Por Rocío Silva Santisteban
Como sostiene la feminista francesa Elizabeth Badinter, en los últimos años ciertos grupos feministas han insistido mucho en la visión de las mujeres como víctimas más que en las heroínas: “La victimización del género femenino permite unificar la condición de las mujeres con el discurso feminista bajo una bandera común. Así el rompecabezas de las diferencias culturales se desvanece…”. De esta manera, las diferencias étnicas o de clase, que son reales y discriminatorias entre mujeres, se rebajan para poder entender que todas podemos caminar juntas hacia el horizonte. Esa pudo ser una buena estrategia, en un momento, pero al minimizar las diferencias descolocó al feminismo de las luchas políticas más amplias. Encerrarse en una “política de representación” puede llevar a alianzas contra-natura.
Claro que insistiendo en la “mujer como víctima” se ha visibilizado con profundidad la opresión femenina: la violencia, las violaciones sexuales y el feminicidio; pero se ha descuidado levantar la imagen de aquellas mujeres que, a pesar de todo, salen adelante donde no son reconocidas, o son atacadas, o son ninguneadas. Sospecho que se trata de mediatizar, a veces sin querer, los cambios profundos que se han dado en nuestra sociedad, vinculados a la educación de las mujeres, el acceso al empleo y al espacio de lo público en general que, por supuesto, no han beneficiado a todas las mujeres por igual.
Por otro lado, en recientes organizaciones y grupos que luchan por los derechos territoriales, ha resucitado un esencialismo basado en la relación entre mujer y “madre tierra” que puede ser un arma de doble filo porque nos vuelve a situar como dadoras de vida y úteros por antonomasia. La potencialidad de la mujer está en su cuerpo, sí, pero parte de su cerebro más que de su vientre. El ecofeminismo pueril es peligrosísimo.
Ser víctima no implica ningún mérito, es simplemente una condición: las víctimas no son mejores personas por ser víctimas, este hecho ha sido contingente en sus vidas, por eso considero, que una víctima es un mejor ser humano cuando aprende a transitar esa condición y deja de serlo. Cuando entiende sus derechos, expone sus historias y se convierte en una abanderada de sus luchas y de otras luchas. Menciono a tres mujeres que han pasado esa condición y que son mis heroínas personales: Angélica Mendoza de Arcarza, “mamá Angélica”, ayacuchana que se enfrentó a comisarías, policías y gobierno para buscar a su hijo; Giorgina Gamboa, esa joven de 16 años violada por siete “sinchis”, hoy empoderada y luchando por los derechos de las mujeres violentadas durante el conflicto armado, y finalmente, Máxima Acuña de Chaupe, a quien yo misma vi defender sus predios en Conga, solo con la voz y el carácter, frente a decenas de Dinoes armados. Las luchas de estas mujeres no se limitaron a “levantar una política de representación” sino que las aunaron a otras. Es por eso que Anfasep–Asociación Nacional de Familiares de Secuestras, Detenidos y Desaparecidos, dirigido por Angélica Mendoza no se llama “Madres de Ayacucho”, a pesar de que cariñosamente a las activistas se les llama “mamitas”, ellas tienen absoluta conciencia de que son “defensoras” ante todo.
Esencializar a la mujer para considerarnos que somos mejores solo por serlo es un pensamiento absurdo. Una mujer por ser mujer no me representa; recordemos lo que nos enseñó Gina Vargas durante el año 2000 y repitamos: “Lo que no es bueno para la democracia, no debe ser bueno para las mujeres”. Aplaudir las interferencias de la Primera Dama, por ejemplo, no es un gesto feminista. Un gesto feminista debería ser un gesto democrático, solidario, vigilante y lo suficientemente honesto para decir las cosas claras.
Fuente: Diario La República, martes, 04 de marzo de 2014.
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