Por
Alfredo Pita
Para
Marión y Dante,
al calor
del fogón.
La
espera de esos días lo había fatigado y estaba ahora más que nervioso. Esa
tarde había sido como tantas en las dos semanas que ya llevaba en ese lugar, en
ese refugio. Como cada día, tras almorzar, había salido del hotel a dar una
vuelta por la montaña, esta vez con la Apología
de Platón en el bolsillo. Estaba cansado, muy cansado, y la culpa no sólo era
de la espera sino también de las dudas. No se había alejado mucho de inmediato.
Durante un momento se quedó apoyado en el mirador, contemplando el hondo valle
donde estaba la ciudad de Luchon, que parecía dormir, como muchos de sus
curistas a esa hora, pensó. Su mirada distraída se detuvo en el estadio
minúsculo y lejano, en el campo de aviación. Un planeador, como una enorme ave
silenciosa, volaba abajo, lento, y parecía picar antes de virar y elevarse
entre tenues jalones de nubes, entregado al viento. Muy bonito, sí, pero él no
estaba para bucolismos, ni aéreos ni de otro corte, se dijo. Siguió caminando
y, bordeando la pendiente, se alejó buscando un lugar propicio para leer. Él
había obviado la siesta, quería leer, pensar, anticipar, pero, cuando halló el
lugar adecuado y se sentó en la hierba, pronto se quedó tendido sobre el
casacón, dormido y con el libro abierto sobre el pecho.
Cuando
despertó no supo de inmediato dónde estaba. ¡Estás durmiendo mucho últimamente,
José Ignacio Goycochea! ¿Cuánto había durado esa siesta campestre? ¿Una hora, dos? Ni que estuvieras enfermo. Lo
despertó el frío y esa sensación vieja y, a la vez, súbita, perentoria, de que
no debía bajar la guardia, de que el mundo le era hostil, de que él era extranjero
en todas partes, estuviera donde estuviera. Le ocurría en situaciones como las
que vivía, y cada vez que olía el peligro, sí. Se puso el casacón. El espesor
acolchado de la prenda lo protegía del frío, pero nada lo protegía de sí mismo.
Ni siquiera la conciencia sublimada de la soledad, su vieja hermana, la que en
otros tiempos le hacía bromas, le era de gran ayuda en ese momento.
Miró
otra vez la hondonada y se dijo que no podía ser real lo que estaba viendo, que
era su cabeza. El aire de la montaña lo había mareado y le estaba haciendo imaginar
todo eso. Pero no, no alucinaba. Desde el fondo del valle, a un ritmo
perceptible, una nube masiva y con tentáculos parecía subir pegada a las
laderas, devorando los árboles. Era como si un mar gaseoso se hubiese propuesto
alcanzarlo en esa cresta, la que, pronto, a ese paso, se convertiría en
promontorio, en arrecife, en isla. Estaba fascinado, con la caída de la tarde,
en cuestión de media hora, la nube llegaría a la cima y entonces todo sería
blanco, el mundo de abajo y el mundo de arriba. Todo, la montaña, el hotel, el
planeta entero, quedarían sumidos en ese manto asfixiante. ¿Asfixiante,
Goycochea? La palabra lo dejó pasmado. ¿Así estábamos ahora?
Con una sonrisa intentó diluir esa desazón que
le irradiaba desde el pecho. La veloz crecida de la nube que venía desde el
valle contradecía todos sus esquemas de habitante urbano, pero no era para
tanto. Levantó los brazos y respiró. Arriba, en el cielo azul de ese final del
día se movían otras nubes, viajeras, blanquísimas. Todo eso, esas nubes altas,
esos inmensos espacios, esas montañas lejanas, el Aneto, los Montes Malditos,
era tal vez lo que de verdad había ido a buscar en esos parajes de los
Pirineos, y no una tarea, una última misión. Tenía que aclararse. Esos días
quietos eran cruciales. Tornó la mirada. Allí estaba, lejano, casi brillando
con fuego helado y propio, el Aneto, el nevado que lo había acompañado esas dos
semanas, enmarcado en su ventana del Gran Hotel de Superbagneres. Había sido un
buen camarada, sí. Aunque en los últimos días lo había tenido casi olvidado.
Goycochea sintió que, pese a su sonrisa forzada, una cierta tristeza insistía
en lamerle el rostro.
