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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

jueves, 29 de septiembre de 2011

Historias reales y..., de la otras: La mansión del amor (cuento)

Por: Jorge Chávez, "El Charro"
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Se tejían muchas historias acerca de aquella casa. Algunos la relacionaban con la leyenda de las alegres mujeres de “Los Tres Ases”, y daban por seguro que las parrandas fabulosas que ponderaban nuestros abuelos sucedieron allí. Pero, en honor a la verdad, no fue esa la mansión del amor.


Algunas de las niñas de "Los tres ases" (Foto archivo del autor)
 Aquella casa era la más original y estaba situada en un extremo del pueblo. Todos la conocían como “la concertina” por su planta hexagonal. Estaba circundada por un amplio balcón cuyos balaustres tenían fragancias de rosales. Desde allí se contemplaba una pequeña laguna, cuyas aguas irisaban las brisas de la tarde. La gente le atribuía virtudes mágicas para el amor. Los jóvenes enamorados se arrullaban en sus orillas por las noches y los ganaderos llevaban a los animales en celo para que pudiesen procrear con felicidad.


Los que decían conocer la leyenda de la laguna contaban que en la concertina murió una doncella de buena estirpe, corroída por la tuberculosis y fue ella quién le dio esa aura de magia romántica. Pasó allí los pocos años que le quedaron de vida, aislada de su familia para evitar el contagio. Los románticos afirmaban que murió de amor en brazos de Ciro, el único que se atrevía a visitarla, sin importarle su enfermedad, y que tuvieron un hijo del cual nunca se supo nada.

Los amantes de los cuentos de terror decían que en el plenilunio aparecía un hermoso pavo real azul cantando lúgubremente en uno de sus barandales. Nadie lo podía atrapar porque pertenecía al fantasma del torero que tocaba violín sentado en la gran roca que había en la orilla. Muchos lo intentaron, hasta el gran “Sharara”, el incontrastable nadador huacapampino, quien lo estuvo acechando muchas noches para atraparlo. Una madrugada amaneció casi muerto en la pampa de La Feliciana, echando espumarajos por la boca y con un sello del miedo en el alma que solo terminó la tarde que se arrojó desde el puente de Chacanto al Marañón con una canilla de dinamita encendida entre los dientes.

Pese a estar abandonada y selladas con maderos, cadenas y candados las puertas y ventanas, ejercía irresistible fascinación entre los enamorados que buscaban cobijo en ella para entregarse al amor, inscribían las iniciales de sus nombres en las paredes, como señal de buena suerte, bebían el agua de la laguna y robaban una rosa para guardarla entre las hojas de las crónicas de su amor.

El tiempo pasó arrasándolo todo. Los rosales y la laguna se secaron y las leyendas en torno a la casa se trocaron en historias tenebrosas que las abuelas contaban a sus nietos para hacerlos dormir. Los viejos evitaban pasar por allí pues creían que persistía en el entorno el hálito de fuego de la temida tuberculosis y la casa solitaria languideció hasta convertirse en ruinas.

En las tertulias nocturnas se hablaba de terribles sucesos que ocurrieron en esa casa, de la maldición que recayó sobre la familia de Artemisa, la enferma de tuberculosis, que se marcharon pocos años después para no regresar jamás. Yo, que soy curioso y me fascinan las viejas historias, sobre todo las de amor, me filtraba en las reuniones de los mayores y pude oír en versión de don Isidoro, el joyero, vecino de la casa, acerca de la leyenda del fantasma y el pavo real.

Todo volvió al presente en la luna de miel de Fulvia y Teobaldo, cuando los flamantes esposos fueron a vivir allí por pedido de ella, que siempre estuvo atraída por el misterio de la mansión. Para habitarla hubo que desclavar los maderos que cubrían puertas y ventanas y acondicionarla, pues hacían años que estaba clausurada. El padre de la novia, antes de obsequiarla a su hija, la hizo remozar. Dispuso que abrieran puertas y ventanas un mes antes para que el aire alcanforado de los eucaliptos del bosque adyacente disipara el olor a pan guardado que saturaba los ambientes.

Esa noche, la primera de su vida de casados, Teobaldo abrazado a Fulvia, le besaba la nuca mientras contemplaban la laguna desde la enramada. Ella, ardiente de deseo, quería algo extravagante como inicio de su vida marital. Apretándose a él, preguntó:

¿Conoces la leyenda que existe en torno a la laguna?

Algo, dicen que ayuda a los animales a empreñarse.

No, tontito, es como un amuleto del amor, inflama los sentidos y exacerba el deseo. Los enamorados que hacen el amor en sus aguas no se olvidan jamás. Esta primera noche de casados quiero que lo hagamos allí hasta quedar exhaustos.
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"La concertina" (Foto cortesía de Magda Aliaga Bardales)
 Pese al frío de la noche se amaron como si recién descubrieran el amor, sumergidos en las aguas obscuras, diciéndose palabras apasionadas en voz alta como jamás lo habían hecho.
Habían dejado de ser furtivos y estaban solos para acometerse en el momento que quisieran.

