Arturo Bolívar Barreto
Esperaba a un amigo —errabundo poeta norteño— en el restaurante La Sirena donde me había citado, pero éste no llegaba. Conforme oscurecía vi aparecer meretrices que entraban al bar, conversaban con el administrador o se paseaban por ahí. Una hermosa mujer me despabiló. Con paso elegante pasó por mi mesa y se fue distanciando hasta llegar a la puerta de salida, luego desapareció. Fácilmente podía haber sido una modelo, pensé, pero trabajaba en esos menesteres. Miré mi reloj con impaciencia. Mi amigo no llegaba y quizá no llegaría nunca. Me prometí esperar un poco más antes de marcharme. La bella mujer que me había llamado la atención apareció otra vez, venía casi en dirección donde estaba sentado yo. Parecía que ya pasaba hacia la barra, pero se detuvo y, para mi sorpresa, me preguntó si podía sentarse al lado, en aquella silla que estaba destinada para mi amigo. Asentí con la cabeza. Ella se sentó y comenzó a buscar algo en su bolso, extrajo el celular, habló un rato y lo guardó.
—¿Espera a alguien? —me dijo mientras volvía a hurgar en su bolso.
—Sí, a un amigo —le dije.
—Busco un cigarrillo pero no lo hallo —dijo como hablando para ella sola.
—Disculpe que no tenga uno para ofrecerle —le dije yo con voz insufrible.
—No se preocupe —dijo ella—, aquí está.
Tenía un dejo extranjero.
—¿Es usted argentina? —le pregunté.
—Sí —dijo escuetamente mientras encendía el cigarro. Luego, mirándome con una mirada que sonreía, agregó—: ¿No te animas a pasarla bien, guapo?
Su mirada había señalado una escalera de alfombra azul que, tras la pista del salón, se descubría pegada a la pared del fondo y que daba a las habitaciones de la segunda planta.
—No lo dudaría —le dije, por decir algo—, sólo que espero urgentemente a ese amigo.
—Bueno —me dijo, y calló.
Verdaderamente, observada de cerca, su belleza era intimidante.
—¿Cómo así vino a trabajar por estos lares? —me atreví a preguntar.
—Conocer, probar ché, qué más —dijo mientras daba una suave pitada a su cigarro.
—¿Cuál es tu nombre? —le dije.
—Clotilde, ¿y el de vos? —dijo.
—Richard —dije, y agregué sonriente—: Clotilde siempre lo asocie a mujeres gordas, pero tú acabas de destrozar esa idea, ese nombre acaba de embellecerse.
—Gracias —dijo sonriendo levemente, y agregó—: ¿por qué aquí algunos tienen nombres en inglés?
Era en alusión al nombre que yo le acababa de dar.
—Sí —dije yo—, también pienso que es una violación a nuestra identidad.
—Bueno, son libres —dijo rebuscando otra vez en su bolso, del cual extrajo una tarjeta que me alcanzó.
En la tarjeta se leía: “Clotilde Neumann. Terapeuta masajista. Masajes de relajamiento integral, servicio completo”. Y agregaba número de celular y otros datos menores. Era increíble.
—Bueno —dijo con su apetitosa sonrisa—, parece que tu amigo no llegará.
Efectivamente, ni mi amigo iba llegar ni yo encontraba defecto en ella que desalentara mi ímpetu.
—¿Y cuánto sería la consulta? —dije de sopetón.
Me dio una tarifa que no era exagerada.
—Bueno, vamos —le dije, y me puse de pie.
Ella se levantó. La esbeltez de su talla alcanzaba la mía, y yo no soy bajo.
—En verdad, me llamo Ricardo —le dije casi al oído.
—Ah bueno. Ricardo, subamos a ponernos cómodos —dijo.
Y marchamos cruzando la pista del salón. Yo me dejaba llevar feliz como por esos bufeos transfigurados en hermosas mujeres que, según los mitos de nuestra Amazonia, tras seducir a sus víctimas varones los llevan para siempre a las profundidades del río. Así, yo me dejaba llevar por ese dorado delfín, ascendiendo embriagadamente por la escalera de la alfombra azul.
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