En
su reloj eran ya casi las seis de la tarde. Agitó otra vez los brazos para
desentumecerse y, ciñéndose el casacón, con las manos hundidas en los
bolsillos, dio la espalda al precipicio, al valle, a la nube reptante y
ascendente, y se puso en marcha; era hora de volver al hotel. La llamada que
había estado esperando la había recibido por fin la víspera. El desenlace se
acercaba; pronto iban a verse las caras, él y los otros. Los dados estaban
echados y corrían ya, libres, en el tapiz de los días y las noches que se
venían. ¿Qué suerte le iba a corresponder?
El
material iba a llegar en cualquier momento, le habían dicho. A lo sumo en dos
días. Él les dijo que ya había llegado, que ya lo tenía, que los tíos queridos
se habían presentado la tarde anterior. Al otro lado hubo un gruñido de
satisfacción, pero no le pidieron detalles. Miró otra vez los nevados. El frío,
la neblina que comenzaba a enrarecer el aire, le habían dado sed. En el paladar
sentía esa humedad pastosa, turbia, que no le gustaba nada, ni a él ni a sus
pulmones, y que sólo un buen trago podía barrer. ¿Sentía también miedo? No, eso
no. Avanzó con paso lento hacia el hotel. Solitaria, en la cúspide de la
montaña, la mole, que en los días de nieve era testigo del vértigo de los
esquiadores, ahora parecía resignada a la vegetación, a los abejorros, a las
florecillas blancas y amarillas que crecían en su entorno. Superbagneres se
preparaba para el letargo de los meses de verano. La primavera estaba
terminando.
En
las ventanas del bar había ya luz. Se frotó las manos con energía. Estaba en
una situación delicada, y hasta preocupante, sí, pero la cosa tenía ribetes
casi cómicos. Sentía, por ejemplo, que esos nevados, y en particular el Aneto,
estaban en la España global y no en Lérida, una provincia abstracta. Y cuando
pensaba en España, ya no sentía que fuese el reino del poder enemigo suyo y de
su historia, de un poder que había que derribar. ¿Qué le estaba pasando? ¿A la
vejez nostalgias? ¿A él, que venía de Guipúzcoa, donde su gente no dormía en
paz soñando con otras banderas, con otras fronteras y toda la mar en coche?
Esta era una expresión de su primo Txomín, el perulero, que no hubiese dejado
de decirle, riéndose y con una palmada en el hombro, que un vasco con
melancolía por España era lo único que faltaba en la familia. Txomín, el que se
había ido a Lima, lejos de todo eso, llevado por sus padres, cuando apenas tenía
cuatro años. El que decía: “y felizmente que fue así”, mientras reía sin
cinismo y con una cara más que satisfecha.
Como
cada anochecer, en las dos semanas que ya llevaba allí, el bar estaba desierto.
En el día llegaban a refrescarse los turistas y curistas de Luchon que osaban
la subida a Superbagneres. Al caer la noche, sólo quedaban él y algún rezagado,
algún amigo o amiga del señor Blanchet, el muchacho de Tarbes al que la
administración le había dejado el hotel durante la interseason. Tan pronto cerró la puerta, Blanchet se le acercó,
sonriente. Buenas noches, señor Mora, ¿ha tenido un buen paseo?
Desde
el comienzo, desde el día en que llegó, el tipo se había muerto de ganas de
preguntarle por qué se alojaba allí; por qué, si tenía problemas respiratorios,
no se quedaba abajo, en la ciudad, en uno de los tantos hoteles cerca de las
termas, donde había más gente y todo era más animado. Precisamente por eso,
porque no le gustaba la gente y, menos, la que tenía problemas de salud como
los suyos. Esa fue su respuesta la noche en que Blanchet por fin lo interrogó,
mientras ponía un vaso en la mesa. Además, dijo, necesitaba un poco de calma
porque quería concentrarse en un proyecto, en el guión de una película
detectivesca que se preparaba en París. Fueron palabras santas. La curiosidad
de Blanchet se transformó en abierta devoción cuando se enteró de que tomaba
notas sobre el hotel y la región para el filme. Ahora lo entiendo todo, señor
Mora. Le confesó incluso, avergonzado, que al principio, viéndolo así, solo, se
había preguntado si no sería un prófugo, alguien que huía de la justicia. Ambos
rieron de la ocurrencia. Y no es que hubiese pensado en llamar a la policía, ni
nada por el estilo, se disculpó Blanchet, pero había sentido una cierta
inquietud, tenía que comprenderlo. Le dio detalles sobre la vida de un
encargado de hotel en Francia. Por qué ahora, por ejemplo, los pasajeros ya no
firmaban una ficha, como antes, lo que no quería decir que la policía no
estuviera atenta a las fotocopias de los documentos de identidad que ellos
hacían, etc. Un gascón discreto, que no contradecía la leyenda, se dijo,
sonriendo. Después, el hombre se había limitado a ser atento y servicial,
dándole lo que necesitaba: un buen desayuno cada mañana, un frugal almuerzo al
mediodía y, por las noches, cuando no bajaba a la ciudad, bocadillos y fiambres
diversos. Ah, y eso sí, el trago adecuado en el momento adecuado.