Esos amores desaforados tenían dos testigos casi invisibles: uno era "Fritz", el gato engreído de Fulvia, que vivía dormitando en un cojincillo de terciopelo, y el otro, un fantasma que vivía oculto, desde hacía más de dos siglos, en la penumbra silenciosa de la casa.

*****
Era el fantasma de un cura español venido a Indias a mediados del siglo XVIII. Guapo mozo nacido en Córdoba. Uno de los tantos jóvenes cordobeses que en toda época, cruzan furtivamente el Guadalquivir para capear a los toros en las dehesas de algún noble cuyo caporal camine al descuido. De estas proezas juveniles pasó a enfrentar a los toros en las ferias pueblerinas del interior de España, como un torerillo más de los miles que pululaban en las plazas.

Del duro aprendizaje surgió un torero con estilo, pleno de arrojo y valentía. Cayetano se convirtió en ídolo de Andalucía. Paseó su arte en las plazas de Córdoba, Sevilla, Granada, Málaga, Cádiz y Jaén. Los entendidos lo comparaban con Costillares y Pepe Hillo. Todo era felicidad en la vida de Cayetano, su fama creciente le abrió las puertas del gran mundo.

En la tienta de un cortijo, Lolita, la hija mimada del ganadero, quedó prendada del joven matador y empezó a seguirlo por las plazas de Andalucía, iniciando un romance que transcurrió entre la arena, los tendidos, los toros que Cayetano le brindaba y las rosas con que ésta lo premiaba. Eran la pareja perfecta, los niños mimados de la gitanería que asistía a las corridas.

Si el amor que se profesaban no se consumó, fue por los escrúpulos de Cayetano, que tenía una secreta vocación religiosa, secuela de sus tiempos de monaguillo y violinista en la parroquia de su pueblo natal. Resistía estoicamente los arrebatos pasionales de Lolita, que lo acometía con bríos de vaquillona en celo. Cayetano la amaba tanto, que era incapaz de causarle daño, ni menos poseerla si no tenía permiso de la Iglesia. Ansiaba legitimar su unión con la bendición del Obispo de Sevilla, tío de la novia y retirarse a vivir la felicidad en uno de los cortijos que su futuro suegro poseía en Córdoba.

El buen señor presentía lo que ocurría entre Lolita y el torero. Conocía el temperamento de su hija y apresuró la boda, antes que suceda lo irremediable, so pretexto que deseaba muchos nietos a quienes acariciar antes de abandonar este mundo. Conversó con Cayetano y se pactó la boda para la Feria de San Isidro en Sevilla, en la que el espada torearía su última corrida.

Su futuro suegro había mandado forjar en Toledo un estoque de matar, con la empuñadura de oro recamada con aguamarinas y topacios para simbolizar el coraje y la fidelidad. Con esa joya iba a matar al último toro de su vida y luego, el retiro a la felicidad.
*****
Sucedió en el cuarto toro de la tarde, “Farolero”, un cárdeno corniveleto de media tonelada que anduvo remolón y soso en la suerte de varas y estuvo a punto de coger a uno de los banderilleros. Cayetano, con la muleta envuelta en el brazo se acercó al tendido en donde estaban Lolita y su padre, a quienes brindó la última faena de su vida, luego volteó al público y alzando la montera, brindó a todos con una venia y la arrojó por encima del hombro. Cayó boca hacia arriba en la arena, despertando un murmullo agorero entre el público que abarrotaba la Maestranza:

¡Mala suerte!

El torero se acercó a Antenor Gómez “El Chibiriquí”, su mozo de espadas, para retirar de la funda el arma con empuñadura de oro. El gitano, como una confidencia, le advirtió:

Cuidado con él, Cayetano, ese toro es maligno, derrota pa´la izquierda.

Que derrote para donde quiera- dijo el matador ensartando la espada en la muleta- no te preocupes, me haré con él.

Cayetano fue hacia el toro, citándole con un grito. El animal acudió presto y pasó de largo rozándole los flancos en las piernas, desconcentrándolo. Intempestivamente, dio la vuelta y lo enganchó por las pantorrillas, levantándolo en vilo y arrojándolo contra las tablas. Cayó aturdido, de espaldas, con las piernas semiabiertas. El toro, rapidísimo, volvió a la carga y lo ensartó, hundiéndole el cuerno en la entrepierna, seccionándole el miembro a la altura del escroto con la ferocidad de un águila partiendo una serpiente.

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Cogida del matador.
Todo pasó en un instante, tan rápido, que ninguno de los otros pudo intervenir. Cuando lo llevaron a la enfermería, sangraba profusamente. Los médicos se emplearon a fondo para detener la hemorragia que casi acaba con su vida.

