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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

viernes, 7 de diciembre de 2012

Narrativa: Alfredo Pita, La sombra del Aneto (Cuento)



Por Alfredo Pita
 
Para Marión y Dante,
al calor del fogón.
La espera de esos días lo había fatigado y estaba ahora más que nervioso. Esa tarde había sido como tantas en las dos semanas que ya llevaba en ese lugar, en ese refugio. Como cada día, tras almorzar, había salido del hotel a dar una vuelta por la montaña, esta vez con la Apología de Platón en el bolsillo. Estaba cansado, muy cansado, y la culpa no sólo era de la espera sino también de las dudas. No se había alejado mucho de inmediato. Durante un momento se quedó apoyado en el mirador, contemplando el hondo valle donde estaba la ciudad de Luchon, que parecía dormir, como muchos de sus curistas a esa hora, pensó. Su mirada distraída se detuvo en el estadio minúsculo y lejano, en el campo de aviación. Un planeador, como una enorme ave silenciosa, volaba abajo, lento, y parecía picar antes de virar y elevarse entre tenues jalones de nubes, entregado al viento. Muy bonito, sí, pero él no estaba para bucolismos, ni aéreos ni de otro corte, se dijo. Siguió caminando y, bordeando la pendiente, se alejó buscando un lugar propicio para leer. Él había obviado la siesta, quería leer, pensar, anticipar, pero, cuando halló el lugar adecuado y se sentó en la hierba, pronto se quedó tendido sobre el casacón, dormido y con el libro abierto sobre el pecho.

Cuando despertó no supo de inmediato dónde estaba. ¡Estás durmiendo mucho últimamente, José Ignacio Goycochea! ¿Cuánto había durado esa siesta campestre?  ¿Una hora, dos? Ni que estuvieras enfermo. Lo despertó el frío y esa sensación vieja y, a la vez, súbita, perentoria, de que no debía bajar la guardia, de que el mundo le era hostil, de que él era extranjero en todas partes, estuviera donde estuviera. Le ocurría en situaciones como las que vivía, y cada vez que olía el peligro, sí. Se puso el casacón. El espesor acolchado de la prenda lo protegía del frío, pero nada lo protegía de sí mismo. Ni siquiera la conciencia sublimada de la soledad, su vieja hermana, la que en otros tiempos le hacía bromas, le era de gran ayuda en ese momento.
Miró otra vez la hondonada y se dijo que no podía ser real lo que estaba viendo, que era su cabeza. El aire de la montaña lo había mareado y le estaba haciendo imaginar todo eso. Pero no, no alucinaba. Desde el fondo del valle, a un ritmo perceptible, una nube masiva y con tentáculos parecía subir pegada a las laderas, devorando los árboles. Era como si un mar gaseoso se hubiese propuesto alcanzarlo en esa cresta, la que, pronto, a ese paso, se convertiría en promontorio, en arrecife, en isla. Estaba fascinado, con la caída de la tarde, en cuestión de media hora, la nube llegaría a la cima y entonces todo sería blanco, el mundo de abajo y el mundo de arriba. Todo, la montaña, el hotel, el planeta entero, quedarían sumidos en ese manto asfixiante. ¿Asfixiante, Goycochea? La palabra lo dejó pasmado. ¿Así estábamos ahora?
 Con una sonrisa intentó diluir esa desazón que le irradiaba desde el pecho. La veloz crecida de la nube que venía desde el valle contradecía todos sus esquemas de habitante urbano, pero no era para tanto. Levantó los brazos y respiró. Arriba, en el cielo azul de ese final del día se movían otras nubes, viajeras, blanquísimas. Todo eso, esas nubes altas, esos inmensos espacios, esas montañas lejanas, el Aneto, los Montes Malditos, era tal vez lo que de verdad había ido a buscar en esos parajes de los Pirineos, y no una tarea, una última misión. Tenía que aclararse. Esos días quietos eran cruciales. Tornó la mirada. Allí estaba, lejano, casi brillando con fuego helado y propio, el Aneto, el nevado que lo había acompañado esas dos semanas, enmarcado en su ventana del Gran Hotel de Superbagneres. Había sido un buen camarada, sí. Aunque en los últimos días lo había tenido casi olvidado. Goycochea sintió que, pese a su sonrisa forzada, una cierta tristeza insistía en lamerle el rostro.
