Para Luisa Pérez
A Silvia le hablaba de Malena. Es linda, muy linda, le decía.
Casi a diario soñaba con ella. Sentado a su lado en el piso recién alquilado,
peinando sus cabellos aún mojados, arreglando las uñas de sus manos y sus pies,
colocando flores en un jarrón en la mesa de centro de la inmensa sala, tomando
el té con los amigos que venían a visitarnos casi todas las tardes, contestando
el teléfono para postergar citas o reuniones, yendo de paseo por el centro de la
ciudad, luciendo un vestido nuevo y con el maquillaje resaltando sus facciones
más bellas. Silvia escuchaba con cierto malestar el relato de mis sueños. Con
rabia nada oculta cerraba el periódico que leía y se iba al dormitorio. Sentada
frente al tocador se alisaba el cabello y se contemplaba desde uno y otro
ángulo. Al volver, sosegada, mucho más tranquila, me preguntaba, una y mil
veces, si aún la encontraba bella, que si aún era feliz con ella, que si aún
ella sigue siendo mi princesa. Eso ni lo dudes, Silvina, te amo con locura mi
princesita hispanoincaica, le contestaba. En silencio la admiraba, sentía cómo
la amaba, claro, y me prometía amarla siempre, siempre. Entonces ella,
suspirando profundamente, soñaba con ser Malena.
Nunca me gustó jugar a la gallinita ciega, pero desde que
conocí a Malena me encierro en mi habitación, me vendo los ojos y gozo
penetrando en esa mansión oscura, en ese vacío insondable. De esta manera es
como intento acercarme a Malena. Me gustan sus labios, me alegra su sonrisa. Y
sonreír es una de las pocas emociones que aprendió a mostrar sin reticencias.
Aún no llega a cumplir los veinte años pero toda su vida la lleva atada a una
silla de ruedas. Sus ojos azul-grisáceos no conocen los colores ni los diversos
tonos blancos y negros. Su voz nació apagada. Para comunicarse con ella hay que
tener mucha paciencia. El papel, la pluma, la escritura le son conceptos
abstractos, no sirven de nada. Para “conversar” con Malena hay que recurrir al
“lormen”. Y el lormen es un método para poder dialogar con los
sordo-mudo-ciegos que lo inventó Gerónimo Lormen hace más o menos cien años
atrás. Para describir una letra hay que golpear levemente o tocar una
determinada parte de la palma de la mano.
Malena vivía con su madre en una antigüa casa de la calle
Merced de Valladolid. A diario la visitaba y le decía que un día vendría con
Silvia. Para que conozcas a mi novia, a mi princesa. Pero lo que más deseaba
era salir a pasear con Malena. Mientras tanto hacía todo para ganarme la
confianza de su madre. Debería caerle bien a ella. ¿Señora, cuando me deja
llevar a Malena a pasear por el centro de la ciudad?, le pregunté una vez. Ella
con el ceño fruncido, sin dejar de hacer sus labores, dijo: Un día de estos,
jovencito, un día de estos... Hasta que una tarde, después de mucha insistencia
y cuando menos lo esperaba, me permitió sacarla de casa. Entonces feliz, con
Malena bien apoltronada en la silla de ruedas, salí a la calle. Me sentía
orgulloso de andar a su lado. Me hubiera gustado ir al cine con Malena, pero
mejor aprovechamos para tomar un refresco en el agradable Café-Bar-Compás donde
sirven unos combinados estupendos. Los ventanales de vidrio dejaban pasar la
luz del día sin trabas y se extendía con toda su blancura sobre las mesas,
lamía las paredes sacándole lustre. La muchacha rubia, que nos atendió muy
amablemente, llevaba los vaqueros bajo las caderas y mostraba un tanga blanco
de tiritas anaranjadas. Alelado miraba el rostro curioso de Malena. Sus
facciones neutras y sus manos parsimoniosas tamborilando los brazos de la silla
de ruedas.
Y es así, me gusta observar a Malena sumergida en su mundo.
