A
Luis Guerrero Figueroa
Hasta que una noche apareció...
Era linda como el agua de Agomayo, brisa del río su sonrisa y los cabellos al
viento de la tarde. Le daba las manos, suaves neblinas que duermen a media
falda de Yaguán.
Félix Huamán Cabrera.
I.
Desde mi balcón
me esforzaba por verla nítidamente. Mimetizada entre los barandales oscuros del
balcón vecino, parecía dormitar plácidamente. Su torso peludo devolvía con
tonos azulados los madrugadores rayos del sol. La flores, que colgaban desde
graciosos maceteros, borroneaban la visibilidad más allá del balcón y las
ventanas. Sin embargo podía ver cuando se desplazaba, lo hacía lentamente, como
si meditara o midiera cada paso. En la parte más alta de una de las ventanas se
podía divisar una lámpara antigua con lentejuelas de cristal que eran
estremecidas por el chorro de viento que ingresaba casi con violencia. Alcancé
a ver como ella se deslizaba: con cierta delicadeza, con suavidad, con
ponderable elegancia. En las amplias ventanas relucían cortinas blancas,
bordadas con hilo plateado. Sin duda, por lo menos eso me parecía percibir, en
cada movimiento de su cuerpo ondulaba una especie de cadencia musical. El
diseño de las ventanas era sencillo y, ya sea invierno o verano, permanecían
con una hoja abierta. Sus ojos, que los imaginaba negros, escrutadores, nunca
los pude descubrir. Su mirada turbia y decidida sólo se dibujaba en mi
imaginación. No sé por qué, pero su mirada la suponía fría, inhumana, sin el
menor rastro de sentimientos. La puerta principal de la casa era de madera, con
adornos y dibujos muy raros, seguramente tallados como decía mi tío Facundo por uno de esos tantos carpinteros que habían estado al
servicio de hacendados abusivos y chiflados. La casa era vieja y grande, muy
grande, con las paredes pintadas de blanco márfil. Sus antiguos dueños la
edificaron en el centro de un hermoso valle flanqueado por agrestes montañas,
tierras que usurparon a varias comunidades indígenas. «Esas tierras eran
nuestras», contaba mi abuelo, señalando el valle que se perdía en el horizonte.
Cuando los viejos hacendados se fueron, llegaron nuevos patrones, sembraron el
valle de calles empedradas y casas nuevas. Sin más ni menos se apoderaron de
los últimos pedazos de tierra que aún estaban en manos de campesinos
laboriosos...
Al fin, una
mañana, después de varios días, apareció su cabeza hirsuta arrastrando el negro
y peludo abdomen. Con mucho cuidado, con parsimonia, sus miembros velludos se
movían lentamente uno detrás del otro. Ella captó rápidamente una mirada
humana, se detuvo, enfocó con intensidad la lumbre apasionada de sus ojos al
intruso, al humano insolente que había osado observar sus movimientos. Tuve
miedo. La imaginé saltando sobre mi rostro, plántandome sus horribles patas
peludas y, en un arrebato de rabia, escariando mi piel, me inyectaba su baba
venenosa. Toda la cara se me contrajo en una mueca de terror. En pocos segundos
calculé la distancia que nos separaba: desde el balcón donde solía sentarme
aquellos días cuando no iba al colegio hasta el balcón donde ella se movía con
esa gracia desesperante. Según mis cálculos yo estaba muy lejos, fuera de su
alcance y su salto no alcanzaría ni siquiera los cinco metros. Sin perderme de
vista, eso creía yo, empezó a moverse otra vez, tratando de que cada paso
durase una eternidad de segundos.
Mi semblante se
convirtió en un reflejo cadavérico y las palmas de mis manos se ahogaron en un
mar de sudor frío. El miedo estremeció mi cuerpo enclenque. Ella estaba lejos,
lo sabía. Que no podía alcanzarme, también lo sabía, pero eso no era suficiente
para tranquilizarme. No podía explicarme el miedo que me causaba esta
sabandija. Me horrorizaba el solo hecho de pensar en ella. No era
extraordinaria ni rara en estas regiones, pero su mirada me causaba
escalofríos, terror.