En su reloj eran ya casi las seis de la tarde. Agitó otra vez los brazos para desentumecerse y, ciñéndose el casacón, con las manos hundidas en los bolsillos, dio la espalda al precipicio, al valle, a la nube reptante y ascendente, y se puso en marcha; era hora de volver al hotel. La llamada que había estado esperando la había recibido por fin la víspera. El desenlace se acercaba; pronto iban a verse las caras, él y los otros. Los dados estaban echados y corrían ya, libres, en el tapiz de los días y las noches que se venían. ¿Qué suerte le iba a corresponder?
El material iba a llegar en cualquier momento, le habían dicho. A lo sumo en dos días. Él les dijo que ya había llegado, que ya lo tenía, que los tíos queridos se habían presentado la tarde anterior. Al otro lado hubo un gruñido de satisfacción, pero no le pidieron detalles. Miró otra vez los nevados. El frío, la neblina que comenzaba a enrarecer el aire, le habían dado sed. En el paladar sentía esa humedad pastosa, turbia, que no le gustaba nada, ni a él ni a sus pulmones, y que sólo un buen trago podía barrer. ¿Sentía también miedo? No, eso no. Avanzó con paso lento hacia el hotel. Solitaria, en la cúspide de la montaña, la mole, que en los días de nieve era testigo del vértigo de los esquiadores, ahora parecía resignada a la vegetación, a los abejorros, a las florecillas blancas y amarillas que crecían en su entorno. Superbagneres se preparaba para el letargo de los meses de verano. La primavera estaba terminando.
En las ventanas del bar había ya luz. Se frotó las manos con energía. Estaba en una situación delicada, y hasta preocupante, sí, pero la cosa tenía ribetes casi cómicos. Sentía, por ejemplo, que esos nevados, y en particular el Aneto, estaban en la España global y no en Lérida, una provincia abstracta. Y cuando pensaba en España, ya no sentía que fuese el reino del poder enemigo suyo y de su historia, de un poder que había que derribar. ¿Qué le estaba pasando? ¿A la vejez nostalgias? ¿A él, que venía de Guipúzcoa, donde su gente no dormía en paz soñando con otras banderas, con otras fronteras y toda la mar en coche? Esta era una expresión de su primo Txomín, el perulero, que no hubiese dejado de decirle, riéndose y con una palmada en el hombro, que un vasco con melancolía por España era lo único que faltaba en la familia. Txomín, el que se había ido a Lima, lejos de todo eso, llevado por sus padres, cuando apenas tenía cuatro años. El que decía: “y felizmente que fue así”, mientras reía sin cinismo y con una cara más que satisfecha.
Como cada anochecer, en las dos semanas que ya llevaba allí, el bar estaba desierto. En el día llegaban a refrescarse los turistas y curistas de Luchon que osaban la subida a Superbagneres. Al caer la noche, sólo quedaban él y algún rezagado, algún amigo o amiga del señor Blanchet, el muchacho de Tarbes al que la administración le había dejado el hotel durante la interseason. Tan pronto cerró la puerta, Blanchet se le acercó, sonriente. Buenas noches, señor Mora, ¿ha tenido un buen paseo?
Desde el comienzo, desde el día en que llegó, el tipo se había muerto de ganas de preguntarle por qué se alojaba allí; por qué, si tenía problemas respiratorios, no se quedaba abajo, en la ciudad, en uno de los tantos hoteles cerca de las termas, donde había más gente y todo era más animado. Precisamente por eso, porque no le gustaba la gente y, menos, la que tenía problemas de salud como los suyos. Esa fue su respuesta la noche en que Blanchet por fin lo interrogó, mientras ponía un vaso en la mesa. Además, dijo, necesitaba un poco de calma porque quería concentrarse en un proyecto, en el guión de una película detectivesca que se preparaba en París. Fueron palabras santas. La curiosidad de Blanchet se transformó en abierta devoción cuando se enteró de que tomaba notas sobre el hotel y la región para el filme. Ahora lo entiendo todo, señor Mora. Le confesó incluso, avergonzado, que al principio, viéndolo así, solo, se había preguntado si no sería un prófugo, alguien que huía de la justicia. Ambos rieron de la ocurrencia. Y no es que hubiese pensado en llamar a la policía, ni nada por el estilo, se disculpó Blanchet, pero había sentido una cierta inquietud, tenía que comprenderlo. Le dio detalles sobre la vida de un encargado de hotel en Francia. Por qué ahora, por ejemplo, los pasajeros ya no firmaban una ficha, como antes, lo que no quería decir que la policía no estuviera atenta a las fotocopias de los documentos de identidad que ellos hacían, etc. Un gascón discreto, que no contradecía la leyenda, se dijo, sonriendo. Después, el hombre se había limitado a ser atento y servicial, dándole lo que necesitaba: un buen desayuno cada mañana, un frugal almuerzo al mediodía y, por las noches, cuando no bajaba a la ciudad, bocadillos y fiambres diversos. Ah, y eso sí, el trago adecuado en el momento adecuado.