La
siesta imprevista le había dado frío. Un whisky doble, pidió al pasar por la
barra. Quitándose el casacón se dirigió a su rincón favorito, cerca de la
ventana. Sacó el libro y estuvo a punto de abrirlo, pero lo abandonó sobre la
mesa. Estaba claro que la lectura no le iba en esos días. Blanchet ya se
acercaba con el vaso y un papel en la mano. Lo habían llamado esa tarde. La
misma persona que el día anterior, pero no había dejado mensaje. Nada
importante, dijo que insistiría después. Tuvo ganas de preguntarle, mientras
acariciaba el vaso tallado, cómo diablos sabía que se trataba de la misma
persona, pero se quedó en silencio. Le agradeció con una sonrisa. Cuando el
otro ya se retiraba, lo detuvo. Pidió un plato de jamón, pepinillos en vinagre
y pan. Esas llamadas decían mucho más que un discurso. Sus amigos, si es que
podía seguir considerándolos sus amigos, estaban inquietos, preocupados por
cómo iban a salir las cosas. Debía decidirse. Ahora era él quien se preguntaba
por qué diablos había instalado allí su observatorio, su base de operaciones.
Luchon, pase. Pero, ¡ir allí! ¡Al desierto Gran Hotel de Superbagneres, a
mediados de junio! ¡Era realmente tener ganas de que se fijasen en ti,
Goycochea! ¿De dónde sacaba tamañas ocurrencias? ¿Estaba perdiendo los papeles?
Con lentos tragos paladeó su whisky.
Él
había sido quien sugirió Luchon. Su argumento decisivo fue lo obvio, que se
trataba de un sitio lleno de gente foránea en esa época. Nadie se fijaría en
él, estaba seguro. Había visitado la estación termal en otro tiempo y era el
marco perfecto para lo que debían hacer. La frontera española, a través de
varios pasos, estaba al alcance de la mano. Con un buen auto, como el Peugeot
305 que había recomendado conseguir, y por el paso de Portillon, en cuestión de
media hora se estaba del otro lado. No creía que la policía de ambos países se
fijase mucho en los curistas de Luchon, que lo único que necesitaban era aire y
sol, y no meterse en problemas, arguyó. Al final, todo se decidió en ese
sentido. Y unas semanas después, con un Peugeot gris metálico, con un equipaje
mínimo y con la debida orden del médico para tratarse en las termas, había
llegado, convencido de que era el punto ideal para recibir el material delicado
que debía introducir en España y para deslizarse con él hasta Viella, donde
debía esperarlo la posta. Y el material delicado lo tenía ya en el coche. Lo había
traído la pareja de jubilados que iba a Lourdes y que habían llegado con una
puntualidad asombrosa. El que estaba retrasando el movimiento era él. Ahí
estaba el problema. Si iba a hacerlo, debía hacerlo al día siguiente. Debía
decidirse.
Goycochea
movía la cabeza en silencio cuando Blanchet apareció con su pedido, y con un
vaso de cerveza, por supuesto, que ya conocía los gustos del señor Mora. No
había empezado a despachar el jamón cuando Blanchet reapareció, esta vez con un
gran plato de patatas al vapor en una mano y la sal y la mostaza en la otra.
Estaba comiendo muy poco el señor Mora, no debía olvidar que estaba en
tratamiento. Esas cosas tenía el buen gascón: si no eran patatas, eran
habichuelas y, si no, pasta. Y, unos días antes, excepcionalmente, en el
almuerzo le había servido un cassoulet
hecho en casa que durante horas lo dejó congestionado y lleno de gratitud.
