La ética de la sociedad dominante en el mundo es utilitarista y antropocéntrica. Es decir: considera ilusoriamente que los seres de la naturaleza solamente tienen razón de existir en la medida en que sirven al ser humano y que este puede disponer de ellos a su gusto. Él se presenta como rey y reina de la creación.
La tradición judeocristiana reforzó esta idea con su “someted la Tierra y dominad sobre todo lo que vive y se mueve sobre ella” (Gn 1,28).
Mal sabemos que, nosotros los humanos, fuimos uno de los últimos seres a entrar en el teatro de la creación. Cuando el 99,98% de todo estaba ya hecho, surgimos nosotros. El universo, la Tierra y los ecosistemas no necesitaron de nosotros para organizarse y ordenar su majestuosa complejidad y belleza.
Cada ser tiene un valor intrínseco, independiente del uso que hacemos de él. Representa una manifestación de aquella Energía de fondo, como dicen los cosmólogos, o de aquel Abismo generador de todos los seres. Tiene algo que revelar que solo él, hasta el menos adaptado, lo puede hacer y que enseguida, por la selección natural, desaparecerá para siempre. Pero a nosotros nos cabe escuchar y celebrar el mensaje que tiene para revelarnos.
Lo más grave, sin embargo, es la idea que toda la modernidad y gran parte de la comunidad científica actual proyecta del planeta Tierra y de la naturaleza. Las consideran simple “res extensa”, una cosa que puede ser medida, manipulada, según el rudo lenguaje de Francis Bacon, «torturada como lo hace el inquisidor con su víctima, hasta arrancarle todos los secretos». El método científico predominante mantiene, en gran parte, esa lógica agresiva y perversa.
René Descartes en su Discurso del Método dice algo de un clamoroso reduccionismo en la comprensión: «no entiendo por “naturaleza” ninguna diosa ni ningún otro tipo de poder imaginario; antes me sirvo de esa palabra para significar la materia». Considera el planeta como algo muerto, sin propósito, como si el ser humano no fuese parte de esa naturaleza”.
El hecho es que nosotros entramos en el proceso evolutivo cuando éste alcanzó un altísimo nivel de complejidad. Entonces irrumpió la vida humana consciente y libre como un subcapítulo de la vida. Por nosotros el universo llegó a la conciencia de sí mismo. Y eso ocurrió en una minúscula parte del universo que es la Tierra. Por eso nosotros somos aquella porción de la Tierra que siente, ama, piensa, cuida y venera. Somos Tierra que anda, como dice el cantautor indígena argentino Atahualpa Yupanqui.
Nuestra misión específica, nuestro lugar en el conjunto de los seres, es el de ser aquellos que pueden apreciar la grandeur del universo, escuchar los mensajes que enuncia cada ser y celebrar la diversidad de los seres y de la vida.
Y por ser portadores de sensibilidad y de inteligencia tenemos una misión ética: cuidar de la creación y ser sus guardianes para que continúe con vitalidad e integridad y con condiciones para seguir evolucionando como lo viene haciendo desde hace 4,4 mil millones de años. Gracias a Dios que el autor bíblico, como corrigiendo el texto que citamos antes, dice en el segundo capítulo del Génesis: “El Señor tomó al ser humano y lo puso en el jardín del Edén (Tierra originaria) para que lo cultivara y lo guardara” (2,15).
Lamentablemente estamos cumpliendo mal esta misión nuestra, pues al decir del biólogo E. Wilson «la humanidad es la primera especie de la historia de la vida en volverse una fuerza geofísica; el ser humano, ese ser bípedo, tan cabeza-de-viento, ha alterado ya la atmósfera y el clima del planeta, desviándolos mucho de las normas usuales; ha esparcido ya miles de sustancias químicas tóxicas por el mundo entero y estamos cerca de agotar el agua potable” (A Criação: como salvar a vida na Terra, 2008, 38). Pesaroso ante un cuadro como este y bajo la amenaza de un apocalipsis nuclear, el gran filósofo italiano del derecho y de la democracia, Norberto Bobbio, se preguntaba: «¿La humanidad merece ser salvada?» (Il Foglion, 409, 2014, 3).
Si no queremos ser expulsados de la Tierra por la propia Tierra, como los enemigos de la vida, cumple cambiar nuestro comportamiento hacia la naturaleza, pero principalmente acoger a la Tierra como aceptó la ONU en abril de 2009, como Madre Tierra, cuidarla como tal, y reconocer y respetar la historia de cada ser, vivo o inerte. Existieron antes de nosotros y durante millones y millones de años sin nosotros. Por esta razón deben ser respetados como lo hacemos con las personas de más edad, a las que tratamos con respeto y amor. Más que nosotros, ellos tienen derecho al presente y al futuro junto con nosotros. En caso contrario no hay tecnología ni promesas de progreso ilimitado que puedan salvarnos.
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