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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

jueves, 26 de septiembre de 2013

Gratitudes

A estas alturas, no sé si el Guillain Barré que se cruzó en mi camino hace más de dos años fue una desventura o un milagro.

De un momento a otro, tomé conciencia de la ausencia de fuerza en las manos, y el dolor muscular al que no había prestado atención, resultó ser un anuncio de la pérdida de conducción nerviosa que, poco a poco, terminó postrándome en la cama de un hospital, con una cuadriplejia de la que son víctimas una de cada cien mil personas.

Los siguientes meses fueron una compleja superposición de sentires, y mi existencia se convirtió en una suerte de tierra de nadie en la batalla librada por frustración y el estoicismo.

El episodio, no obstante lo desagradable de las neuralgias, los espasmos y contracturas musculares, llegó pronto a ser una de las experiencias más hermosas de mi vida.

La relación con mi madre se fortaleció indescriptiblemente: pasamos más horas juntos que en muchos años, adquirí el valor que no sé por qué me faltaba para decirle “te quiero”, y descubrimos juntos la prístina fuente del amor en el mundo: un Dios poderoso capaz de convertir el peor de los males en la mejor oportunidad de tu vida.

Descubrí la amistad en su más real manifestación: ser la oportuna respuesta a nuestras necesidades. Siempre hubo alguien para empujar mi silla de ruedas, para ayudarme en cosas tan simples que sin embargo no podía realizar, como abrir una botella de agua mineral, o alcanzarme un libro de mi biblioteca… Y recuerdo con extrema claridad la insistencia de sus voces: “ya es momento de que camines”. Y entre risas: “no importa como pato, y cogido del brazo, pero tienes que estar de pie”.

Conocí la solidaridad de mi pueblo, de mis docentes universitarios, que me apoyaron moral y económicamente para sobrellevar la adversa circunstancia.

Supe con claridad lo difícil que es el mundo para una persona con discapacidad, la impotencia e indignación que se siente al observar que un taxista no se detiene ante tu llamado solo por verte en silla de ruedas, y fui infeliz protagonista de aquellas caídas accidentales al transitar por veredas sin rampas o calles agujereadas.

¿Desventura? No. Milagro, fortuna, bendición.

Y si algo de temblor en las manos o algún dolor articular han quedado como secuelas, bien valen la pena. Porque, como dicen algunos post más o menos trillados en el Facebook, sentir en la vida la dicha del amor divino, maternal, fraternal y amical, “no tiene precio”.

Por eso hoy, mientras el chapotear del agua de la gruta artificial que reposa en la esquina de mi salita rompe el silencio, me he sentado a meditar con cierta nostalgia e infinita gratitud y sólo intentando plasmar en estas líneas lo inefable que abunda en el alma, le he rehuido a este nudo en la garganta que me situaba en la frontera del llanto.

Fuente: Web El Tiempo

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