—¡Aníbal! ¡Aníbal! —llamó mi madre.
Puesta la
mirada en la tenebrosa araña, me levanté. Caminando de retroceso llegué hasta
el lugar desde donde mi madre me había llamado. Se dio cuenta de mi azoramiento
y, muy molesta, me regañó.
—¡Loco estarás pue seguro —me dijo— pastar en tremendo solazo
allafuera!
II.
Nadie conocía
la procedencia de la señora Amanda. Una mañana apareció colgando las cortinas
en las ventanas, los maceteros en el balcón y comprando el pan en la misma
panadería donde yo también iba cada mañana. En la puerta colocó un letrerito de
letras moldeadas a pulso con la siguiente leyenda: SRA. AMANDA DE LA SERNA Y
FAMILIA. Pero ella habitaba sola el inmenso caserón. Nunca se pudo ver a un
pariente o conocido atravesar la puerta principal. Tampoco tenía empleados
domésticos, lo que hacía aún más extraña la reputación de la señora.
La casa tenía
una historia plagada de maldiciones. Doña Emilia Barrantes, la última dueña de
la casa que recuerdo, se mató cercenándose el cuello con uno de los cuchillos
de su cocina y desde entonces cerraron sus puertas, las clausuraron. A los
muchachos no nos prohibieron jugar por sus alrededores, pero nos advirtieron
que el alma de doña Emilia, condenada a vagar eternamente sin descanso, rondaba
la casa con un cuchillo en la mano buscando víctimas para que le acompañen en
su vagabundeo por la otra vida.
Fue al mediodía
cuando descubrieron el cadáver de doña Emilia. Yo, que en aquel entonces tenía
diez años, ingresé a la casa confundido entre los curiosos. No pude llegar a
conocer los interiores de la casona. Los recuerdos que conservaba de aquella
parte que recorrí, eran difusos, muy vagos. Como una visión muy antigua,
lejana, casi olvidada transcurrían por mi mente: la puerta abierta dando paso a
un pasillo fresco y oscuro, el lozano jardín rodeado de frondosos arbustos y la
pila monumental escupiendo agua a borbotones. Ahora suponía la casa limpia,
ordenada al gusto de la señora Amanda; la sala y la cocina ostentando los
muebles de antepasados desconocidos; el dormitorio, mullido y acogedor, con el
mobiliario heredado seguramente de sus abuelos.
La señora
Amanda, así la conocían en el pueblo, vestía siempre de negro. Falda amplia y
larga que coquetamente ocultaba o de vez en cuando dejaba ver la redondez de
sus hermosos tobillos. Una blusa también negra y ajustada en su firme talle
mostrando apenas una línea tenue donde se emparejaban sus sensuales senos. No
llevaba pendientes ni tampoco aros envolviendo sus antebrazos, salvo una
pequeña sortija, simple, al parecer de oro, en el dedo cordial de la mano
derecha. El cabello negro y largo, larguísimo, lo llevaba recogido en un moño,
sujeto por una peineta de cuero repujado. Las muestras de cansancio de su
palido rostro contrastaban con el vuelo de unos ojos negros y profundos.
Acentuaban su belleza las líneas suaves de su pequeña naricita. Sus labios, de
rosado natural, le otorgaban un rictus de soledad y tristeza. Su gracioso y
femenino caminar, sin en el más mínimo intento de provocación, llamaba la
atención de los caminantes, quienes la miraban pasar sin dejar de declamar
frases encendidas de halago que, por supuesto, no la perturbaban.
El origen
desconocido de la señora Amanda fue motivo también para que la gente ponga en
marcha su fabulosa imaginación. Y como dicen: pueblo chico infierno grande, al poco tiempo, muchas historias
corrían de boca en boca, en el mercado, en la chichería de doña Dominga, en la
picantería de la mujer del shingo bravo,
en el burdel, en la iglesia y en todos aquellos lugares públicos del pueblo.
