Por Kike Chávez
La sociedad respira cansancio de todo. La pobreza cansa, la corrupción abruma, la indecencia fatiga. Vivimos en una sociedad cansada de sí misma, harta de los males que ella misma ha producido.
El mundo está exhausto de ser ese dado roído y redondo cuyo fin es el hueco de una sepultura, y este cansancio resulta en que nuestra sociedad vive en una permanente negación de sí misma.
Ya casi no hay pobres, grita la estadística; y el coro angelical de las cifras refrenda y arguye que estamos a punto de no tener analfabetos y que los bolsillos del campesino cada día están mejor. Que el chorreo es cuestión de tiempo, que la igualdad de oportunidades nos espera al final del túnel y que la derecha ama a los pobres.
Se crean fantasías y se fabrican mitos para aliviar la conciencia de los “dueños del mundo”, que le tiemblan a la verdad, que sufren de verifobia crónica y con metástasis.
Este miedo a la verdad nos convierte en una sociedad estúpida, moralmente incapacitada. Y al margen de cualquier definición freudiana, la verifobia social que se nos muestra, no es tanto el miedo del horror, sino el de la vergüenza.
Y cómo no ha de tener miedo a la verdad una sociedad que se avergüenza de su propia desnudez: no quiere mostrar sus huesos carcomidos por la osteoporosis de la corrupción, su piel marcada por las llagas de la desigualdad, sus cicatrices que siendo tales aún sangran emanando podredumbre.
La verdad le causa horror a Yanacocha. Ante ella, la transnacional suda frío. Que no se hable de responsabilidad social o ambiental. Que nadie se atreva a mencionar la explotación de las services.
A García, la verdad le provoca un reflejo vagal que termina en la incontinencia de sus esfínteres e incrementa su metabolismo celular; a Toledo, la verdad, le causa peores sudoraciones que el síndrome de abstinencia, le provoca lagunas mentales superiores al síndrome de Korsakoff; y a Fujimori la verdad le atiborró los miembros inferiores de sangre para preparar su huida.
La verdad horroriza a Ollanta Humala, que no quiere descubrir que ha despedazado su propio partido y ha traicionado a quienes votaron por él.
La verdad preocupa a los organizadores de marchas con cariz reivindicador del trabajo, que no quieren que se sepa que quien pagó la movilidad y colocó los baños fue Yanacocha, seguramente cansada de cagarse en Cajamarca.
La verdad le debe causar pesadillas a quien dirige un Gobierno Regional que no tiene ni un proyecto de desarrollo alternativo y sostenible para Cajamarca; que es acusado de corrupción diariamente y que frente a ello ha encontrado su defensa contra todo ataque en el repetido argumento de que la Newmont le está sembrando mala hierba en el que dice es un hermoso jardín de rosas desarrollistas.
La verdad debe tener con un serio aumento de la presión arterial a quienes después de defender las lagunas de Conga, pretenden ocultar sus manifiestas intenciones de llegar al poder municipal, regional y hasta nacional. ¿Cómo le explicarán al pueblo que su ideal se ha convertido en apetito?
¿Cómo reaccionarán frente a la verdad? ¿Qué reacción les dictará su “amígdala cerebral política”? ¿Pelearán como García y sus amparos? ¿Planificarán la huida como los Fujimori?
Aunque si este miedo a la verdad de nuestros políticos –como hemos dicho– no es el miedo del terror, sino el de la vergüenza, tal vez, su mejor antídoto será una nueva metamorfosis: convertirse en sinvergüenzas, aunque de esos ya tenemos muchos.
El mundo está exhausto de ser ese dado roído y redondo cuyo fin es el hueco de una sepultura, y este cansancio resulta en que nuestra sociedad vive en una permanente negación de sí misma.
Ya casi no hay pobres, grita la estadística; y el coro angelical de las cifras refrenda y arguye que estamos a punto de no tener analfabetos y que los bolsillos del campesino cada día están mejor. Que el chorreo es cuestión de tiempo, que la igualdad de oportunidades nos espera al final del túnel y que la derecha ama a los pobres.
Se crean fantasías y se fabrican mitos para aliviar la conciencia de los “dueños del mundo”, que le tiemblan a la verdad, que sufren de verifobia crónica y con metástasis.
Este miedo a la verdad nos convierte en una sociedad estúpida, moralmente incapacitada. Y al margen de cualquier definición freudiana, la verifobia social que se nos muestra, no es tanto el miedo del horror, sino el de la vergüenza.
Y cómo no ha de tener miedo a la verdad una sociedad que se avergüenza de su propia desnudez: no quiere mostrar sus huesos carcomidos por la osteoporosis de la corrupción, su piel marcada por las llagas de la desigualdad, sus cicatrices que siendo tales aún sangran emanando podredumbre.
La verdad le causa horror a Yanacocha. Ante ella, la transnacional suda frío. Que no se hable de responsabilidad social o ambiental. Que nadie se atreva a mencionar la explotación de las services.
A García, la verdad le provoca un reflejo vagal que termina en la incontinencia de sus esfínteres e incrementa su metabolismo celular; a Toledo, la verdad, le causa peores sudoraciones que el síndrome de abstinencia, le provoca lagunas mentales superiores al síndrome de Korsakoff; y a Fujimori la verdad le atiborró los miembros inferiores de sangre para preparar su huida.
La verdad horroriza a Ollanta Humala, que no quiere descubrir que ha despedazado su propio partido y ha traicionado a quienes votaron por él.
La verdad preocupa a los organizadores de marchas con cariz reivindicador del trabajo, que no quieren que se sepa que quien pagó la movilidad y colocó los baños fue Yanacocha, seguramente cansada de cagarse en Cajamarca.
La verdad le debe causar pesadillas a quien dirige un Gobierno Regional que no tiene ni un proyecto de desarrollo alternativo y sostenible para Cajamarca; que es acusado de corrupción diariamente y que frente a ello ha encontrado su defensa contra todo ataque en el repetido argumento de que la Newmont le está sembrando mala hierba en el que dice es un hermoso jardín de rosas desarrollistas.
La verdad debe tener con un serio aumento de la presión arterial a quienes después de defender las lagunas de Conga, pretenden ocultar sus manifiestas intenciones de llegar al poder municipal, regional y hasta nacional. ¿Cómo le explicarán al pueblo que su ideal se ha convertido en apetito?
¿Cómo reaccionarán frente a la verdad? ¿Qué reacción les dictará su “amígdala cerebral política”? ¿Pelearán como García y sus amparos? ¿Planificarán la huida como los Fujimori?
Aunque si este miedo a la verdad de nuestros políticos –como hemos dicho– no es el miedo del terror, sino el de la vergüenza, tal vez, su mejor antídoto será una nueva metamorfosis: convertirse en sinvergüenzas, aunque de esos ya tenemos muchos.
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