José María Arguedas
Pero un inconveniente aturdidor existía para realizar el ardiente anhelo. ¿Cómo describir esas aldeas, pueblos y campos; en qué idioma narrar su apacible y a la vez inquietante vida? ¿En castellano? ¿Después de haberlo aprendido, amado y vivido a través del dulce y palpitante quechua? Fue aquél un trance al parecer insoluble.
Escribir el primer relato en el castellano más correcto y “literario” de que podía disponer. Leí después el cuento a algunos de mis amigos escritores de la capital, y lo elogiaron. Pero yo detestaba cada más aquellas páginas. ¿No, no eran así, ni el hombre, ni el pueblo, ni el paisaje que yo quería describir, casi podía decir, denunciar? Bajo un falso lenguaje se mostraba un mundo como inventado.
Porque los relatos de Agua contienen la vida de una aldea andina del Perú en que los personajes de las facciones tradicionales se reducen, muestran y enfrentan nítidamente. Allí no viven sino dos clases de gentes que representan dos mundos irreductibles, implacables y esencialmente distintos: el terrateniente, convencido hasta la médula, por la acción de los siglos, de su superioridad humana sobre los indios; y los indios, que han conservado con más ahínco la unidad de su cultura por el mismo hecho de estar sometidos y enfrentados a una fanática y bárbara fuerza.
¿Y cuál es el destino de los mestizos en esas aldeas? En estos tiempos prefieren irse; llegar a Lima, mantenerse en la Capital a costa de los más duros sacrificios; siempre será mejor que convertirse en capataz del terrateniente y, bajo el silencio de los cielos altísimos, sufrir el odio extenso de los indios y el desprecio igualmente mancillante del dueño. Existe otra alternativa que sólo uno de mil la escoge. La lucha es feroz en esos mundos, más que en otros donde también es feroz. Erguirse entonces contra indios y terratenientes; meterse como una cuña entre ellos; engañar al terrateniente afilando el ingenio hasta lo inverosímil y sangrar a los indios, con el mismo ingenio, succionarlos más, y a instantes confabularse con ellos, en el secreto más profundo o mostrando tan sólo una punta de las orejas para que el dueño acierte y se incline a ceder, cuando sea menester. ¿Quién alterará este “equilibrio” social que ya lleva siglos –equilibrio de entraña horrible- y lo desgarrará para que el país pueda rodar más libremente, hasta alcanzar a algunos otros que teniendo su misma edad aunque menos virtualidad humana ya han dejado atrás tan vergonzoso tiempo?
Pero aludía al odio con que escribí los relatos de Agua. Mi niñez transcurrió en varias de estas aldeas en que hay quinientos por cada terrateniente. Yo comía en la cocina con los “lacayos” y “concertados” indios, y durante varios meses fui huésped de una comunidad.
¡Describir la vida de aquellas aldeas, describirla de tal modo que su palpitación no fuera olvidada jamás, que golpeara como un río en la conciencia del lector! Los rostros de los personajes estaban claramente dibujados en mi memoria, vivían con exigente realidad, caldeados por el gran sol, como la fachada del templo de mi aldea en cuyas hornacinas ramos de flores silvestres agonizan. ¿Qué otra literatura podía hacer entonces, y aún ahora, un hombre nacido y formado en las aldeas del interior? ¿Hablar de las náuseas que padecen los hombres vencidos por cuanto de monstruoso ha acumulado el hombre en las grandes ciudades, o tocar adormilantes campanillas?
¿Es que soy acaso un partidario de la “indegenización” del castellano? No. Mas existe un caso, un caso real en que el hombre de estas regiones, sintiéndose extraño ante el castellano heredado, se ve en la necesidad de tomarlo como un elemento primario al que debe modificar, quitar y poner, hasta convertirlo en un instrumento propio. Esta posibilidad, ya realizada más de una vez en la literatura, es una prueba de la ilimitada virtud del castellano y de las lenguas altamente evolucionadas.