La siesta imprevista le había dado frío. Un whisky doble, pidió al pasar por la barra. Quitándose el casacón se dirigió a su rincón favorito, cerca de la ventana. Sacó el libro y estuvo a punto de abrirlo, pero lo abandonó sobre la mesa. Estaba claro que la lectura no le iba en esos días. Blanchet ya se acercaba con el vaso y un papel en la mano. Lo habían llamado esa tarde. La misma persona que el día anterior, pero no había dejado mensaje. Nada importante, dijo que insistiría después. Tuvo ganas de preguntarle, mientras acariciaba el vaso tallado, cómo diablos sabía que se trataba de la misma persona, pero se quedó en silencio. Le agradeció con una sonrisa. Cuando el otro ya se retiraba, lo detuvo. Pidió un plato de jamón, pepinillos en vinagre y pan. Esas llamadas decían mucho más que un discurso. Sus amigos, si es que podía seguir considerándolos sus amigos, estaban inquietos, preocupados por cómo iban a salir las cosas. Debía decidirse. Ahora era él quien se preguntaba por qué diablos había instalado allí su observatorio, su base de operaciones. Luchon, pase. Pero, ¡ir allí! ¡Al desierto Gran Hotel de Superbagneres, a mediados de junio! ¡Era realmente tener ganas de que se fijasen en ti, Goycochea! ¿De dónde sacaba tamañas ocurrencias? ¿Estaba perdiendo los papeles? Con lentos tragos paladeó su whisky.
Él había sido quien sugirió Luchon. Su argumento decisivo fue lo obvio, que se trataba de un sitio lleno de gente foránea en esa época. Nadie se fijaría en él, estaba seguro. Había visitado la estación termal en otro tiempo y era el marco perfecto para lo que debían hacer. La frontera española, a través de varios pasos, estaba al alcance de la mano. Con un buen auto, como el Peugeot 305 que había recomendado conseguir, y por el paso de Portillon, en cuestión de media hora se estaba del otro lado. No creía que la policía de ambos países se fijase mucho en los curistas de Luchon, que lo único que necesitaban era aire y sol, y no meterse en problemas, arguyó. Al final, todo se decidió en ese sentido. Y unas semanas después, con un Peugeot gris metálico, con un equipaje mínimo y con la debida orden del médico para tratarse en las termas, había llegado, convencido de que era el punto ideal para recibir el material delicado que debía introducir en España y para deslizarse con él hasta Viella, donde debía esperarlo la posta. Y el material delicado lo tenía ya en el coche. Lo había traído la pareja de jubilados que iba a Lourdes y que habían llegado con una puntualidad asombrosa. El que estaba retrasando el movimiento era él. Ahí estaba el problema. Si iba a hacerlo, debía hacerlo al día siguiente. Debía decidirse.
Goycochea movía la cabeza en silencio cuando Blanchet apareció con su pedido, y con un vaso de cerveza, por supuesto, que ya conocía los gustos del señor Mora. No había empezado a despachar el jamón cuando Blanchet reapareció, esta vez con un gran plato de patatas al vapor en una mano y la sal y la mostaza en la otra. Estaba comiendo muy poco el señor Mora, no debía olvidar que estaba en tratamiento. Esas cosas tenía el buen gascón: si no eran patatas, eran habichuelas y, si no, pasta. Y, unos días antes, excepcionalmente, en el almuerzo le había servido un cassoulet hecho en casa que durante horas lo dejó congestionado y lleno de gratitud. Estaba bien tratado, no lo podía negar. No tardó en acabar con todo. Y ahora, ¿qué? Ahora, bien vistas las cosas, debía reconocerlo, los del otro lado, tenían algo de razón. Lo cierto era que, como nunca, las cosas se estaban prolongando demasiado.
