César Hildebrandt
El
congreso es la representación de lo que somos. Y lo que somos, aparte de
creativos y emprendedores, es un país de instituciones rotas, partidos en fuga,
ignorancia creciente y esa jactancia “nacionalista” que es para morirse de
risa.
Ningún esperpento congresal nació en la Plaza Bolívar. Allá fue enviado
por los votos de gente peor que él, de entusiastas comarcales que lo veían como
un líder, de azuzadores que esperaban una retribución cuando llegase la hora de
pedir favores, de analfabetos que creen que la democracia consiste en votar y
no en escoger.
Los
congresistas no son padres de ninguna patria. Son hijos del Perú. Si son pobres
diablos –y buena parte lo son- es porque hay una masa rotunda de pobres diablos
que mantiene la prensa idiota de 50 céntimos, los programas de la telebasura,
las radios descerebradas.
El Perú es eso. Cuando los humos de “Mistura” se esparcen y los
discursos sobre el patriotismo estomacal terminan, lo que queda es un país que,
por enésima vez, está desperdiciando una oportunidad de construirse como
entidad seria basada en una democracia culta y en una meritocracia de consenso.
Un país que desinvierte en educación escolar y pone sólo centavos al servicio
de la ciencia y la cultura no es un país: es un embotellamiento.
Fujimori también desacreditó el Congreso. Cuando lo barrió, hizo más que
nunca de las suyas. Y cuando lo sustituyó, el camino fue para peor. Lo que
siguió fue una corte de “aduladores impávidos” que intentaron legitimar las
arbitrariedades de la dictadura. Fue el Congreso de los Siura, los Torres Lara,
La Posada y el Chirinos Soto.
De
modo que no es el sistema de representación el que determina la calidad del
Congreso. Es que la democracia en el Perú –y en buena parte del mundo- es hoy
una utopía maltratada, un mandato cuantitativo, un vocerío de teledirigidos.
Las “ciudadanías” han dado paso a las plebes felices de su desinformación y su egoísmo.
Los medios de comunicación son parte de una maquinaria de sustitución que
expulsa del sistema a todo aquel que puede poner en peligro al gran capital,
cada día más global y concentrado. Lo que queda, por lo general, son masas
anuentes que integran el decorado de la farsa: el gobierno del pueblo conducido
por los medios de comunicación al servicio de una alternativa que es la
corrupción del liberalismo (las ganancias son privadas y las pérdidas, cuando
son inmensas se socializan.)
Con un pueblo
mentalmente secuestrado (o apaleado, o asesinado cuando se rebela) nadie, sin
incurrir en una gran ironía, puede hablar de democracia.
En
el Perú hay 50 siglas políticas que agrupan diversas voracidades y que son
demostración de nuestro estado cultural. Mientras tanto, el Apra, saqueada
ideológicamente por García, se desintegra; el partido de Humala está enterrado
en Madre Mía; y la izquierda se esmera en mejorar sus confusiones. ¿Y el PPC? El
PPC es el partido de derechas que la derecha ya no necesita: es más práctico
ganar “en mesa” más allá de cualquier resultado electoral.
¿Qué tamiz puede haber para escoger a los congresistas? Ninguno que
valga la pena. Lo que hay, en todo caso, es el dinero: la bolsa per cápita “de
la campaña nacional”. O la ilusión del cacicazgo. O la descentralización
entendida como cuoteo. Todo se mide, menos la inteligencia o el nivel cultural.
Se patea al Congreso (y con razón). Pero no se dice mucho de la
situación profujimorista en que está ahora, con Mendoza a la cabeza, el Poder
Judicial. Y menos se habla de aquel candidato presidencial nacionalista que el
viento, la CONFIEP y el dinero se llevaron.
Es
fácil criticar al Congreso. Lo difícil es admitir que el congreso nos refleja.
Basta escuchar las estupideces multitudinarias que transmite Radio Capital -que
ha encontrado la fórmula perfecta para ejercer el “periodismo interactivo de
raíz populista”- para darse cuenta de cuán lejos estamos de ser el país que
muchos creen estar ya habitando.
Fuente: Semanario Hildebrant en sus trece
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