QUÉ
AMIGUITO HIJA MÍA
Cuando entré a mi departamento
ya estaba el amigo de mi hija ocupando mi ordenador. Yo tenía que usarlo
urgentemente para ultimar detalles con el grupo de teatro que dirigía, con el
que viajaría esa misma noche a Cajamarca. Saludé al muchacho y amablemente le
dije que me permitiera usar la computadora
un rato y si podía esperar a mi hija —quien aún no llegaba a casa— en el sofá,
leyendo alguna revista. Él se levantó de golpe sin ocultar su molestia y se fue
a la salita.
Mientras trabajaba miraba de soslayo al chico,
el cual, embebido en su moderno celular y más relajado que un gato, reposaba en
el sofá. Qué amiguito Natalia, hija mía, dije para mis adentros.
Supe que mi hija había llegado cuando, por sobre mi
hombro, me dio el beso en la mejilla. La miré a los ojos y me hubiera gustado
preguntarle cómo así había congeniado con ese muchacho. Estaré un rato con
Bruno, me dijo, y se fue a sentar con él.
Yo sabía que en algún momento me iban a pedir
salir a la calle, pero estaba decidido a no conceder el permiso pretextando que
estaban en días de exámenes en la universidad. Pero cuando ella se acercó
tiernamente y me dijo que querían salir a dar sólo una vuelta por el parque,
toda mi fuerza decisoria se deshizo. No obstante, fingiendo dureza que no tengo
para con ella, le dije que no, que lo que necesitaba era que me ayudaran a
empacar los enseres que el grupo aprovecharía en llevar a los campesinos
acampados en las alturas. En ese momento yo estaba viendo un video en que los
comuneros en medio del frío se reunían escuchando la alocución de sus
dirigentes, muchos de ellos muy jóvenes, casi de las edades de mi hija y su
amigo, pero asumiendo una responsabilidad trascendente. A lado de ellos,
músicos, también jóvenes, alentaban con sus canciones a los guardianes de las
lagunas.
—Con ellos va a estar también nuestro elenco
de teatro —le dije—, qué rica experiencia.
La actitud de mi hija no me sorprendió, la
conocía mucho:
—Qué emoción padre —dijo mientras escuchaba
los cánticos de los músicos solidarios, haciendo cantar a los ronderos—, si no
fuera por mis obligaciones de la universidad yo estaría allí.
Enseguida llamó a su amigo para que
compartiera su emoción.
—¿Ayudamos
a papá a empacar lo que va llevar a los guardianes de la lagunas? —le dijo mi
hija.
—No puedo priorizar ese asunto ahora —dijo
el muchacho—, me voy, te veo mañana.
Y el muchacho se largó. Mi hija, mientras
ayudaba a empacar las conservas, se había sumido en el silencio. Yo seguía viendo las escenas de los
campesinos que, en precarias chozas y en el hielo, habíanse mantenido
vigilantes para evitar la siguiente amenaza de la minera: la de arrasar sus lagunas para
extraer el oro. Estaban dispuestos a ofrendar su vida. Y la profunda emoción de
estas escenas se me confundía con la tristeza que sentía por mi hija. Yo
también quedé sumido en el silencio.
Al rato ella se levantó, se acercó y juntó
su cabeza a mi hombro.
—Si una persona no es capaz de interesarse
por estas cosas —me dijo—, esa persona tampoco me interesa a mí. Padre —agregó decidida—: quiero acompañar al
grupo de teatro a esa aventura.
Yo la abracé fuertemente y le dije que
estaba bien, pero que llevara sus libros pues tendría tiempo en el camino para
estudiar algo.
De Cuentos para la red (2013), Arturo Bolívar Barreto.
0 comentarios:
Publicar un comentario