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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

viernes, 9 de agosto de 2013

NARRATIVA: ARTURO BOLÍVAR BARRETO


QUÉ AMIGUITO HIJA MÍA

Cuando entré a mi departamento ya estaba el amigo de mi hija ocupando mi ordenador. Yo tenía que usarlo urgentemente para ultimar detalles con el grupo de teatro que dirigía, con el que viajaría esa misma noche a Cajamarca. Saludé al muchacho y amablemente le dije que me permitiera usar la  computadora un rato y si podía esperar a mi hija —quien aún no llegaba a casa— en el sofá, leyendo alguna revista. Él se levantó de golpe sin ocultar su molestia y se fue a la salita.


Mientras trabajaba miraba de soslayo al chico, el cual, embebido en su moderno celular y más relajado que un gato, reposaba en el sofá. Qué amiguito Natalia, hija mía, dije para mis adentros.

Supe  que mi hija había llegado cuando, por sobre mi hombro, me dio el beso en la mejilla. La miré a los ojos y me hubiera gustado preguntarle cómo así había congeniado con ese muchacho. Estaré un rato con Bruno, me dijo, y se fue a sentar con él.

 Yo sabía que en algún momento me iban a pedir salir a la calle, pero estaba decidido a no conceder el permiso pretextando que estaban en días de exámenes en la universidad. Pero cuando ella se acercó tiernamente y me dijo que querían salir a dar sólo una vuelta por el parque, toda mi fuerza decisoria se deshizo. No obstante, fingiendo dureza que no tengo para con ella, le dije que no, que lo que necesitaba era que me ayudaran a empacar los enseres que el grupo  aprovecharía en llevar a los campesinos acampados en las alturas. En ese momento yo estaba viendo un video en que los comuneros en medio del frío se reunían escuchando la alocución de sus dirigentes, muchos de ellos muy jóvenes, casi de las edades de mi hija y su amigo, pero asumiendo una responsabilidad trascendente. A lado de ellos, músicos, también jóvenes, alentaban con sus canciones a los guardianes de las lagunas.

   —Con ellos va a estar también nuestro elenco de teatro —le dije—, qué rica experiencia.
   La actitud de mi hija no me sorprendió, la conocía mucho:

   —Qué emoción padre —dijo mientras escuchaba los cánticos de los músicos solidarios, haciendo cantar a los ronderos—, si no fuera por mis obligaciones de la universidad yo estaría allí. 

   Enseguida llamó a su amigo para que compartiera su emoción. 

   —¿Ayudamos a papá a empacar lo que va llevar a los guardianes de la lagunas? —le dijo mi hija.

   —No puedo priorizar ese asunto ahora —dijo el muchacho—, me voy, te veo mañana.

   Y el muchacho se largó. Mi hija, mientras ayudaba a empacar las conservas, se había sumido en el  silencio. Yo seguía viendo las escenas de los campesinos que, en precarias chozas y en el hielo, habíanse mantenido vigilantes para evitar la siguiente amenaza de la  minera: la de arrasar sus lagunas para extraer el oro. Estaban dispuestos a ofrendar su vida. Y la profunda emoción de estas escenas se me confundía con la tristeza que sentía por mi hija. Yo también quedé sumido en el silencio.

   Al rato ella se levantó, se acercó y juntó su cabeza a mi hombro.

   —Si una persona no es capaz de interesarse por estas cosas —me dijo—, esa persona tampoco me interesa a mí.  Padre —agregó decidida—: quiero acompañar al grupo de teatro a esa aventura.

   Yo la abracé fuertemente y le dije que estaba bien, pero que llevara sus libros pues tendría tiempo en el camino para estudiar algo.


De Cuentos para la red (2013), Arturo Bolívar Barreto.

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