Todos juraban decir la verdad. Unos se aventuraban a decir que un pariente suyo
fue vecino de la señora cuando ésta había sido una niña. Otros decían que uno
de sus familiares había servido por muchos años en la casa de los Serna. No faltaron tampoco aquellos
que con envidiable audacia afirmaban que la señora Amanda era una bruja, una
mujer diabólica y que se comía a los hombres. Habían también aquellos que
contaban que tuvo un marido muy rico, quien se ausentaba largas temporadas para
atender a sus negocios, y que éste la abandonó cuando, en su propia cama, la
encontró con otro. Lo cierto es que todo el mundo fabulaba tratando de explicar
la procedencia de aquella bella y extraña mujer.
III.
Una de las
abuelas del pueblo me contó otra de las historias. Ensayando un gesto serio, me
dijo: es la puritita verdá. Por estas canas que peino no puedo mentir. Paque
pues, quel santísimo me condene al fuego eterno por andar hablando mal del
prójimo. La señora Amanda vivía dizquen un pueblo muy grande. Su tayta dizquera
uno desos ricachones con más plata que muela de gallo y como diablo sin alma
dizque abusaba de un canto con la gente pobre. Por quítamesta paja castigaba a
sus peones, por puro gusto nomás los hacía llevar a la cárcel con los guardias
queran pue sus amigazos. Mucho pues ay Amito, mucho dizque abusaba de la gente
que trabajaba en su hacienda. Por eso será pues quel taytito cansao destos atropellos
lo habrá castigao tan feyazo al darle una hija errante, andando sola como
gallina machorra, sin hombre a su lao. Pero hay que ver también lo que hicieron
con la señora cuando tuavía recién era una guagüita, eso no es tampoco de
humano con pensamiento. La malora pues bra sío mijito. ¡Qué la virgen santa nos
libre! Cómo salir al campo siendo tan tarde, de noche ya. Dizque la noche
andaba fresca y ella siba pal bosque. La luna redondita redondita brillaba
colgada en el cielo desnublao y sereno, sin ningunita mancha de nubes señalando
el arribo de alguna tormenta cercana, y las estrellas, haciendo ojitos,
chisporroteaban alegres. Las vacas en el valle por andar rumiando ni dormían.
Los perros, envolvíos en sus rabos, cabeceaban confiaos. Los pájaros sin bulla,
silenciosos, se abrigaban en sus nidos. El viento sin alborozo, quedao tantito,
casi ni se movía. Nada estraño pasaba en la noche. ¿Malora bra sío pueso, no?
De repente y en contra de la señora Amanda se aparecieron cuatro hombres
montaos en sus briosas bestias. Los caballos dizquestaban bien aperaos. Los
jinetes se fueron acercando riendo y comentando de la fiesta, donde habían
comío, bebío y bailao con las chinas bailarinas de la estancia del otro lao del
río. Estaban borrachos y no eran del lugar, por eso que nadie los conocía y
quienes los habían visto, se habían olvidao ya de la pinta de sus caras y
nadies daba razón de su paradero. Diciendo nomás ya hablan que después de lo
que pasó, la señora Amanda se fue a buscarlos dizque con la intención de matarlos.
Sabe Dios si los encontró o no, deso nadie habla una verdá, más bien muchas
cosas andan diciendo. ¿Cómo será pues? Deso yo no sé tampoco. ¿Deónde pues loey
de saber? Porque pues he de hablar algo que no sé y de ¿cómo llegó hastaquí?...
tampoco lo sé pues papacito.