Cuando deja de jugar con su cadena de perlas de madera, agita los brazos en el
aire como si buscara a alguien o algo. Entonces le acaricio las manos y ella me
sonríe, esa sonrisa dulce la ilumina. Cierro los ojos e imagino que estoy
tirado de espaldas sobre las baldosas frías de la Plaza Mayor de Valladolid,
con las manos sujetando pedazos de cielo a manera de pañuelos. Suaves chorros
de luz de luna se deslizan bañando al ayuntamiento y a la estatua del conde de
Ansúrez. Un silencio indescriptible me rodea y el viento me trae el bullicio de
la gente. No los veo, sólo presiento sus andares. Todo lo que me rodea, hasta
los sonidos, lo percibe mi olfato. Mi nariz, como un perro sabueso, aletea tras
los aromas. Es mi única ventana a la vida. Esto me aúna a Malena que va y viene
en su silla de ruedas. Ella nunca ha visto algo bonito ni ha expresado un
deseo. Casi todo el tiempo lo pasa en su habitación ordenando y desordenando
cosas, quitando algo aquí y poniendo algo allá, hasta que su madre viene y la
llevan a comer, a realizar algunas labores y a pasear. Malena generalmente
asiente a todo con un afirmativo movimiento de cabeza. No sé si le gusta cuanto
hacemos con ella, dice su madre. Me mira desconsolada y prosigue, Sólo tratamos
de entenderla, de comprenderla, nada más.
Y los pensamientos, los deseos de un sordo-ciego-mudo no son
nada fáciles de captar, de concebir. Las múltiples fases de la vida diaria transcurren
como si fueran filtradas, sin colores ni sonidos, en dependencia total de los
que podemos ver y oír. Como un “No-World”, un “No-Mundo”, ha bautizado a su
vida la escritora sorda-ciega Helen Keller. Un mundo casi imposible de entrar
desde fuera y difícil de abandonar desde adentro. Así, el entorno de Malena
alcanza apenas hasta donde llegan sus brazos estirados. Los olores, las
sensaciones de frío y calor le vienen desde muy lejos, movimientos libres en el
espacio o palabras de aliento son para ella inalcanzables. Malena existe como
si no hubiera venido al mundo, por eso hay que ir con el mundo hacia ella.
Llevarle el mundo, mi mundo. Los colores y la gracia de la vida, de mi vida.
Cuando la veo mecerse horas y horas, adelante, atrás, adelante, atrás. Cuando
parece gritar y desesperarse. Cuando se golpea la cabeza en el respaldar de la
silla de ruedas. En todo eso me parece ver que el cuerpo de Malena se reduce a
lo más interno de su “No Mundo”. A lo mejor su mundo de oscuridad y silencio
encuentra en todo eso un incentivo a sentirse, a no hundirse por completo. Por
eso hoy le tomé las manos, las acaricié largo rato; le besé los labios, el
rostro, mis manos se hundieron en toda su piel con el mensaje de mi mundo. El
ardor de mis deseos se prendió a las ramas secas que se acumulaban en el fondo
de sus entrañas. Sus manos enternecidas se encendieron con la luz de una
lámpara que crecía segundo a segundo. Todos mis lugares, mi norte y mi sur, mi
oriente y occidente, fueron para ella descubrimientos dotados de aventuras
impredecibles. Hoy intenté entrar en el mundo de Malena. Hablarle al oído de su
alma.
Mucho tiempo después, una mañana desperté sobresaltado. Rompí
en llanto desconsolado. ¿Qué te pasa?, preguntó Silvia. Malena ha muerto,
contesté saboreando mis lágrimas. Sentí todo el cuerpo derrumbarse,
descomponerse, con los golpes de una pena inmensa. Apagué la radio y empecé a
beber en silencio. Silvia también lloraba sin decir una palabra. Entonces me
vestí de negro y salí hacia la casa de Malena llevando los pésames de Silvia.
Esa noche no regresé a casa. Silvia no consiguió ubicarme pues había apagado mi
móvil. Cuatro o cinco días después, cuando llegué a casa, Silvia atinó a
espetarme con energía: Estás loco, loco de remate... No contesté, sólo la besé
en los labios a la volada y me metí a la ducha. Desde ese día caminaba como
sonámbulo sin decir una palabra.