No nos estamos refiriendo, en este caso, al castellano popular netamente diferenciado en algunos países como la Argentina, sino al de la expresión literaria en los países americanos en los que la supervivencia dominante de los idiomas indígenas ha creado el complejo problema del bilingüismo. La cuestión es distinta en ambos casos: allá se trata de un hecho lingüísticamente consumado, que el escritor puede o no recoger, aprovechar y recrear. Aquí, debe resolver un problema más grave, pero contando en cambio con la posibilidad, la necesidad de un acto de creación más absoluta.
Existía y existe frente a la solución de estos especialísimos trances de la expresión literaria, el problema de la universalidad, el peligro del regionalismo que contamina la obra y la cerca. ¡El peligro que contiene siempre la inclusión novísima de materias extrañas en un instrumento ya perfecto y límpido! Pero en tales casos la angustia primaria ya no es por la universali8dad sino por simple realización. Realizarse, traducirse, convertir en torrente diáfano y legítimo el idioma que parece ajeno; comunicar a la lengua casi extranjera la materia de nuestro espíritu. Esa es la dura, la difícil cuestión. La universalidad de este raro equilibrio de contenido y forma, equilibrio alcanzado tras intensas noches de increíble trabajo, es cosa que vendrá en función de la presentación humana lograda en el transcurso de tan extraño esfuerzo. ¿Existe en el fondo de esa obra el rostro verdadero del ser humano y de su morada? Si está pintado ese rostro con desusados colores no sólo no importa; puede tal suceso concederle mayor interés al cuadro. Que los colores no sean sólo una maraña, la grotesca huella del agitarse del ser impotente; eso es lo esencial. Pero si el lenguaje así cargado de extrañas esencias deja ver el profundo corazón humano, si nos transmite la historia de su paso sobre la tierra, la universalidad podrá tardar quizá mucho; sin embargo vendrá, pues bien sabemos que el hombre debe su preeminencia y su reinado al hecho de ser uno y único.
En mi experiencia personal la búsqueda del estilo fue, como ya dije, larga y angustiosa. Y un día de aquellos, empecé a escribir, para mí, fluida y luminosamente, como se desliza el agua por los cauces milenarios. Concluí el primer relato en pocos días y lo guardé temerosamente.
Yo había escrito ya Warma kuyay, el último cuento de Agua. El castellano era dócil y propio para expresar los íntimos trances, los míos; la historia de mí mismo, mi romance. He ahí la historia del primer amor de un mestizo del tipo culturalmente más avanzado. Amor por una india, frustrado, imposible, del más triste y aciago final. Ya sé que aun en ese relato el castellano está embebido en el alma quechua, pero su sintaxis no ha sido tocada. Esa misma construcción, el castellano de Wama kuyay, con todo lo que tiene de aclimatación no me servía suficientemente para la interpretación de las luchas de la comunidad, para el tema épico. En cuanto se confundía mi espíritu con el del pueblo de habla quechua, empezaba la descarriada búsqueda de un estilo. ¿Se trataba sólo de un elemental deficiencia de conocimiento del idioma? Sin embargo, yo no me quejo del estilo de Warma kuyay. Sumergido en la profunda morada de la comunidad no podía emplear con semejante dominio, con natural propiedad del castellano. Muchas esencias, que sentía como mejores y legítimas, no se diluían en los términos castellanos construidos en la forma ya conocida. Era necesario encontrar los sutiles desordenamientos que harían del castellano el molde justo, el instrumento adecuado. Y como se trataba de un hallazgo estético, él fue alcanzado como en los sueños, de manera imprecisa.
Logrado naturalmente para mí, para el buscador. Seis meses después abrí las páginas del primer relato de Agua. Ya no había queja. ¡Ese era el mundo! La pequeña aldea ardiendo bajo el fuego del amor y del odio, del gran sol y del silencio; entre el canto de los zorzales guarnecidos en los arbustos; bajo el cielo altísimo y avaro, hermoso pero cruel.
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