Por Gabriela Cañas
Es fácil imaginar un cierto bullicio en los palacios cardenalicios de medio mundo. El Sumo Pontífice ha anunciado su renuncia y los cardenales se disponen a hacer las maletas para participar en un cónclave histórico —por inusual— que se encargará de elegir al sucesor de Benedicto XVI estando aún en vida. Millones de personas contienen el aliento y devoran los detalles que les ofrecen los vaticanistas sobre la sucesión de ritos que nos esperan.
Uno de los primeros ya ha tenido lugar. Se celebró el miércoles pasado, miércoles de ceniza, en la basílica de San Pedro, epicentro de la Ciudad del Vaticano. Allí, en la nave principal, sobre el amplio e impoluto suelo de mármol y bajo la luz que irradian las aperturas de una cúpula de 136,57 metros de altura, tuvo lugar la última misa pública que oficiará como Papa el que pronto volverá a ser Joseph Ratzinger. Las cámaras de televisión, estratégicamente situadas, dieron cuenta de la grandiosidad de la ceremonia. Los fieles, perfectamente alineados. Las primeras filas, reservadas para la curia, distinguible gracias a sus hábitos blancos, sus casullas violeta, sus tiaras, estolas y solideos. Dominan el blanco, el dorado, el violeta y el rojo. Se lucen los más finos paños y un perfecto orden jerárquico marcado por uniformidades de gala de diferentes colores y hechuras. Junto al Papa, más hábitos, más casullas, más oro; como el báculo con el que se ayuda para caminar. A su lado, la guardia suiza, guardaespaldas y mayordomos de terno negro almidonado.
Estos días, y hasta que la fumata blanca sea recibida con aplausos y vítores, los vaticanistas seguirán contándonos también qué escándalos esconde la curia, qué corruptelas ensombrecen todo lo que rodea al Papa, qué intrigas son las que, probablemente, han derrotado al pastor de Roma, un rey más que absoluto porque su infalibilidad le libera del error humano. Prácticamente todas las costumbres y los ritos del Vaticano, que ahora se van a multiplicar, hunden sus en raíces en el medievo. El proceso de toma de decisiones se realiza bajo la total opacidad, lejos de la transparencia que exigen hoy las sociedades para contrarrestar la corrupción. Y como las reglas no se discuten estas permanecen en el tiempo, que aquí parece haberse varado.
En este imperio global anclado en el pasado y el dogma de fe no caben las medias tintas, de modo que las mujeres no poseen los mismos derechos. En el altar de la basílica había el miércoles una sola fémina: una talla de la Virgen María. En el cónclave que reunirá a los 117 cardenales electores solo habrá hombres. Ellas no deciden; sirven y ni siquiera tienen nombre, como esas cuatro monjas que acompañarán al Papa en su retiro. Los purpurados se alojarán en la Casa de Santa Marta, un hotel con 120 habitaciones —suites la mayoría de ellas— donde estarán atendidos por las religiosas de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul. Como dijo el cardenal Lluís Martínez Sistach respecto a la que limpió el aceite derramado por el Papa en el altar de la Sagrada Familia, para las mujeres de la Iglesia este tipo de tareas es “un gozo”; y añadió: “Esta labor la hacen porque es su carisma”.
Todo este entramado tan masculino revestido de oropeles está perfectamente engarzado, sin embargo, con el mundo moderno. Benedicto XVI es un jefe espiritual de 1.200 millones de fieles, pero es también un jefe de Estado y como tal recibe tratamiento. Sus últimos encuentros políticos son con los presidentes de Rumanía y Guatemala y el primer ministro italiano. El Vaticano ocupa un puesto en la ONU como Estado observador. Sus embajadores —”nuncios”— forman parte de la diplomacia mundial y suelen vivir en palacetes. Sus tentáculos nacionales están sostenidos, en una gran parte, con el dinero de los contribuyentes y con importantes exenciones fiscales. En España, como ocurre en otros países, son el segundo propietario inmobiliario más importante después del Estado.
Todas las ceremonias a las que vamos a poder asistir a través de los medios —lujosos y descarnados retratos del poder que colman la vanidad de sus protagonistas— van a ser parecidas a la del miércoles. Y resulta llamativo que los ciudadanos se entreguen, hipnotizados y fascinados, a la espectacularidad de la liturgia de una institución tan anacrónica y alejada de los valores democráticos contemporáneos.
Gabriela Cañas es periodista y jefa de las secciones Local y Sociedad del diario El País, de España
Fuente: Diario El País, lunes 18 de febrero de 2013
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