EL
LOCO ANDRÉS
–Mira, él es Andrés.
Y me indica, a través de la ventanilla, a
una figura humana que pasa rauda por la acera. Efectivamente, miro bien antes
que la imagen aludida termine de desaparecer de escena y veo a un joven negro,
harapiento, del que sólo me doy cuenta que lleva una camisa amarilla
desabotonada y camina algo torpe.
–¿Quién es? –le pregunto.
–Es mi amigo.
–¿Tu amigo? ¿Cómo así?
–La historia es la siguiente. Lo había visto
merodear una vez a la puerta del colegio, más haraposo que ahora y temible pues
además es un moreno corpulento y alto. Aquella vez, para alejarlo de las
inmediaciones, lo saludé, le dije yo soy la directora del colegio, qué se te
ofrece, en qué te puedo ayudar. Le hablé con naturalidad, como que es un ser
humano, entonces me dijo que estaba buscando a un chico del colegio a quien
quería pegar. Le dije, ¿alguien te ha molestado?, si es así yo hablaré a los
chicos del colegio para que te respeten, ya no te preocupes. Y entonces le
invité a tomar un desayuno en el mercado
de al lado. Conversamos y me contó que vivía solo y que toda su familia estaba
en el extranjero. Una historia extraña. Le enviaban cosas del extranjero que le
llegaba a través de una tía de aquí, la que le dejaba los encargos y se iba.
Provenían de la madre y hermanos asentados en Italia, a quienes no veía hace
años. Del padre sólo sabía que vivía en Huancayo. Lo habían abandonado, así de
simple, haciendo cada uno su vida. Tomó el desayuno y de lo más normal me
agradeció y se despidió. Desde aquella ocasión, algunas veces, me ha buscado
amigablemente. Suele tocar el portón de la escuela y pregunta por mí. El
conserje, que al principio se espantaba,
ahora corre a llamarme y me dice, señora directora, su amigo. Y yo lo
trato como tal, encargo que le lleven a tomar un desayuno o, cuando tengo
tiempo, yo misma voy con él al mercado o a una carretilla ambulante, charlando.
Mira lo que pasó hace poco. Llego al colegio como siempre y encuentro un
alboroto de madres de familia agolpadas en el portón. Incluso noto que acababa
de estacionarse un auto patrullero, del cual descienden los policías. Al verme
llegar las madres me rodean y agitadas me cuentan, señorita directora un loco
se ha metido al colegio y cualquier desgracia puede pasar con nuestros niños,
no podemos sacarlo porque está con un palo, ya hemos llamado a la policía. A
ver, un momento, tranquilas, les digo yo y me acerco a la entreabierta
portezuela y, efectivamente, diviso que está sentado Andrés, en medio del
desierto patio, del que todos han huido. Tiene
una apariencia aún más terrible. Sucio, casi desnudo y con un grande
palo en la mano. Realmente su figura morena, a pesar de su desastrada
apariencia, es atlética, trasluce fortaleza, para cualquiera muy temible.
Allí mismo se me acerca el oficial y, tras
reconocerme como la directora del colegio, me comunica que van a ingresar a
desalojar al intruso. Saludo amablemente al oficial y le digo risueña, mi
oficial, yo conozco a ese muchacho, sufre problemas psíquicos y necesita ayuda.
Pero no es agresivo si se le habla bien. Yo iré a su encuentro y me voy a
encargar de invitarlo a salir, de esa manera evitaremos forcejeos o violencia.
El policía me mira un poco escéptico, ¿está segura que va poder persuadirlo?,
me dice. No se preocupe, estoy segura que me va a escuchar a mí. Entonces el
oficial me dice que me dará un tiempo prudencial, pasado el cual procederán de
todas maneras a realizar el operativo. Y me dice que tenga cuidado.
Yo cruzo la portezuela ante la expectativa
muda de las madres de familia. Aunque algunas alcanzar a decir, ¿no tiene miedo
señorita? Camino por el amplio pasadizo desde donde, de más cerca, veo a
Andrés, sentado, cuan grande es, aparentemente distraído, en medio del
despejado patio, dando golpes en el piso con el gran palo que tiene en la mano.
Más lejos, en las puertas de las aulas de los alrededores o de las de la
segunda planta, veo a las señoras del personal de servicio, a los profesores y
auxiliares cuidando que no salgan los alumnos de ellas. Sólo veo las cabezas
atentas y fisgonas de éstos como sombras pegadas a las lunas de las ventanas.
Me acerco a Andrés y noto que en la otra mano tiene empuñado un cascajo grande.
Él acaba de notar mi presencia y me
parece que la expresión de su rostro, tensa y ensimismada, ha cambiado. Hola Andrés, le digo, qué haces
ahí sentadito. Hola señorita directora, me dice, le estaba esperando. ¿Así?, le
digo yo, qué bueno Andresito, qué buena visita tengo hoy día. Noto cierta luz
en sus ojos, no obstante, rápidamente vuelve a tornarse adusto y balbucea algo.