Estaba bien tratado, no lo podía negar. No tardó en acabar con todo. Y ahora,
¿qué? Ahora, bien vistas las cosas, debía reconocerlo, los del otro lado,
tenían algo de razón. Lo cierto era que, como nunca, las cosas se estaban
prolongando demasiado.
¿Qué
es lo que estaba pasando con él? Ya no tenía ganas de sonreír. A su espalda,
detrás del edificio, estaba el Aneto, envuelto en la noche. ¿Y si la neblina,
los últimos rayos de sol y esas ganas de dialogar con las montañas lo
estuvieran poniendo ante sí mismo? ¿Y si todo eso estuviera actuando como un
revelador de lo que pasaba en su alma? A veces uno ve sólo lo que quiere ver.
De pronto percibía en sí sentimientos que tal vez siempre estuvieron allí, pero
a los que nunca había dado demasiada importancia, por la misma razón por la que
no se presta atención a ciertos muebles viejos de la casa en la que se vive. De
repente uno de ellos cruje, deja caer una tabla, y es como si nos llamase, como
si quisiera ponerse en nuestro camino para hacernos caer, para recordarnos que
existen. O como cuando, ante el espejo, uno se sorprende diciéndose, pero, y
este lunar, desde cuándo lo tengo aquí, junto a la ceja. Son las cosas que de
tanto verlas se han convertido en invisibles.
Sí,
el país de al lado lo llamaba. Lérida, al otro lado de la frontera, le
calentaba el corazón y la memoria. ¿Qué memoria? No sólo la suya, una ancestral
tal vez. Él no era un vasco puro. ¿Quién lo era? ¡Joder, con la ensalada en que
se estaban convirtiendo sus ideas! Tal vez un día descubriría que amaba a
España entera e, incluso, a Portugal; que toda esa puta península le hacía
falta, que finalmente él era parte de todo eso que durante media vida había
odiado con tanta convicción y ahínco. Terminó la cerveza y, tras retener por un
instante el líquido en la boca, recostó la cabeza en el respaldo y cerró los
ojos. Nada era inocente en las opciones de cada uno. Eso se lo había enseñado
el tiempo. Se puso de pie y se acercó a la ventana. El ánimo se le estaba
ennegreciendo, en perfecta armonía con la niebla que, con seguridad, ya lo
cubría todo afuera. Por lo pronto, él no veía nada, sólo la noche creciente.
Pero sabía que afuera estaba la nube. Hasta podía imaginar que el hotel se
hallaba en medio del océano, solitario, sobre un peñón, o en el centro de una
ciudad devastada, inmediatamente después de una deflagración que sólo hubiese
respetado el viejo edificio. La realidad triste y prosaica era que quien estaba
en medio de una montaña, rodeado de la noche y de su propia historia, era él.
Eso era todo. ¡A tu salud, Goycochea! Pidió otra cerveza.
Vistas
bien las cosas, no había que buscar mucho para saber por qué había propuesto
Luchon al comando, a la gente de Biarritz. El valle de Arán lo fascinaba, lo
llamaba desde el final de su adolescencia. Y había sido así desde que un día
supo, por boca de un amigo de la familia, que le pidió mucha discreción, que
por esos parajes habían terminado los días de su padre. De ese honrado
estudiante de derecho, como lo llamaba su abuelo materno, con sorna, cuando
hablaba delante de él, pensando tal vez que el niño no entendía nada de nada.
De ese badulaque, del valiente cagatintas, como decía cuando creía que él no
estaba escuchando; del miserable aquel que un día de 1955 se largó a París, a
seguir estudiando, y que se olvidó para siempre de que tenía una mujer y un
crío. Por esos parajes, enrolado en una de las oscuras columnas de guerrilleros
y saboteadores que enviaba el Partido contra Franco, había reaparecido, en la
primavera de 1958, Francisco Goycochea, el hombre al que, según decían, él se
parecía tanto. Hasta en los anteojos de carey, redondos, a la antigua, como
decía su madre. Y allí habían terminado los pasos del viejo, a una edad más
temprana que la que él tenía ahora, rodando por alguna de esas laderas sin
remedio, con un enorme agujero en el pecho y otro en el estómago. Él y sus
camaradas habían sido víctimas de un chivatazo y les habían disparado con balas
de cacería, informaría el Partido después.