¿Qué es lo que estaba pasando con él? Ya no tenía ganas de sonreír. A su espalda, detrás del edificio, estaba el Aneto, envuelto en la noche. ¿Y si la neblina, los últimos rayos de sol y esas ganas de dialogar con las montañas lo estuvieran poniendo ante sí mismo? ¿Y si todo eso estuviera actuando como un revelador de lo que pasaba en su alma? A veces uno ve sólo lo que quiere ver. De pronto percibía en sí sentimientos que tal vez siempre estuvieron allí, pero a los que nunca había dado demasiada importancia, por la misma razón por la que no se presta atención a ciertos muebles viejos de la casa en la que se vive. De repente uno de ellos cruje, deja caer una tabla, y es como si nos llamase, como si quisiera ponerse en nuestro camino para hacernos caer, para recordarnos que existen. O como cuando, ante el espejo, uno se sorprende diciéndose, pero, y este lunar, desde cuándo lo tengo aquí, junto a la ceja. Son las cosas que de tanto verlas se han convertido en invisibles.
Sí, el país de al lado lo llamaba. Lérida, al otro lado de la frontera, le calentaba el corazón y la memoria. ¿Qué memoria? No sólo la suya, una ancestral tal vez. Él no era un vasco puro. ¿Quién lo era? ¡Joder, con la ensalada en que se estaban convirtiendo sus ideas! Tal vez un día descubriría que amaba a España entera e, incluso, a Portugal; que toda esa puta península le hacía falta, que finalmente él era parte de todo eso que durante media vida había odiado con tanta convicción y ahínco. Terminó la cerveza y, tras retener por un instante el líquido en la boca, recostó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Nada era inocente en las opciones de cada uno. Eso se lo había enseñado el tiempo. Se puso de pie y se acercó a la ventana. El ánimo se le estaba ennegreciendo, en perfecta armonía con la niebla que, con seguridad, ya lo cubría todo afuera. Por lo pronto, él no veía nada, sólo la noche creciente. Pero sabía que afuera estaba la nube. Hasta podía imaginar que el hotel se hallaba en medio del océano, solitario, sobre un peñón, o en el centro de una ciudad devastada, inmediatamente después de una deflagración que sólo hubiese respetado el viejo edificio. La realidad triste y prosaica era que quien estaba en medio de una montaña, rodeado de la noche y de su propia historia, era él. Eso era todo. ¡A tu salud, Goycochea! Pidió otra cerveza.
Vistas bien las cosas, no había que buscar mucho para saber por qué había propuesto Luchon al comando, a la gente de Biarritz. El valle de Arán lo fascinaba, lo llamaba desde el final de su adolescencia. Y había sido así desde que un día supo, por boca de un amigo de la familia, que le pidió mucha discreción, que por esos parajes habían terminado los días de su padre. De ese honrado estudiante de derecho, como lo llamaba su abuelo materno, con sorna, cuando hablaba delante de él, pensando tal vez que el niño no entendía nada de nada. De ese badulaque, del valiente cagatintas, como decía cuando creía que él no estaba escuchando; del miserable aquel que un día de 1955 se largó a París, a seguir estudiando, y que se olvidó para siempre de que tenía una mujer y un crío. Por esos parajes, enrolado en una de las oscuras columnas de guerrilleros y saboteadores que enviaba el Partido contra Franco, había reaparecido, en la primavera de 1958, Francisco Goycochea, el hombre al que, según decían, él se parecía tanto. Hasta en los anteojos de carey, redondos, a la antigua, como decía su madre. Y allí habían terminado los pasos del viejo, a una edad más temprana que la que él tenía ahora, rodando por alguna de esas laderas sin remedio, con un enorme agujero en el pecho y otro en el estómago. Él y sus camaradas habían sido víctimas de un chivatazo y les habían disparado con balas de cacería, informaría el Partido después.
