Por Elmer Castillo
El tic tac del reloj, las gotas que caían del caño malogrado y el examen del día siguiente no lo dejaban dormir en el silencio casi sepulcral de su habitación. Daba vueltas y vueltas en la cama, se levantaba para acercarse al cuaderno que odiaba y a la vez no lo comprendía por más esfuerzo que hacía. Mañana seguro que la profesora me pone cero y mi papá me saca la mierda, pensaba casi con los ojos cerrados. Era la única y última oportunidad que la profesora les había dado a todos los que habían salido jalados en trigonometría.
Llegó las seis de la mañana y puñuzado (con sueño) aún, se levantó de su cama, “qué hacer carajo”, se volvió a preguntar. Escuchó a su madre que caminaba por la cocina con los trastes y a su hermano mayor escuchando las noticias en la vieja radio a transistores en su cuarto. Se puso a repasar el bendito cuaderno, era imposible, los números y las fórmulas lo mareaban y para el colmo, sus pensamientos se iban a su “flaca” que seguramente por la tarde la vería. No quería pensar en ella, primero tenía que salir de este embrollo educacional. Pero no, era más fuerte, las caricias, los besos, etc., lo volvían loco y su mente se perdía en los enmarañados secretos de las pasiones juveniles.
“Qué bien hijito, así me gusta que seas responsable”, escuchó a sus espaldas la voz de su madre que había ingresado a su habitación y él por pensar en los “huevos del tuco” no escuchó. Una sonrisa de gafo se dibujo en su rostro y sólo atinó a decir, “si mamá”. “Baja a tomar tu desayuno, he hecho cachangas porque el pan se acabó”. A los lejos se escuchó las campanas del colegio advirtiendo a los adolescentes escolares que ya deben estar acercándose al colegio. Odió como nunca esas campanadas, era martirizante.
Se despidió de su madre, quien le acompañó hasta el quicio de la puerta deseándole éxito en el bendito examen. Optó por no presentarse, por la noche había pensado en dar alguna excusa a la profesora, ella sabía que su fuerte no estaba en los números, hablaría con ella para decirle que lo ayude, a las finales él no iba a ser ingeniero, tal vez la conmovería, o sino, lo llevaría para marzo y, tal vez esté algún amigo de profesor. Se enrumbó al colegio, pero se desvió unas cuadras antes de llegar a él y se fue por el puente que estaba a dos cuadras del cole.
Mientras escribía algunos poemitas para su amada en el cuaderno de trigonometría, pasaban los minutos. Seguramente sus compañeros estarían sentados resolviendo los intríngulis números, ojalá les vaya bien. Absorto y preocupado en que las letras que ponía en las hojas en blanco sean del agrado de la culpable de sus devaneos, no se había dado cuenta que don Quirino, el encargado de limpieza del colegio y al cual respetaba, estaba casi a su lado.
“¿Qué haces por acá Mario?”, le preguntó. Trágame tierra, pensó Mario. “Ahhh, don Quirino, me he hecho tarde y ya no pude entrar al salón”. “No te preocupes Mario, vamos conmigo, yo le hablo a la profesora, seguro que entenderá”. “Es que están dando examen y no quiero interrumpir”, “Mejor aún, le diremos que fuiste a hacer un mandado a tu mamá y que te tome el examen”. Mario estaba entre la espada y la pared, no tenía escapatoria. Se arriesgó a decir una tontería, sabía que era una tremenda estupidez, pero no tenía otra. “Es que don Quirino, no he traído lapicero”, “¡Ba hombre!, eso no es problema, toma el mío”. Estaba frito, cómo escapar a ello, “Es que don Quirino, con su lapicero no es igual”. Don Quirino se destornilló a carcajadas y no le dijo nada siguiendo su camino, escuchándole decir, “ah Mario, Mario…”.
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