Bueno pues,
cuando se dieron cuenta de Amanda, la señora, los cuatro hombres dizque se
callaron, se miraron unos a otros, seguro que se ponían de acuerdo en algo sólo
con los ojos, y uno de ellos que, mira como nos premia la luna con esta china
buenamoza y el otro que se acercaba a la sorprendida Amanda y el otro que no,
que no asusten a tan linda palomita, vámonos, mejor vámonos más rápido. El
hombre que aparentaba más edá, detuvo su caballo frente a la muchacha, se apeó,
se acomodó el sombrero de junco y se arremangó el poncho encima de sus hombros,
mi chinita linda aquí su seguro y humilde servidor, dizque dijo haciendo burlón
una venia, así, pabajo. Amanda no quiso entender la mala intención de los
hombres y siguió su camino, pero no alcanzó a dar ni dos pasos cuando vio quel
camino se iba cerrando con el pecho de los caballos. Entón dizque recién medio
que se asustó y tiritando de miedo bajó los ojos como si en el suelo del camino
iba encontrar amparo o fuerzas pa enfrentar a los cuatro desconocíos. Y uno de
los hombres que trataba de agarrarla, venga mi palomita queste corazón se
alborota con sólo verla y el otro que se reía y el otro que se burlaba,
romántico había sido el cholo. Amanda buscó la forma de escaparse, pero ya el
otro ni corto ni perezoso le cortaba el camino poniendo su caballo delante y el
otro otra vez que palomita y el otro que con su risa rompía en pedazos el
silencio de la noche. Y esa noche por desgracia a nadie más se le ocurrió pasar
por ese sitio. Malagüero ya pue sería. ¡Ay, quel taytito no nos niegue su luz
cuando quiera llevarnos el demonio! Ella sin defensa dizque no hablaba, nada
decía, muda nomás, sólo quería escapar. El otro hombre bajó del caballo siempre
riéndose, quizá si hubiese hablao y el otro que vamos, no perdamos más el
tiempo, si hubiese dicho quera una guagua y el otro que ¿aónde te vas pues
corazoncito?, quizás si hubiera dicho que su tayta era patrón todopoderoso y
tenía mucha plata y el otro que ¿ónde vivía? y el otro que palomita salvaje ojitos
de capulí y si hubiera dicho que su tayta los podía hacer llevar a la cárcel
por sólo molestarla, quel juez y los guardias eran obedientes a la sola voz de
su tayta. Mejor vayánse y no fastidien, pero ella dizque no dijo nada.
Amanda temblaba
de susto y uno de los hombres ya la tenía en sus brazos, ella se sacudía de
miedo y el otro que no sespante, quellos la querían y el otro que la cuidarían
paque no le pase nada, si ella les hubiera dicho algo, les hubiera amenazao con
su tayta quera un demonio desalmao, que los mataría si se aparece. Pero ella
nada, en silencio soportaba todo, como si fuera muda. Y uno dellos que acercaba
su cara a la cara della y ella sólo trataba descaparse y el otro ya más cerca
puta ques bonita carajo y ella en silencio aguantando de miedo el resuello
apestando a cañazo, y el otro que ya metía sus manos por su cintura y ella
quejándose nomás despacio y el otro que venía con una botella de aguardiente en
la mano y ella que no, no, y el otro que pruebe sólo un traguito amorcito y te pondrás
alegre chinita linda. Amanda con miedo y el otro que paseaba sus manos andando
de un seno pal otro seno y el otro que sólo un traguito y el otro que se reía y
el otro que ya no sean jodíos, vámonos. Y las manos se metían más y más en el
cuerpo inocente de Amanda, las caricias cada vez más atrevidas lacían
estremecerse, sensaciones nuevas como latigazos recorrían su cuerpo y abriendo
surcos profundos la hundían en el dolor y el abandono. Sentía que las fuerzas
se le iban, trataba descapar, no decía nada, no gritaba, muda. De su ropa no
quedaba casi nada, gironeao, fleco fleco senredaba en las piernas de los
bandidazos. Amanda reaccionó y en un momento pareció escapar de su cautiverio,
rodó por el suelo aplastando los bejucos del camino, sintió el frío de la
noche, pero ya estaban otra vez los cuatro rodeándola por todos los laos. Uno
la cogía de los brazos puta quembra compadre, el otro que toma un traguito
mamacita, el otro que se reía jugueteando con su cabellos y el otro que no
perdamos el tiempo muchachos, vámonos.
