Por José Luis Aliaga Pereira
Lo recibimos sonrientes. Franco, el compañero
argentino, llegó con la banderola de la Plataforma Interinstitucional Celendina
envuelta en los maderos que sirven para sujetarla de sus extremos cuando se dan
las marchas.
Yovana y dos jóvenes, identificados con la
causa, a los que ella había invitado, se abrigaban sentados dentro del vehículo
que nos iba a trasladar, y que se encontraba estacionado en la Plaza de Armas,
frente a la iglesia. Con Milton, Clavittex, Juan Orco y Edwin Urrunaga conversábamos
a un costado, de pie en la vereda de la plaza.
–¿Y qué pasó con Livaque? –preguntó Milton a
Franco que terminaba de acomodar la banderola en el pasadizo del minibús.
–Ha llegado Maruja –respondió Franco
refiriéndose a la esposa de Livaque–. Han contratado a dos personas para que
tarrajeen las paredes de su casa y, además,
tiene que cuidar de Rafita, su hijo. Le es imposible acompañarnos.
–Clavittex –dijo Milton–, ve con Joselo y
habla con Livaque. Su presencia es muy importante para la lucha, él lo sabe.
Tomamos una mototaxi y a los cinco minutos
estábamos en la casa del compañero Livaque. Lo encontramos acomodando los
ambientes donde iban a trabajar los obreros. “Es para que trabajen sin
dificultad” –nos explicó, luego de saludarnos.
–Agarra tus chivas y vamos –dijo Clavittex.
–Quiero ayudar a mi Maruja –contestó Livaque.
–Déjate de niñerías. Los compañeros te
esperan –Clavittex habló con el entrecejo fruncido.
–Maruja! ¡Maruja! –llamó de repente Livaque,
mirando a los ojos molestos de Clavittex–. ¿Podrás con los trabajadores y el Rafita?
–le preguntó a su esposa que salió apresurada al escuchar su voz.
-Marujita –intervino Clavittex–. Buenos días.
Tú sabes que lo necesitamos. Livaque es un hombre valiente, estamos con
compañeros nuevos y tu esposo es un buen guía.
Maruja movió la cabeza de un lado a otro y
dijo:
–La última vez que fueron hubo catorce
heridos por perdigones.
–Esta vez no pasará nada –Livaque calmó a su
esposa–, en la tardecita me tendrás.
Maruja, con una sonrisa un poco triste, luego
de un abrazo prolongado, le dijo:
–Cuídate mucho, mi amor.
Nosotros salimos con disimulo. Eran las seis de la mañana y el
aire húmedo aún invadía el ambiente de la ciudad.
–Ay mi Marujita, mi Marujita
–salió diciendo Livaque, cogiendo su maletín que ya tenía listo–. Ella también
está con la lucha, solo que se preocupa demasiado; además acabo de llegar de la
reunión del Tambo y estas últimas noches se me ha dado por soñar cojudeces.
Partimos a las ocho y
treinta de la mañana. Juan Orco y Franco iban junto a un silencioso, pero no
indiferente, chofer. El resto de compañeros nos acomodamos en la parte
posterior del vehículo.
El trayecto fue un
poco largo, pero hermoso. Las ocurrencias de Livaque, Juan Orco y Miltón nos
hacían reír. Molinopampa, Huasmín, Jerez; pueblos donde hasta los vientos más
fuertes respetan sus aromas.
Llegamos al lugar
indicado, entre la laguna Cortada y Azul. Los compañeros de Huasmín y
alrededores ya se encontraban allí. Por encima de los ambientes de esta verde
bendición y su profundo silencio, fluían aromas sutilísimos y una angustia y
pregunta inexplicables: ¿Cómo podía ser humano alguno querer destruir semejante
belleza?
A más o menos un
kilómetro de distancia se encontraba el destacamento policial desde donde, los
efectivos pagados por la empresa minera, estudiaban nuestros movimientos con
sus binoculares.
Faltaba llegar
algunas delegaciones. Compañeros y compañeras descansaban junto a sus hijos y
animales. Cuando se presentaron en sus vehículos los compañeros de Bambamarca,
del Tambo y de Cajamarca, junto a ellos el líder campesino Hugo Blanco y la
Senadora francesa Laurencen Cohen, se podía calcular un aproximado de más de
tres mil personas. Era una movilización humana impresionante; personas
preocupadas por el destino de las lagunas.