Te escucho Andrés, le digo, ¿qué dijiste? Que la Tonga no me venga a gritar a
mí, me dice molesto, qué se cree, si es una fumona. ¿La tonga?, digo yo, ¿quién
es la Tonga? Esa ladrona que está en la puerta, si me sigue insultando va a ver
conmigo. Me acuerdo de una de las madres que más barullo había estado haciendo
en la puerta y, efectivamente, se había adelantado a decir a la policía que
encierren a ese “que se hace el loco” y “no lo saquen más”. Yo le había
invocado que se serene y no trate así al muchacho. No te preocupes Andrés, le
tranquilizo, yo voy a reprender a esa señora. Pero él sigue farfullando: qué
habla ésa… si sus hijos son unos fumones y rateros también. Tú tiene razón de
estar molesto, le digo, nadie tiene derecho ha hablar de ti sin fundamento. Ya
escuché tu queja, y, como sabes, las cosas que pasan en el colegio lo resuelvo
yo, sabes que soy la directora y si es posible educar a una mujer grande lo voy
a hacer. Andrés parece que se tranquiliza un poco. Andrés -aprovecho en
decirle-, te propongo algo. Él me mira meditabundo por un momento. Es buen
signo esa atención, me digo yo. Andresito, sigo diciendo yo, te propongo ir a
la dirección y conversar allí, necesito conversar contigo y seguro tú me estás
visitando también para eso. Sí señorita, me dice Andrés. Vamos entonces, le
digo, tocándole el brazo para que se levante. Él se pone de pie con la
tosquedad de un gigante haciendo resonar toda su parafernalia, y me sigue.
Alrededor todos siguen la escena en un silencio que se siente. El oficial a
quien veo que se ha cuadrado en la portezuela también mira la escena a esa
distancia, pero presto a actuar. Yo le hago una seña para que espere un poco
más y él parece asentirme, pues ha visto la docilidad con que me sigue mi
amigo. Ya en la dirección, invito a Andrés que tome asiento. Andrés, le digo, a
veces me pregunto por qué andas tan desaliñado, un muchacho guapo, simpático
como tú. Andrés me mira pensativo. Te digo Andresito -continúo hablándole- qué
te falta, eres fuerte, alto, buenmozo, cualquier chica se fijaría en ti, pero
fíjate cómo estás -le digo risueña y tocándole cariñosamente la espalda- estás
con un solo zapato viejito en un pie y el otro pie desnudo, ¿qué pasó con el
otro par? Nada, señorita, dice él dibujando una mueca, el otro se me perdió.
Ah, Andrés, le digo yo, mira ese pecho
descubierto sucio y esa cara de buenmozo todo descuidada, la cabeza con paja y
polvo. No, no, Andresito, por eso la gente se aparta, ¿tú quieres ahuyentar a
la gente en lugar de que te hable bonito, con lo guapo que eres? Andrés ha
adoptado un aire sereno, casi adormilado. Yo le abotono la sucia camisa celeste
y le digo para que se baje la basta remangada hasta la rodilla, especialmente
de una de las piernas, del renegrido pantalón azul. Así le conduzco al baño, le
digo que se lave la cara, pues le voy a invitar a tomar un buen desayuno en el
mercado o donde quiera. Él obedece, entra al baño y sale lavado pero remojado
el cuello de la camisa. Le alcanzo una toalla de mano para que se seque bien.
Pienso cómo ayudar al muchacho, quizá lo lleve a un nosocomio, pero siempre
requerirá de un familiar que siga el caso. Vamos Andrés, le digo terminado el
aseo. Él obedece pero coge el mugriento palo, sólo ha olvidado la piedra. ¿No
dejas el palo?, le digo yo. No señorita, me contesta con firmeza. No insisto,
pero le digo que lo lleve en el brazo, menos ofensivamente, y él así lo
hace. Avanzamos a la salida y cuando ve
el tumulto en la puerta, se detiene y gruñe algo. Yo me acerco sola y digo al sargento que el muchacho va a salir
pacíficamente y, por favor -me dirijo a las madres-, despejen la salida, ya
acabó todo, el chico se irá conmigo. Doy indicaciones a un auxiliar para que
lleve la voz de que todo vuelva a la normalidad y los profesores reinicien las
clases, que ya estaré de retorno. Vuelvo donde Andrés y juntos atravesamos la portezuela y, ante la
sorpresa de todos, en efecto, me alejo de la escuela con mi amigo, a tomar un
desayuno en el mercado y a pedirle, muy persuasivamente, que, como amigo
mío, me ayude a llevar el orden y
tranquilidad en el colegio, que la próxima vez que me visite, ya sabe, lo haga
educadamente, toque la puerta despacio y pregunte por mí, que yo estaré siempre
dispuesta a charlar con él, que siempre será bien recibido. Ël, mientras devora el desayuno, asienta con la
cabeza entendiendo perfectamente lo que quiero de él en relación al colegio; no
hay que asustar a los chicos, le digo. Sí señorita, me dice, yo no quiero
meterme con los chicos. Y así ha sido efectivamente los subsiguientes días,
cuando ha vuelto al colegio. Toca la puerta, sólo pregunta por mí. Ya lo
conocen. Algunos niños de los primeros grados corren a la dirección, cuando
ocasionalmente ven que Andrés llama por
mí, y me dicen agitados, señorita directora “su hijo” lo está buscando. Yo
sonrío. Ya, les respondo yo, voy por “mi hijo”.
0 comentarios:
Publicar un comentario