La Guardia Civil había localizado su campamento y los observaba desde la montaña de enfrente, sin que ellos se hubieran dado cuenta. Esperaban refuerzos para atacarlos. Sin embargo, al atardecer, cuando ellos salieron de entre los pinos y matorrales y avanzaban en hilera, muy separados el uno del otro, por un sendero descubierto, desde la ladera del frente los acribillaron. Su padre fue uno de los tres alcanzados por las balas. Mientras los otros dos se despeñaban, él rodó hasta una zanja, junto al talud donde se había refugiado el resto del grupo, que respondió como pudo. La balacera fue nutrida pero rápida. Luego se hizo un silencio sólo roto por la caída de una rama o el aleteo de un pájaro. Al frente, al parecer, también hubo bajas. Sus compañeros arrastraron al herido hasta los árboles y allí se quedaron quietos, observando, esperando, pero nada ocurrió. Los guardias civiles no los buscaron, tal vez debido al crepúsculo. El estudiante se extinguió allí, en menos de una hora, intentando articular el nombre de su hijo en el oído del compañero que le sostenía la cabeza. El hombre que le había contado la historia fue ese confidente final. Para que todo lo que había pasado no se quedara en el aire, y porque era bueno y justo que un muchacho como él, al cumplir dieciocho años, supiese de qué temple estuvo hecho su padre. Así cumplía con ambos, dijo, satisfecho, antes de ponerle la mano en el hombro y alejarse con apenas un gesto de adiós.
Todo ese drama había ocurrido una tarde de fines de mayo, cuando él apenas tenía tres años. Y había ocurrido en una de esas montañas. En una de esas laderas que ahora escondía la noche y la niebla. Allí había acabado el viejo, mirando el Aneto tal vez. O con los ojos prendidos en una de esas pequeñas flores amarillas que cubren los Pirineos en esta época y que los franceses llaman botón de oro. ¿Un digno final para un español quijotesco, repleto de sueños? No, de ningún modo, nadie merecía acabar así. Ahora lo sabía. Su sacrificio tuvo consecuencias. También él se fue a vivir a París, buscando su camino, a hacer vagos estudios de derecho internacional, de filología, de literatura. Pero su compromiso fue diferente. Sus opciones terminaron siendo las de sus amigos, las de la gente que lo rodeó desde pequeño, desde que su madre, que por lo demás nunca se proclamó abandonada, decidió dejar Barcelona e instalarse en San Sebastián, en la casa de sus padres. A partir de entonces, todo transcurrió en forma casi natural. Natural su adolescencia solitaria y dolorosa; naturales su juramento, su militancia, su violencia; natural la sangre que había visto, que había palpado, que había derramado. Naturales hasta esas dos semanas pasadas en ese hotel, con sus treinta y pico años a cuestas y su enorme fatiga.
Y hasta aquí hemos llegado, Goycochea. Al día siguiente habría que partir, seguir con la rutina y con la adrenalina de esos años. Seguir, sin ver las cosas con demasiada claridad, pero comenzando a atisbar las raíces del dolor, las razones de los oscuros tiempos, de los años amargos vividos por el ser humano que tú también eres, lo quieras o no. De los años en que tú y los tuyos se han movido empujados por fuerzas extrañas: por la necesidad de venganza, por el odio, real, que existía, pero también, reconócelo, por esa sensualidad ligada a la muerte que nos inocularon los nuestros y los otros. ¡Sí, el gusto de la sangre! ¿Una forma de adicción? Y aquí estamos. Terminó su cerveza y dudó si pedía otra o si subía a su habitación a leer un poco, o a dormir. Optó por lo segundo. El día siguiente iba a ser intenso, eso era más que seguro.
Cuando bajó a desayunar, alrededor de las nueve, Blanchet lo estaba esperando con una nota en la mano. Señor Mora, otra llamada, se la quise pasar pero usted debía de estar en la ducha. Esta vez han dejado un recado, un número para que llame. Goycochea le agradeció con naturalidad mientras miraba la cartulina. Dudó en volver a su habitación y optó por hacer la llamada desde la recepción. Tanta insistencia, tantas llamadas. Había alarma, estaba claro. Él sabía lo que ellos querían oír. Sí, soy yo, dijo. Escuchó con atención, fingió reír. Blanchet no andaba lejos. Sí, esta tarde, díganselo. Se lo confirmaré antes de partir, a eso de las tres. No, no es necesario, iré solo, según lo acordado. Colgó. Blanchet se ocupaba de sus vasos y botellas, del lado de la barra. Goycochea estaba tenso y tranquilo a la vez, sensación que ya conocía de antes. Se negaba a preocuparse. Le pidió a Blanchet dos sobres grandes, tipo Kraft, que el hombre se apresuró en traer. Le pidió también un café con leche y un par de croissants. Movió el café despacio, como si el azúcar demorase en diluirse. Había llegado la hora. Ése era el día. Bebió el café con calma, engullendo con apetito, a grandes bocados, el bollo mantecoso.