La luna dizque
celosa de muchacha tan buenamoza se fue perdiendo en las alturas del cielo, se
fueron apagando las estrellas y se volvió la noche oscura, negra. Así es
papacito, no pues dicen los mayores que la luna es mañosa, muchas veces tiene
celos, envidia del cristiano y entón pues malogra losembríos, cae la helada no
pues diciendo dicen. Y esa noche la señora sólo lloraba, lloraba sin hablar.
¿El miedo bra sío pues? Sus fuerzas casi ya no tenía, qué pue mujer contra
cuatro gentes hombres ¿no? y llora llora ya se dejaba tocar puacarriba,
puacabajo, puacá y puaquí, sólo gemidos medio calladitos dejaba escapar de vez
en cuando y ellos que se quitaban la muchacha como los galgos que se pelean por
la presa, el deseo como un diablo ya les recorría por el cuerpo. Trataban de
besarla, puacá y puaquí, uno se iba pa la boca y el otro buscaba los senos y el
otro le metía sus manos puacá en el vientre, en la cintura y el otro dizque
metió una mano, otra mano entre las piernas suavecitas de la pobre muchacha que
ya ni fuerzas tenía pa defenderse. Se despaviló y ya no pudo resistir más,
estando así dizque los bandidos la forzaron sin piedá. Los cuatro dizque pues
la gozaron, cuatro veces dizque fueron. ¿Quién sabe pues papacito? Y ella ni
una queja, nada, sólo lloraba y lloraba. Después hablando dizque los cuatro
desalmaos montaron en sus caballos y desaparecieron y ella se quedó llorando
sin consuelo en medio de aquel camino. Nadie más volvió a saber de Amanda
desdesa noche, dizque se fue en busca de los cuatro bandidos pa matarlos y así
vengarse deste abuso tan grande, sí los encontró o no, nadie más lo sabe, nadie
habla deso. Un día llegó al pueblo, compró la casa esa que muchos años estuvo
cerrada y desdese tiempo ella vive ahí.
Lo único
verdadero y cierto es que muchos matrimonios empezaron a malograrse desde su
llegada. No hay hombre, ningunito, que no pierda la cabeza por ella. Como locos
la siguen por las calles, pero ella ni caso les hace, en la misma puerta de su
casa dizque los manda a rodar. Hasta tu propio tayta anda emborrachándose de
purito despecho nomás. ¡Cuánto sufrimiento tiene que aguantar tu pobre
mamacita! Te acuerdas de don Alejandro Díaz o de don Absalón Guevara, cholos
blancones y platudos, que como perritos andaban por su atrás hasta que un día,
de lo sanito y bueno que se acostaron, amanecieron muertos. O de don Gerardo
González y don Remigio Peralta que aparecieron locos finos, sin ningún remedio,
andando por las calles. El pobre de don Gerardo poronde diablos andará con su
locura, mientras don Remigio prendío de las paredes las descascara su embarrao
y trozo-trozo las va comiendo. Buenmozo había sío y loquito pues de la noche a
la mañana se apareció. Hablando dicen quella lo despreció como a perro, a saber
cuánta desgracia hay que sufrir taytito questás en los cielos.
IV.