Me he vendado lo ojos y he taponado mis oídos. Dando tumbos
he salido a caminar por la ciudad. Cruzo la Plaza Santa Cruz. Un coche me roza
en la calle Librería. En Duque de Lerma la gente murmura algo, seguro dirán que
estoy loco. Llego a la calle del Paraíso y percibo que alguien se me acerca con
sus efluvios de perfume Lacoste. Es Gustavo Martín Garzo. Gustavo, el escritor,
me enlaza un brazo con la sana intención de ayudarme. Pero a él le interesa más
hablarme de El lenguaje de las fuentes. Me da la impresión de querer
confundirme con la Marea oculta. Aunque, a decir verdad, creo que quiere
alertarme de Los amores imprudentes. Al ver que no le hago caso, que no le
escucho, se va corriendo calle abajo, con su pantalón de tirantes y a media
pierna. De pronto aparezco en la esquina que forman las calles Rastro y Perú.
Cabalgando en Rocinante viene a mi encuentro Miguel de Cervantes Saavedra. Me
invita a pasear por la plaza España, pero sus intenciones eran llevarme a la
Librería Amadís para comprar unos ejemplares de sus Novelas ejemplares. No sé
como explicarle que no entiendo el lenguaje en tinta y papel. Soy sordo. Soy
mudo. Soy ciego. Sólo tengo mis manos, mis pies y un “No Mundo”. Le hago
algunas señales en la palma de su mano, pero él la retira violentamente. Quiero
seguir mi camino, pero al salir de la librería me choco con Miguel Delibes.
¿Oiga, jovencito, me dice, no sabe usted que La sombra del ciprés es alargada?
Y qué ganas de poderle contestar que yo soy El hereje, pero decido mejor,
impotente de decir algo, largarme con La escopeta al hombro.
Ahora es Malena quien camina conmigo, colgada de mi brazo.
Malena sonríe. Está contenta. Cansados de deambular nos detenemos en la Plaza
Mayor de Valladolid. Le doy un beso a Malena. Saco los tapones de mis oídos y
el vendaje de mis ojos. De pronto me doy cuenta que no escucho nada y estoy
mudo. Grito. Lloro. Pero en realidad sólo son grotescos movimientos de mi boca,
como a César Vallejo sólo me sale espuma. Me caigo. Me arrastro entre
penitentes descalzos, manolas vestidas de luto, entre las imágenes de la Virgen
de las Angustias, La Virgen de los Cuchillos y la Dolorosa de Salzillo. Ahora
se desvanece todo otra vez. No hay nada. Sólo el viento frío me golpea con la
fiereza de cuchillos cortantes. Poco a poco se va oscureciendo, todo empieza a
cubrirse de una niebla densa. Silencio de cementerio y oscuridad. Quisiera
tener a Malena junto a mi. Estiro los brazos con el afán de hallarla, de
apoyarme en ella, pero no está. Tampoco reconozco donde estoy. No sé por donde
ir, qué rumbo tomar. Cómo llegar ahora a casa. Dónde encontrar ahora el
bullicio del río Pisuerga. Cómo saber ahora el color de las noches. Cómo
aullarle a la luna. Cómo, cómo, si ahora me hundo irremediablemente en un mundo
desconocido y silencioso, un lugar con los colores asesinados, sombrío paisaje
que a veces sólo me permite escuchar algunos arrebatos de música lejana...
Día y noche, sentado en el sofá, como un obseso, mis oídos
casi marchitos se dedican a auscultar la calle a través de la ventana sólo con
la esperanza de sentir la cercanía de Malena, el calor de sus manos en mis
manos.
Entonces Silvia empezó a buscar a Malena. Primero fue a la
calle Merced y no encontró nada. Preguntó por ella en el vecindario y nadie le
dio razón. En los registros de nacimientos no existía Malena Zapatero, ni
tampoco en el de defunciones. Menos en la guía telefónica aparecía ese nombre.
En ningún hospital ni en la morgue le fue posible encontrar el menor indicio de
la existencia o muerte de Malena. En los diversos centros de ciegos y
discapacitados tampoco pudo encontrar huella alguna. Al cabo de varios días,
cansada de tanta búsqueda, una tarde muy de noche Silvia volvió a la casa, muy
molesta conmigo. Se encerró en el dormitorio y la escuché llorar, en otros
momentos parecía reír como una loca. Mientras veía la televisión me quedé
dormido en el sofá. Al día siguiente, Silvia me despertó violentamente, me miró
a los ojos como si quisiera clavetearme a cuchillazos, y me dijo: Maldito, ya
te frejaste, maldito. Hizo una pausa y agregó: Has matado a Malena y no tendrás
perdón, mil veces maldito.
