todavía no se ha resignado a recibir.
De ese esqueleto, que es la
más deprimente prisión de la vida, la vida no ha podido escaparse todavía y
sufre el más infamante cautiverio. Cuando vigila a los secuestrados políticos
asoman a sus ojos alimañas de odio.
Y ese carcelero misterioso
que ríe para el secuestrado y le brinda palabras de consuelo; que a escondidas
ofrece ventajas de toda laya; que habla de libertad y de justicia para todos
los peruanos, a través de las rejas: es otra miserable sabandija.
Pequeño hasta no tener alma,
busca los labios atormentados del prisionero, captura sus gritos y libertarias
protestas para esgrimirlas como acusaciones.
El día que deje de respirar
el aire tributará olor a pureza, y los cuervos, buenos jueces, le estirarán la
lengua hasta convertirla en hilo; con ese hilo le atarán la garganta, miles de
veces, para que nunca más haga ejercicio de la delación; para que la delación
no resucite en ningún nombre.
Del libro Celendín y Julio Garrido Malaver de Santiago Araujo Velásquez, páginas 156, 157, 158 y 159.
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