EL MÁS VIEJO DE LA
PANDILLA
–Sí, me hablaste de ese Proyecto… –le digo
yo– pero, ¿cómo has logrado convocar a estos pandilleros?
–A través de Jaime –me contesta Naty–, el
alumno del cuarto grado que estaba metido en eso y conoce a varios.
–¿Qué anzuelo usas para atraerlos?
–Les
obsequiamos víveres, algunos implementos de vestir o deportivos. Claro, todo
eso luego de las charlas y de las actividades artísticas y deportivas, en fin.
Y, como esperaba, desde ese tiempo las paredes del colegio amanecen limpias,
los muchachos respetan los acuerdos, o los que asisten inducen a los más
recalcitrantes respeten los alrededores del colegio. Sabes, antes éstos
rondaban el colegio, fumaban, asustaban a las chicas, las paredes del colegio
amanecían con enormes pintas. Ha disminuido mucho el riesgo que antes corrían
los chicos al salir del colegio.
Este último sábado –agrega Naty– ocurrió
algo curioso. Les estaba dando la charla, eran unos diez muchachos, cuando se
introdujo una persona bastante mayor que éstos, pero con peor pinta. Luego de
recibir las bromas de los jóvenes que, evidentemente, lo conocían, se sentó a
cierta distancia, me saludó efusiva, respetuosamente, con movimientos de
cabeza. Terminada la sesión me acerqué a esta persona, le di la mano y le
pregunté cómo así se interesó en asistir a estas actividades. Me dijo que era
amigo de todos ellos, que al ver que no estaban a orillas del río donde se
encontraban y enterarse que estaban en el colegio, decidió averiguar cuál era
el problema. “Así como soy el más viejo -me dijo-, así también saco cara por
ellos, y también les pongo su paralé. Usted es una profesora respetable
señorita, por lo que veo que usted les quiere ayudar y aconsejar, cuente con mi
apoyo, cualquier indisciplina dígame a mí nomá que yo le pongo orden, yo tengo
más recorrido que éstos, así que a mí me respetan, sabe usted”.
Ah muy bien, le dije yo, entonces usted va a
ser de mucha ayuda. Luego le pregunté si tenía algún oficio. “Mire señorita –me
dijo– yo qué no sé hacer, pero ahora como usted me ve estoy en nada. Usted
sabe, a veces uno se equivoca y solito se hace daño. Pero nunca es tarde…”
Olía a alcohol. Sus amigos, luego de
terminada las actividades, lo comenzaron a llamar para retirarse juntos, pero
Alberto –así dijo que se llamaba- les hizo señas para que esperen afuera. Al
ver que yo trataba dignamente a todos, él estuvo animado de seguir la charla,
parecía tener la inquietud de contarme algo. Me dijo que una cosa que le había
gustado siempre era declamar, recitar poesía y que había ganado hace mucho
tiempo un premio. Lo escuché con atención, pero como lo observaba muy consumido
y cadavérico, me parecía que no había comido hacía tiempo, así que ordené le
alcancen ya el refresco y un sánguche.
Cuando estos alimentos le llegaron, él no se apuró en consumirlos, los puso a
un lado suyo, parecía ansioso de seguir contándome su historia, y estuvo más
preocupado en sacar de uno de los bolsillos de su camisa vieja un arrugado
papel. Era un cartón sucio, grasiento, amarillo, no obstante doblado cuidadosamente
en cuatro partes como para que quepe en cualquier bolsillo. “Mire señorita, no
le miento –y me alcanzó ese arrugado cartón– yo fui campeón en tercero de
primaria”.
Cogí el papel y para mi asombro, leí, sobre
una letra en tinta ya borroneándose: ALBERTO CUSPIS RAMOS, PRIMER LUGAR EN
CONSURSO DE DECLAMACIÓN… 3° GRADO… 1970…
Así es, efectivamente, Alberto, le dije, sin
salir todavía de mi asombro. “Ya ve,
profesora, no le miento, yo fui campeón y recibí este premio”, me decía
orgulloso, con sus brillantes ojos lacrimosos.
Guardaba él celosamente ese diploma ya
amarillo, arrugadito, en el bolsillo de su viejo pantalón, como constancia de mérito, señal de humanidad, a
la que se aferraba orgulloso, dispuesto a mostrar, cuando la ocasión se
presentara, que su vida no era sólo ese
despojo humano que aparentaba ahora. Ese desgajado cartón que yo tenía en mis
manos, que él conservaba celosamente, era la prueba, la única y preciada
constancia de su valía como ser humano o la prueba de que algún día lo había
sido también. Y se aferraba a él, a ese lejano brillo, como una titilante vela,
pero brillo al fin, en medio de la noche en que devino su lastimera vida. Lo
felicité emocionada. Le abracé fuertemente, le dije que reconocía su valía, que
no me era extraño que hubiera tenido ese gran mérito pues los seres humanos
revelamos tanto talento cuando se nos da la oportunidad. Y si algunas personas
se pierden es por ciertas circunstancias
que muchas veces escapan a ellos. Que, sin embargo, siempre era posible
cambiar nuestra suerte, pues en potencia tenemos muchas capacidades como él me
lo acababa de demostrar.
Me prometió que obedecería mi consejo, “voy
a cambiar señorita”, me dijo levantando el dedo pulgar de su mano ruda y
temblorosa. Luego me pidió que le escuchara declamar un poema que no se le
había olvidado nunca desde aquella edad de estudiante. Y declamó… con una energía y una fuerza realmente
conmovedora –aun en ese enjuto cuerpo y rostro enrojecido por el alcohol, de
barba rala, de hombre niño o de niño envejecido–, había declamado con tanto
ímpetu que efectivamente no había más que comprender por qué había ganado ese
lejano concurso escolar. Lo aplaudí y felicité efusivamente. Callamos, mientras
yo me secaba una lágrima. En todo ese tiempo su pan y su refresco no habían
sido tocados, tal era la prioridad que tenía en expresarse y en mostrarse. Le
hice recordar que bebiera su refresco y comiera. Así lo hizo recién, y mientras
me reiteraba la promesa que “iba a cambiar”, nos despedimos. Había dejado, sin
embargo, su indeleble espasmo de alcohol en el ambiente.
(Natividad Pérez
Velarde,
insigne maestra, dirigió además varias
escuelas del interior del país como de Lima, entre los últimos centros
educativos en los que dejó la huella de su vocación de servicio y su entereza
pedagógica fue el colegio Villa Angélica de San Martín de Porres, Lima. El presente
texto es una de tantas historias que me contó y que retrata su profundad
humanidad.ABB)
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