*****
Al enterarse de la magnitud de la tragedia, Lolita tuvo un acceso de locura, se encerró en su alcoba y durante tres días no quiso ver a nadie. Fueron vanos los ruegos de su madre y las amenazas de su padre para que abriera. Cuando lograron violentar la puerta, vieron horrorizados que la doncella había acabado con su vida, hiriéndose con la espada, primero en el sexo y luego, a la romana, en el corazón.

Cayetano estuvo varios meses en el hospital, debatiéndose entre la vida y la muerte. Cuando abandonó el sanatorio, era un eunuco. Fue a visitar a los padres de Lolita y juntos lloraron por la tragedia que les había tendido el destino. Cayetano manifestó su intención de refugiarse en un convento por el resto de su vida. El ganadero le entregó la espada que aún conservaba, como una mancha negra, la sangre de la doncella.

Obedeciendo a su dormida vocación eclesiástica, Cayetano ingresó a un convento, en donde se hizo sacerdote. Al término de su preparación, hizo un lío con sus cosas y resolvió embarcarse en el primer galeón que zarpara a Indias, dispuesto a perderse en el anonimato de Celendín, una aldea que al azar eligiera, deslizando el índice a ciegas sobre una vieja carta de marear.
*****
Cuando el padre Cayetano llegó a Celendín tenía veintiocho años, su aspecto celestial, la esbeltez de su talle y el halo de inocencia que irradiaba, lo convirtieron en el favorito de las mocitas y señoras del pueblo. No perdían ocasión de expresárselo con miradas arrobadas, gestos de adoración y disposición a satisfacer sus mínimos deseos. Asistían en masa a los oficios. Su presencia en la misa se les antojaba mágica y temblaban de emoción cuando esas manos de blancura marmórea, las tocaban cálidamente al santiguarlas.

Su voz dulce, de suaves inflexiones con el acompañamiento del violín, las hipnotizaba al punto que pasarían horas escuchándole, con admiración rayana en la adoración. Los áureos bordados de la estola les parecían marciales arreos enmarcando el rostro clásico de ese combatiente del señor.

Algunas audaces le hacían proposiciones en el confesionario, declarándole la pasión que las abrasaba y la promesa de silencio. Estoicamente las rechazaba, convencido que eran trampas de Satanás para hacerlo dudar de su vocación, para evitar su ascensión al cielo, en donde se uniría con Lolita, la amada de su corazón. Se sentía además signado por una maldición: Las mujeres que lo amaron murieron trágicamente. Había sucedido antes con su madre y su hermana que sucumbieron contagiadas de una enfermedad que a él no le hizo el favor de matarlo.

Las damas despechadas se dieron en hablar mal del sacerdote. Hasta hubo una, que se atrevió a decir:

Para mí que es marica, y es lástima, el buenmozo está como para cría.


*****
En su vejez, el padre Cayetano se retiró a vivir en la casa poligonal de La Feliciana, en donde pasó los últimos años de su vida, dedicado al cultivo de rosales, a la cría de pavos reales y a tocar el violín por las tardes, apartado del mundo y sus banalidades, asido a los recuerdos que dejó en Córdoba, ciudad a la que nunca pudo, ni quiso, regresar.

En el ocaso de su vida, reunió las cosas de valor que poseía, las guardó en un viejo arcón que trajo de la península y lo enterró en un lugar secreto, para que nadie peleara por ellos. En paz con el mundo y aferrado al recuerdo de Lolita, murió, pobre y olvidado, en la remota aldea andina que al azar eligiera, después de hurtarle el cuerpo a la muerte. Él no lo sabía, pero esa acción lo anclaba al mundo de por vida, porque los muertos, para ir al cielo deben ir despojados de riquezas.

Su fantasma permaneció oculto en los rincones de la casa, presenciando los terribles acontecimientos que sucedieron después de su muerte, cuidando el tesoro que lo ataba a este mundo, hasta que llegó la pareja de recién casados, quienes lo conmovieron con sus ganas de vivir, mostrándole aristas de la vida que no conoció. No sabía qué admirar: si la sapiencia y fogosidad de ella en el amor, o el empeño del joven en aprender los secretos de la pasión. Se convenció que la voluntad del joven, superaba a la fogosidad de Fulvia y decidió entregarle el tesoro que guardaba oculto y abandonar, esta vez para siempre, este mundo de infortunios.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Carajo! Buenazo elcuento del paisa Charro. Dime charrito esa casa como poligono todavia existe?.

Anónimo dijo...

Gracias por el entusiamo que denota el comentario. Sobre la casa en cuestión todavía existe en la Feliciana, ahora convertida en ruinas. ante la incuria de las autoridades que no hacen nada por conservarla. En su época de esplendor fue el destino obligado de cuanto paseo y celebración de acontecimientos importantes se realizó. Cuando inauguraron el Colegio Celendín en 1937, los docentes y autoridades fueron de paseo por la tarde a degustar un gran almuerzo de agasajo al Prefecto Lanfranco que había venido especialmente para la ocasión.
Charro.

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