Cuando salió, el aire hería los pulmones con su pureza. La neblina se había estancado sobre el valle. Todo estaba húmedo, como si hubiese llovido. Goycochea se sentía sereno. Tendría que bajar con cuidado. No era hora de desbarrancarse ni de ir a hacerle compañía a las vacas que pastaban en las laderas. No con el cargamento que llevaba en el maletero. Se detuvo en un amplio recodo antes de iniciar el descenso. Aprovechando la soledad de la montaña decidió ver lo que había en el gran maletín. Había ropa, varias mudas, y debajo, muy bien empaquetado, sujeto con cintillos improvisados, estaba el dinero. Eran dólares. ¿Cuánto habría? ¿Treinta, cincuenta mil? Y al lado estaba lo otro, lo que más importaba, tal vez. Envueltos en varias capas de un plástico con burbujas, había cuatro paquetes cubiertos por separado con papel encerado, cuatro panes de esa sustancia pastosa y maleable que le era familiar y que le recordaba la levadura con que se preparaba el pan en su casa, en su infancia. Cada uno pesaba medio kilo como mínimo. Abrió uno de ellos y, acercando un dedo a la masa, sintió su textura elástica, casi benévola, que bien hubiese invitado a un niño a moldear con ella patitos, gatos, muñecos sonrientes. Era suficiente cantidad como para volar un edificio. ¿A quién se lo tendrían destinado los del otro lado? Puso el dinero en uno de los sobres, los paquetes en el otro y colocó todo en el coche, en el suelo, detrás de su asiento.
Las vacas lo divertían. Sus cencerros y mugidos parecían más nítidos a esa hora. Las había descubierto un día, desde su ventana, y le había hecho gracia cómo trepaban, cómo mantenían el equilibrio. Suponía que la calidad de la hierba justificaba ese ballet que, a todas luces, era aéreo. Le gustaba verlas balancearse, dudar entre dar otro paso o tascar de plano el cielo, una nube, mientras se azotaban suavemente el lomo con la cola. ¡Jolines, Goycochea! Con un poco de lucidez y, sobre todo, coraje, tal vez hubieses podido ser feliz de otra manera. Un pueblo perdido, una montaña, una pequeña cabaña en medio de los bosques, a la manera de Thoreau. Allí hubieses leído a los presocráticos, a los padres de la Iglesia, a los apóstatas, a los herejes de todos los tiempos, todo lo que te interesaba de verdad. Y allí hasta tal vez habrías escrito, hijo mío. Y te hubieras ahorrado tantas cosas. Sobre todo esa constatación que lo asaltaba por las noches, cada vez más, de que su vida era una cadena de equivocaciones. Una trenza mal urdida de la que a esas alturas le era ya difícil librarse. Difícil, sí, pero, ¿era imposible?
Una camioneta que subía casi lo sorprende en una curva, por lo que redujo la velocidad a treinta por hora y procuró mantenerse rigurosamente a la derecha. Al promediar el descenso de la montaña vio que la neblina se había convertido en nubes rasgadas y difusas, instaladas entre la cumbre de Superbagneres y la ciudad. Y había sol. Comenzó a sentirse más animado. Estaba claro que no había nada como la luz, la claridad, que hacían concretas a las cosas, que hacían que el hombre actuase en la realidad, lejos de las peligrosas especulaciones que incitaban al extravío. Al yerro, como decía su abuelo materno.