De pronto, alguien
gritó:
–¡Viene la policía!
En efecto, una
camioneta blanca avanzaba lentamente, desde donde se ubicaba la llamada
tranquera. Al instante Livaque y el compañero Clavittex, sacaron la bandera de
Celendín y comenzaron a amarrarla en su mástil. Yovana, que los estaba
apoyando, se ofreció para llevarla sobre sus hombros, al frente de todas las
delegaciones. Nosotros desenvolvíamos la banderola de la PIC, mientras Milton
se reunía, al centro de la carretera, con el profesor y rondero de Bambamarca
Manuel Ramos, la Senadora francesa y la Representante Nacional de Derechos
Humanos.
Los compañeros de las
diferentes delegaciones se ubicaron al borde de la vía, a la expectativa, casi
rodeando todo el escenario.
Tres policías bien
armados bajaron de la camioneta que llegó con la misma lentitud con había
partido. Uno de ellos, el jefe, no usaba casco; los otros lo flanqueaban.
Al centro de la
carretera, bajo la mirada atenta de los compañeros y compañeras, se desarrolló
la siguiente conversación:
–Estamos con la
Senadora de Francia y con la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos…
Queremos pedirle que se respeten nuestros derechos humanos, también de ustedes
–manifestó con firmeza Manuel Ramos.
–Hemos hecho la
coordinación con la empresa para que ustedes ingresen a la laguna…El Perol…
Ordenados, en compañía de la policía. La policía pide que no haya
enfrentamientos –dijo el uniformado que estaba al mando.
–Felicitamos a la
policía por este cambio –afirmó el profesor Ramos–. Porque cuando antes hemos
venido, la policía lo único que ha hecho es agredir a un pueblo indefenso que
no tiene armas. Además –agregó– que los
empresarios de la mina no les den órdenes. La vez pasada el coronel Cabrejos
detuvo a dirigentes y compañeros; y cada veinte minutos ordenaban a quien
detener y a quien no.
La muchedumbre,
alrededor, alentaba a sus dirigentes gritando:
–¡Vamos pueblo,
carajo! ¡El pueblo no se rinde, carajo!
La policía
yanacochina, enterada, por supuesto, de la presencia de tan importantes
personajes, actuó con cautela; pero sin dejar de lado sus armas y actitud
prepotente. El jefe al mando del operativo, luego de “autorizar” la marcha, se
retiró a donde esperaba su tropa.
El sonido del clarín
de Elmer Micha, integrante de la delegación de Cajamarca, el retumbar del
tambor de Juan Orco, miembro de la PIC, y la potente voz de la compañera
Yovana; bajo un cielo azul con un sol de ojos extraordinariamente abiertos,
anunciaban a los cuatro vientos que la comitiva iniciaba su caminata en defensa
de sus lagunas y en apoyo de la familia Chaupe que un día antes había sido
sentenciada por el poder judicial, imponiéndose la voluntad de la empresa transnacional
minera que intenta desalojarla de sus terrenos que ocupan desde hace mucho
tiempo.
A los veinte o
treinta minutos, haciendo flamear sus banderas y elevando cánticos a la
Pachamama, con arengas en apoyo a la familia Chaupe, como “Máxima hermana, la mina
no nos gana”, llegamos a la zona Tragadero Grande, para brindar apoyo
incondicional a esta humilde familia.
Más abajo, con su
vibra positiva, con su sangre que derrama por las venas de la tierra, se
encontraba, esperándonos, la laguna El Perol.
Desde sus cómodas
posiciones, desafiantes, unos de pie en estricta fila y otros escondiendo sus
caras tras sus cascos, cortinas y lunas de los vehículos de la empresa minera,
los policías yanacochinos, increíblemente peruanos, pensando solo en sus estómagos
queridos, inconscientes y ajenos al papel que desempeñan en la historia de
nuestro pueblo, miraban el paso colorido y valiente de los manifestantes.
Ya de regreso, el eco
de potentes voces repetía tras los cerros:
–¡Volveremos, las
veces que sean necesarias, volveremos!
Fotografías: Chungo y batán.
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