APENAS RESPIRABA DE EMOCIÓN, NO PODÍA ni moverme cuando la mamá
de la niña Romina me alcanzó el regalo:
—Lucía, como mañana es navidad, quiero
que te pongas este vestido, ¡a ver cómo te queda! —exclamó muy
contenta.
Nunca había recibido un regalo tan bonito. Era un vestido
azul con florecitas rojas y blancas y había que ponérselo con una blusa
adentro; la niña le decía a su jamper, yamper, creo. Cuando la señora me lo
entregó no sabía ni como agarrarlo, estaba con las manos sucias, apurada me las
limpie en mi falda nomás.
Ella y su esposo eran bien buenitos conmigo. Yo bajaba todas
las mañanas desde el cerro a su casa para hacerles algunos mandados, pero más
que todo para jugar con sus hijos. De ese lugar me gustaba todo. A las cinco,
la señora nos daba leche con galletas. Cuando mi mamá iba a lavar la ropa,
también le daba comida para mis hermanos chicos.
Toda sudorosa, colorada, tropezándome, en la tarde subí hasta
mi lote. Quería ver bien de cerquita mi vestido nuevo, tocarlo, acariciarlo,
pero no me lo pondría todavía porque estaba cochina, mugrienta, sin lavarme.
Más bien, mañana temprano sacaré un balde de agua del cilindro y me lavaré
medio cuerpo. Así, bien limpiecita mañana me voy a ir a la fiesta que hacen en
la urbanización por la navidad para los
niños todos los años. Será la fiesta más linda del mundo. Ahora sí, con mi
vestido nuevo segurito que me dejarán entrar. Así pensando empecé a dar vueltas
como una loca pantoca.
En mi casa no sabíamos esperar la llegada del niño Manuelito.
Nos acostábamos temprano nomás. Cuando llegó mi mamá, como nunca, con un montón
de paquetes, nos mostró todo lo le habían repartido en la Municipalidad:
chocolate, leche, bizcochos, dulces, “Mañana por ser Navidad les voy a preparar
un desayuno como Dios manda”, nos prometió.
Con la boca agüita pensando en las cosas ricas que comería al
día siguiente y, más que todo, en la fiesta a la que iría con mi vestido azul
con florcitas rojas y blancas me dormí riéndome solita.
Temprano me despertó el silencio de la casa, nada de gritos
ni lloriqueos, estaba sola y todo el cuerpo empezó como a picarme. ¿Qué está
pasando? ¿A dónde habrá ido mamá, tan temprano? ¿Y mis hermanos, se los habrá
llevado ella? Me pregunté, pero no me importó mucho saberlo porque la alegría
me ganaba: “¡Ya es Navidad!”, canté.
Volando fui a sacar agua del cilindro, limpié lo mejor que
pude el levador desportillado que tenemos y con el jabón que usa mamá para la
ropa, me froté bien los codos, el cuello, las orejas. “¡Esas orejas Lucía!”, me
reñía siempre la profe. Sin poder
estar quieta —mamá ya hubiera gritado: “¡qué te
pasa! ¿seguro ya te han entrado piojos?” —, me fui
a buscar el vestido azul con flores rojas y blancas y la blusa, pero me quedé patitiesa. ¡No estaba sobre el cajón
donde lo había dejado en la noche, ni en ninguna otra parte!
¡Había desaparecido! Mi garganta empezó a secarse. “Segurito mi mamá lo ha
escondido para que mis hermanos no lo ensucien”, quise animarme, pero sentí que
empezaba a achicarme.
Todavía mi mamá se demoró un montón en volver y yo estaba ya
comiéndome todas las uñas. Cuando llegó, enojada corrí a preguntarle que dónde
había metido mí vestido lindo. Ella, toda contenta, como si no me estuviera
escuchando, me miró abriendo bien grande sus ojos y riéndose igualito que una
bruja, sacó un pedazo de carne de su bolsa y me soltó en plena cara:
—Mira,
Lucía mira lo que tengo aquí. ¡Hoy día vamos a papear bien rico! Me pagaron
diez soles por tu vestido nuevo.
Invierno de 2007
De su libro: Dos vidas que confluyen y otros cuentos (Lima , Coproducción Asociación Cultural Brisas del Titicaca)
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