La muchacha del correo era pelirroja y le sonrió mientras le alcanzaba una caja de cartón para el envío que quería hacer. Goycochea se alejó un poco y puso en ella el paquete con el dinero, la cerró con cinta adhesiva y puso la dirección. Quien lo iba a recibir sabría qué hacer con él. Volvió donde la muchacha. Tenía grandes dientes, pero era bonita. Se sentía cada vez más sereno. La chica le preguntó si el envío lo quería certificado. Él dijo que no, que eran un jersey y chucherías para su madre, recuerdos de Luchon. La chica sonrió, antes de volver a sus ocupaciones. Le buscó la mirada y ella le sonrió de nuevo, pero en forma esquiva esta vez. Tal vez pensaba que había gente indiscreta que no vacilaba en contar a cualquiera sus asuntos familiares. O quizás sólo eran ideas suyas. Tal vez la chica sólo quería seguir vendiendo tranquila sus sellos, los normales y los turísticos, y sus sobres ya franqueados.
Volvió hacia donde había dejado el auto, ahora con todos los sentidos puestos en ver si alguien lo observaba. Se dirigió al Parque de las Termas y estacionó cerca del tiovivo infantil. A esa hora, como todas las mañanas, iba y venía una multitud de curistas. Eran las diez y cuarto. En unas horas debía partir. Ellos le habían propuesto un acompañante. ¿Estaría en ese lugar? ¿Estarían también ellos en Luchon? ¿Querían darle una mano, darle protección? ¿O las sospechas de sus amigos iban más rápido que sus propias intenciones? Todo podía ocurrir, cosas de ese tipo había visto. Descendió y, con naturalidad, atravesó el parque, atento por si lo seguían o alguien se acercaba al vehículo. Dio un rodeo y fue hacia la avenida de Etigny, hasta una librería donde compró una novela de bolsillo. En una ferretería se hizo de una pequeña pala de jardinero. Tranquilo, Goycochea, que no eres novato en estas cosas. Con paso lento, volvió hasta el automóvil. No, al parecer nadie se ocupaba de él.
Condujo el automóvil por las calles cercanas al casino, sin ver nada alarmante. Por fin, convencido de que todo iba bien, salió hacia la carretera de Saint Gaudens. Estaba en calma, pero sentía el peso de la grave decisión que había tomado. ¿Y si retrocedía y cumplía, ahora, por última vez? ¿Habría, alguna vez, una última vez? No, no había retroceso, ya había enviado el dinero. Y el dinero y la levadura eran lo que hacían funcionar la máquina del otro lado. En la carretera, apenas uno que otro coche lo cruzaba. Después de un gran panel de publicidad, cogió un desvío y se internó por un pequeño camino abandonado. Se detuvo y se quedó inmóvil, con toda su atención despierta, mirando los escasos vehículos que pasaban a lo lejos. Eran las once de la mañana y el sol golpeaba fuerte en las chapas brillantes del Peugeot. Por fin se decidió, bajó y, tras levantar unas piedras, cavó un pequeño hueco donde acomodó, uno a uno, con cuidado, los panes de explosivo envueltos en plástico. Los enterró y volvió las piedras a su lugar. Calculó la distancia que había entre el sitio y una especie de ermita que había a un lado, así como su orientación. Sería la referencia a dar si se animaba a avisar para que alguien recuperase esa mierda, se dijo. Estaba quemando sus naves, ya no había retroceso.
La vuelta al hotel la hizo con prudencia, ya no tenía explosivos consigo, pero su propio sistema nervioso estaba a punto de estallar. Llegó sin problemas y estacionó cerca de la puerta. Blanchet se le acercó sonriente. ¿No se había quedado en la ciudad, señor Mora?, ¿almorzaría en el hotel? No, se lo agradecía, sólo venía a tomar una ducha, a pagar la habitación y a retirarse. Blanchet puso cara sorprendida cuando le pidió la cuenta de su consumo. Sí, tenía que partir. Había recibido malas noticias de la familia y tenía que interrumpir el tratamiento. El gascón no demoró mucho con las sumas. Tampoco le objetó el que pagase en efectivo y hasta hizo un gesto de que le convenía. Por supuesto, sin factura, señor Mora. No, no, a él no le importaba. A quoi bon?  El próximo año las cosas irían mejor. Mil gracias. Se duchó con rapidez y recogió sus cosas, sus libros. Se había quedado sin releer el teatro de Chéjov. No sabía bien por qué, pero Chéjov le gustaba. Tal vez por esa poesía del fracaso, por esa lentitud en la pintura del conformismo, por ese aire quieto y sin perspectivas de la vida provinciana en la Rusia zarista. Él había conocido todo eso, pero en la España de los sesenta. Sí, y de todo eso había querido huir y, al final, nada tuvo sentido. Y, menos, las guerras que él había seguido atizando, agravando. ¿Cuándo había visto todo eso? Los últimos meses, pero, sobre todo, esas dos semanas en Superbagneres habían terminado por convencerlo de ello. Los cadáveres que había visto en esos años se lo enrostraban. Hasta el segundo de su muerte, esas sombras habían sido seres humanos que no tenían otro bien que su piel, su vida, sus sueños. Y habían acabado así, sin razón. Al menos en la mayor parte de casos.
