David Roca Basadre
Hay estado de emergencia en las calles, en
los campos de Cajamarca. Una protesta pacífica –con un solo censurable daño a
una propiedad de la minera al inicio de las movilizaciones y un daño mayor en
un padre de familia que queda inválido de por vida, producto de la represión
hacia los manifestantes- deja el sabor triste de las distancias que existen,
aun ahora, entre los pueblos y quienes los gobiernan.
Concediendo cada lado, se había llegado en
las conversaciones a acuerdos que era necesario que los dirigentes consultaran
sus bases: así funciona el Perú real, el de las comunidades alejadas de los
individualismos que se promueven entre los que pueden darse el lujo de estar
solos, privilegio de pocos, precisamente. Pero fue esto lo que no se entendió.
Esta polisemia social de la palabra democracia ha marcado las distancias y
sellado la primera parte de eventos altamente conmovedores.
De tales distancias están hechos tantos de
los conflictos en el Perú, que si lo generado por el proyecto Conga no llega a
buen puerto –es decir, a resultados que satisfagan a todos, pero principalmente
a los pueblos que solo tienen el recurso de su capacidad de actuar juntos para
ser escuchados- cabe preguntarse con toda seriedad y legítima preocupación si
los demás conflictos a la vista podrán tener salida alguna. Conga, de pronto,
marca un antes y un después en la vida política de nuestro país.
Se trata entonces –como suele ocurrir y como
lo vimos antes ya en tantos otros sucesos que hay que lamentar: Bagua, por
ejemplo- de la brecha hasta hoy insalvable de formas diversas de comprender la
felicidad, el bienestar, el sueño para el que se hace el cada día. Este territorio
extenso que habitamos y que no llega a construirse como patria, este Perú –nombre
colonial- está hecho de tales discontinuidades, donde la palabra diversidad
sigue sin tener sentido real para todos, más allá de las proclamas culinarias y
el sueño de los econegocios.
Y por eso ocurre que un Estado que no entiende
al otro, pero sostiene constitucionalmente el monopolio de la fuerza, decide
que los que no quieren firmar adoptan ese gesto por capricho intransigente, porque
consultar a la gente de la que reciben el mandato es intranscendente.
La sabiduría de los pueblos es a veces
inmensa. Los cajamarquinos, esos shilicos de las alturas en particular, deciden
replegar sus fuerzas y oponer resistencia allí donde no llega el estado de
emergencia: en su conmovible y sensible, pero sólido, corazón.
Y entonces, dicen, eso hay que demostrarlo:
las banderas peruanas -¡mira cómo construyen patria!- ondean en Cajamarca, en
casi todas las casas; más signos de ¡No a Conga! Visibles; muchísimos,
dispersos, expresan con libertad de que disponen lo que piensan en cada una de
sus tantas esquinas; los más jóvenes invaden las redes sociales; se movilizan
para interesar a personas en el extranjero, y lo logran… Sin ruidos, sin
violencias, pacíficamente, con ejemplar disciplina y creatividad, los
cajamarquinos han decidido que se trata de resistir en cada recoveco de su ser.
E incluso cuando detienen injustificadamente a algunos de sus dirigentes, en
Lima, mantienen inalterable la pacífica resistencia.
La lección es invalorable. Como nunca antes,
todos, todos entre los peruanos estamos hablando de la importancia de cuidar el
agua, su origen, el entorno ambiental; y ahora, estamos aprendiendo a unificar,
a nacionalizar el sentido de la palabra democracia que resulta ser, pues, más
que una fórmula, más bien un sentimiento. ¡Sabios campesinos cajamarquinos!
Publicado en el semanario Hildebrant en sus trece, viernes 9 de diciembre 2011.
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