Muy curioso
regresé al lugar desde donde podía observar a la araña negra y peluda. Sentía
temor, pero me tranquilicé con la seguridad de que ella no podía saltar hasta
donde me encontraba. En eso, a lo largo de la calle, hizo su aparición la
señora Amanda, con su vestido negro y su cabello volando confundiéndose con el
viento. Me extrañó verla sin su moño acostumbrado, ovillado sobre su nuca. Era
todavía más bonita con sus cabellos como palomas salvajes describiendo elipses
sobre la firmeza de sus hombros. Llegó a la casa, sacó las llaves de su bolso y
abrió la puerta. Sin recelos admiré su belleza. Sus ojazos negros advirtieron
que mis pupilas se desvestían de su inocencia para contemplarla en su
inconquistable desnudez. En su mirada no había sorpresa, acostumbrada a que
siempre la miraran, pero al cerrar la puerta me lanzó ofendida una mirada de
odio y desprecio. Me estremecí avergonzado y confundí mis ojos en el balcón, en
las flores. ¿Cómo mirarla al día siguiente a la hora de comprar el pan? Sin
embargo un impulso interno se apoderó de mí, un fuerte deseo de ingresar en la
casa, recorrerla por dentro, conocer sus interiores más íntimos que sólo
habitaban en mi imaginación. Enterarme más de cerca de cómo vivía la señora
Amanda y quizás, ¿por qué no? sorprenderla sin su vestido negro.
—¡Aníbal! ¡Aníbal... ¡Qué haces
allafuera en semejante solazo! —gritó otra vez mi madre desde la
cocina, interrumpiendo mis cavilaciones.
Bajé en
silencio, miré a mi madre, tan joven pero ya marchita por el tiempo, por la
vida misma. Bebí algunos tragos de chicha fresca que descansaba en un jarro
sobre la mesa y salí a la calle resuelto a entrar en la misteriosa casa de doña
Amanda de la Serna. Crucé la calle y trepé por una de las paredes laterales.
Desde la cima me cercioré que nadie me estuviera observando. El interior de la
casa estaba en silencio y con el mayor sigilo salté al pasillo de unos seis
metros de longitud que estaba vacío, salvo por un cajón de regulares dimensiones
cubierto de una alfombra con motivos orientales. Al final me encontré con el
jardín y su pila al centro, pero sin agua. A mi memoria volvieron los
recuerdos. Casi nada había cambiado en esa parte del enorme caserón. Llegué
hasta el fondo donde encontré dos escaleras de madera, amplias y limpias. Una,
a la derecha, junto a un senil aliso, cuyas ramas seguramente habían albergado
infinidad de nidos y amores; y la otra, directamente frente a mis pies,
tapizada con una franja de alfombra concha de vino. Dudé un instante, no me
decidía por donde subir y un extraño sentimiento de culpa hizo hervir la sangre
en mis mejillas. Finalmente decidí subir por la escalera alfombrada y situada
más cerca de mí.
Subía tratando
de hacer el menor ruido posible y con sumo cuidado. ¿Y si me sorprende? ¿Y qué
le digo? Que quería avisarle de la araña en el balcón. Y qué ¿si no me cree?,
pero la araña estaba ahí, cuando entré a la casa estaba ahí, le diría. Que la
puerta estaba abierta y por eso entré sin tocar, sin anunciarme, esperando
encontrarla pronto. Ya en el segundo piso, caminé hacia la puerta que estaba
entreabierta y que calculaba daría hacia el balcón. Ingresé en una habitación
que tenía los muebles muy antiguos pero bien conservados. Todo estaba en
perfecto orden, limpio, bien cuidado. En las paredes colgaban cuadros con
retratos como en los libros de la escuela. ¿Parientes de la señora Amanda?
Había otros cuadros con dibujos y símbolos muy originales, desconocidos para
mí. En mi casa no existían todas estas cosas. Pasé admirando todo aquéllo que
era nuevo, deslumbrado por estos nuevos descubrimientos. Ahora crecía
aceleradamente el deseo de encontrar a la señora Amanda, de hablarle, de
escuchar su voz dirigiéndose a mi persona.
La sala
contigua era un poco oscura. Una cortina desde una pared hasta la otra no
permitía el acceso de toda la luz que penetraba por las ventanas. Ahí estaba
ella, la señora Amanda, de espaldas hacia mí. Tuve miedo de que me descubriera.