Y lo suyo, la muerte de su padre, heroica y absurda, también había terminado por ser una herencia nefasta. Él era la prolongación de esa muerte, y él, la otra víctima, no había hecho otra cosa que sembrar muerte. Siempre lo supo, pero nunca se atrevió a confesárselo. En un primer momento, porque tenía cuentas pendientes con la España fascista. Después, porque no tuvo el coraje de enfrentarse a sus amigos, así de simple. Y así había llegado a ese punto. Lobo solitario en medio de la montaña, con el corazón seco y sólo con derecho a la luna y al aullido. Y así seguiría para siempre, ocultándose del sol. ¿Y si un día pudieras desembarcar en el aeropuerto de Lima y llamar desde allí a Txomín, el perulero, quien, según sabías, era ahora un próspero industrial? ¿Y si le pedías ayuda? ¿Y si Txomín terminaba por instalarte en alguna playa desierta de ese país remoto y te dedicabas por el resto de tus días a la pesca, a la lectura, a la poesía? ¿Y si...? Había que apresurarse, el tiempo corría. Blanchet lo despidió conmovido, como si él hubiera sido un cliente de muchos años, que, una vez más, volvía a partir.
José Ignacio Goycochea salió a la explanada y sintió en forma nítida que estaba renaciendo, que estaba dando los primeros pasos para empezar una nueva vida. Y eso era tan claro y revitalizador como el aire de la montaña ese mediodía, como ese planeador que volaba lejos, sereno como un águila blanca. Respiró hondo. Antes de subir al automóvil miró el Aneto y le pareció que la montaña le sonreía. Ninguna nube perturbaba el cielo azul de esa tarde ya casi veraniega. Otra vez hizo el descenso con calma. En una curva vio que el planeador, que volaba ahora más bajo, era en realidad un ala delta que bajaba con parsimonia, en círculos, sobre la ciudad. Al llegar al valle, a la bifurcación, en lugar de ir hacia la ciudad o hacia el paso de Portillon, el camino a Lérida, tomó la carretera que remontaba junto al río Lys. Se juró no parar por nada en adelante. Se juró llegar por carreteras grandes o pequeñas, por cualquier medio, hasta Marsella y, más lejos aún, hasta Argelia o Marruecos. Y, ¿por qué no?, hasta Perú, donde una playa perdida, lejana, sin fin, lo esperaba. Sí, Perú. ¿Por qué no? Goycochea se sentía contento, esperanzado. Detrás iba quedando, enterrada, la parte oscura de su vida, pensó. No era arrepentimiento, se dijo, que eso no llevaba a nada. Era un atisbo de honestidad, se congratuló. Sintió ganas de silbar. No se dio cuenta de inmediato que un Renault rojo, con tres personas dentro, lo seguía a buen paso, manteniendo la distancia.

Alfredo Pita.- (Celendín, 1948), es autor de la novela El cazador ausente (1994), de los libros de cuentos Y de pronto anochece (1987) Morituri (1991) y Extraños frutos (2010), de los poemarios Hacia los valles (1966) y Sandalias del viento (1995), y de un libro para niños Un pequeño capitán (2002). Ganó el Premio al Poeta joven, durante el Encuentro Nacional de Poetas Peruanos de 1966, con Hacia los valles. Así mismo, ganó el Concurso de Cuento de Caretas en 1991 (primer premio) y 1986 (segundo premio). En 1999, con El Cazador ausente, ganó el Premio Internacional de novela Las Dos Orillas, en el marco del salón Iberoaméricano del Libro de Gijón (España), por lo que fue traducido y publicado en cinco países europeos. Textos suyos han aparecido en importantes antologías y publicaciones peruanas e internacionales. (Fuente: De su último libro Días de sol y silencio)

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