Desde entonces Silvia se me acerca y me dice al oído con
calculado sarcasmo: Soy Malena. Yo hago como que no la escucho y sigo
impenetrable, sin pestañear, mi tarea de escuchar, con el otro oído, el más
leve aviso de la presencia de Malena en la calle. Pero Silvia insistía en
llamarse Malena y eso me molestaba. Todos los días con la misma cantaleta. Soy
Malena. Soy Malena. Me llevaba el demonio que ella tratase de usurpar el lugar
de Malena. Hastiado de esa situación, cansado de tanta jodedera con eso que
ella es Malena, una noche la empujé por la ventana.
En pocos minutos vinieron los encargados de mantener el orden
público. Entre varios policías me sacaron del sofá y me llevaron en vilo hasta
unos de los autos que habían estacionado frente a la puerta del edificio. Me
encerraron en una celda a donde Silvia empezó a venir todas las noches. Llegaba
en silencio, abría la puerta de la celda y se introducía desnuda en mi cama.
Soy Malena, me decía, y eso me despertaba furioso. Así malhumorado me llevaban
ante el juez para prestar mis declaraciones. Asesinato. Alevosía. Premeditación.
Sangre fría. De todo me acusaban. Yo no me defendía. Con la mirada fija en un
punto cualquiera seguía la verborrea de jueces, abogados y testigos. Después de
muchas sesiones, no sabría decir la cantidad, decidieron internarme en el
Hospital Psiquiátrico Dr. Villacín del Barrio Parquesol.
Hasta aquí ha llegado Silvia. Unas veces vestida de negro,
otras de blanco impecable y otras de rojo fuego. Tacones altos que traquetean
en el piso. Un sombrerito muy mono y unos guantes coquetos. Entonces la invito
a sentarse y le digo que la quiero mucho. Todo he consentido, Silvia, pero no
podía permitirte el lujo de suplantar a Malena. Eso, Silvina, ya era demasiado.
Malena fue mi creación perfecta, única. Ni Dios ha sido capaz de crear un
animal tan maravilloso, tan excelente. Silvia calla, repasa la pulcra
habitación con la mirada, luego se levanta y se va. Me quedo escuchando su
taconeo cada vez más lejanos, cierro los ojos y me vuelvo a dormir.
La última vez que vino Malena, impulsando su silla de ruedas
a toda carrera por los pasillos del hospital, fue para decirme que Silvia nunca
más volverá. Con un mohín gracioso se lanzó contra las ventanas de mi
habitación y se fue volando, cantando alegre y feliz, como un jilguero que
escapa de su jaula, de su prisión.
Ahora estoy solo y trato de comer una cucaracha que merodea
por el alféizar de la ventana.
Glosa Biográfica:
Walter Lingán (San
Miguel de de Pallaques, Cajamarca). Desde 1982 radica en Colonia (Alemania) donde trabaja en el
departamento de radiología de un hospital. Si bien se ha establecido en este
lugar su relación estrecha y entrañable con el Perú se manifiesta en gran parte
de su producción literaria.
Ha publicado las novelas Por un puñadito de sal (Lima, 1993),
El lado oscuro de Magdalena (Trujillo, 1996), Un pez en el ojo de la noche
(Lima, 2009) y El espanto enmudeció los sueños (Lima, 2010), así como los
libros de cuentos Los tocadores de la pocaelipsis (León, España, 1999), La
danza de la viuda negra (Lima, 2001 y 2008), Oigo bajo tu pie el humo de la
locomotora (Edición Bilingüe, Bonn, 2005), La ingeniosa muerte de Malena (Lima,
2009). Ha sido antologado en Perú, Francia, España y Alemania.
Próximas publicaciones: Koko Shijam, El libro andante del
Marañón (Novela. Lima, marzo 2013) y La mansión del shapi y otros cuentos
(Lima, junio 2013).
Es colaborador de la revista alemana ILA (Bonn) y coordina la
realización mensual de la Tertulia Literaria La Ambulante (Colonia). Ha
recibido premios literarios en Perú, Francia, Alemania y España.
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