No sé por qué tenía miedo de estar frente a ella. Comenzaba a desvestirse
despacio, con calma, se daba tiempo para observar en la ropa y en su piel
detalles que no puedo precisar. La emoción en mí se acrecentaba y ahora me
encomendaba a todos los santos para no ser descubierto. El vestido negro cayó a
sus pies, las enaguas blanquísimas acariciaban las delicadas líneas de su
cuerpo. Tomó asiento en la cama y prosiguió con el propósito de desnudarse; las
medias de nylon negro comenzaron a
arremangarse hasta dejar libre sus hermosos muslos, y segundos más tarde la
preciosura de sus moldeados pies. Se levantó para dejar caer unas bragas
negras, bombachas y ribeteadas de blondas delgadas, sólo con el movimiento de
su cuerpo y de sus piernas. Al mismo tiempo se contemplaba en un espejo que
cubría casi toda la pared, colgado frente a ella y a un costado de la cama.
Parecía sonreir orgullosa de su belleza, y con justa razón, diría yo, pues la
naturaleza había sido pródiga con la señora Amanda. Su cabello negrísimo,
anochecidos rayos ondeando con misteriosa sensualidad. Giró, dio una media
vuelta y una corriente de deseo se trepó desde mis pies hasta la punta de mis
cabellos. Sus senos brillando como lenguas de fuego incendiando sus pezones
eran dos flores de cantuta abiertas al cielo. ¡Ay, Jesús bendito... la señora
Amanda de la Serna desnuda! ¡Carne viva quemando mis ojos... estremeciendo mis
esferos!
De uno de los cajones de un armario blanco sacó una
caja pequeña y dejó su contenido sobre el piso. Con sorpresa vi a una enorme
araña negra y peluda que desperezaba sus patas tratando de caminar por la
suavidad de la alfombra... y pensar que yo venía a prevenirle de ese peligro.
Otra vez el terror se apoderaba de mí, ya no tenía miedo de ser descubierto,
otro era el miedo ahora. Se dirigió al balcón y regresó trayendo la otra araña
que había estado atada mediante un cordel que le rodeaba entre la cabeza y el
abdomen. Las dejó casi juntas, una cerca de la otra. La araña de la caja, la
araña macho, empezó a girar en torno a la otra que mantenía aún el cordel. La
danza del amor había empezado, la danza de la viuda negra se había iniciado. Se
detenía por segundos, empezaba otra vez a moverse en círculos, aumentaban y
disminuían la velocidad de sus movimientos, a veces más lentos, a veces más
rápidos; la hembra apenas si se movía. La bella desnuda observaba la acción de
las arañas con esmerada atención, se acariciaba los senos, movía las piernas
frotándolas entre sí, su larga cabellera se meneaba al compás de la cabeza, su
rostro lo tenía encendido.
Las arañas estaban cada vez más cerca. En un instante
parecían repelerse para luego, casi sin reparos, atraerse, acercarse. La señora
Amanda desnuda parecía hechizada por los movimientos de las arañas, ella
también se convulsionaba, sus manos subían y bajaban por su tersa piel, largo
rato se quedaba una de las manos aprisionada entre las piernas, mientras con la
otra cogía desesperada sus senos erectos de pasión. Su cuerpo temblando se
retorcía electrizado por el placer. La araña hembra sintió que el macho estaba
sobre ella y que su mundo se desbocaba incontrolable hasta detenerse
bruscamente en el fugaz momento que el macho saltó para salvarse de la furia
femenina que lo buscaba para darle muerte. En su salto desesperado no se fijó
que caía sobre el cuerpo de la mujer y ésta, asumiendo el papel de la araña
hembra en el último éxtasis de supremo gozo, de un manotazo la aplastó sobre su
pecho. Luego las dos hembras satisfechas se quedaron tendidas largo tiempo
sobre la alfombra.
Sin hacer ruido
bajé las escaleras y salí a la calle, ahora, por la puerta.
—¡Aníbal! ¡Aníbal! ¿Dondestará
metío ese muchacho del diablo? —llamaba desesperada mi madre.
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