La
Guardia Civil había localizado su campamento y los observaba desde la montaña
de enfrente, sin que ellos se hubieran dado cuenta. Esperaban refuerzos para
atacarlos. Sin embargo, al atardecer, cuando ellos salieron de entre los pinos
y matorrales y avanzaban en hilera, muy separados el uno del otro, por un
sendero descubierto, desde la ladera del frente los acribillaron. Su padre fue
uno de los tres alcanzados por las balas. Mientras los otros dos se despeñaban,
él rodó hasta una zanja, junto al talud donde se había refugiado el resto del
grupo, que respondió como pudo. La balacera fue nutrida pero rápida. Luego se
hizo un silencio sólo roto por la caída de una rama o el aleteo de un pájaro. Al
frente, al parecer, también hubo bajas. Sus compañeros arrastraron al herido
hasta los árboles y allí se quedaron quietos, observando, esperando, pero nada
ocurrió. Los guardias civiles no los buscaron, tal vez debido al crepúsculo. El
estudiante se extinguió allí, en menos de una hora, intentando articular el
nombre de su hijo en el oído del compañero que le sostenía la cabeza. El hombre
que le había contado la historia fue ese confidente final. Para que todo lo que
había pasado no se quedara en el aire, y porque era bueno y justo que un
muchacho como él, al cumplir dieciocho años, supiese de qué temple estuvo hecho
su padre. Así cumplía con ambos, dijo, satisfecho, antes de ponerle la mano en
el hombro y alejarse con apenas un gesto de adiós.
Todo
ese drama había ocurrido una tarde de fines de mayo, cuando él apenas tenía
tres años. Y había ocurrido en una de esas montañas. En una de esas laderas que
ahora escondía la noche y la niebla. Allí había acabado el viejo, mirando el
Aneto tal vez. O con los ojos prendidos en una de esas pequeñas flores
amarillas que cubren los Pirineos en esta época y que los franceses llaman
botón de oro. ¿Un digno final para un español quijotesco, repleto de sueños?
No, de ningún modo, nadie merecía acabar así. Ahora lo sabía. Su sacrificio
tuvo consecuencias. También él se fue a vivir a París, buscando su camino, a
hacer vagos estudios de derecho internacional, de filología, de literatura.
Pero su compromiso fue diferente. Sus opciones terminaron siendo las de sus
amigos, las de la gente que lo rodeó desde pequeño, desde que su madre, que por
lo demás nunca se proclamó abandonada, decidió dejar Barcelona e instalarse en
San Sebastián, en la casa de sus padres. A partir de entonces, todo transcurrió
en forma casi natural. Natural su adolescencia solitaria y dolorosa; naturales
su juramento, su militancia, su violencia; natural la sangre que había visto,
que había palpado, que había derramado. Naturales hasta esas dos semanas
pasadas en ese hotel, con sus treinta y pico años a cuestas y su enorme fatiga.
Y
hasta aquí hemos llegado, Goycochea. Al día siguiente habría que partir, seguir
con la rutina y con la adrenalina de esos años. Seguir, sin ver las cosas con
demasiada claridad, pero comenzando a atisbar las raíces del dolor, las razones
de los oscuros tiempos, de los años amargos vividos por el ser humano que tú
también eres, lo quieras o no. De los años en que tú y los tuyos se han movido
empujados por fuerzas extrañas: por la necesidad de venganza, por el odio,
real, que existía, pero también, reconócelo, por esa sensualidad ligada a la
muerte que nos inocularon los nuestros y los otros. ¡Sí, el gusto de la sangre!
¿Una forma de adicción? Y aquí estamos. Terminó su cerveza y dudó si pedía otra
o si subía a su habitación a leer un poco, o a dormir. Optó por lo segundo. El
día siguiente iba a ser intenso, eso era más que seguro.
Cuando
bajó a desayunar, alrededor de las nueve, Blanchet lo estaba esperando con una
nota en la mano. Señor Mora, otra llamada, se la quise pasar pero usted debía
de estar en la ducha. Esta vez han dejado un recado, un número para que llame.
Goycochea le agradeció con naturalidad mientras miraba la cartulina. Dudó en
volver a su habitación y optó por hacer la llamada desde la recepción. Tanta
insistencia, tantas llamadas. Había alarma, estaba claro. Él sabía lo que ellos
querían oír. Sí, soy yo, dijo. Escuchó con atención, fingió reír. Blanchet no
andaba lejos. Sí, esta tarde, díganselo. Se lo confirmaré antes de partir, a
eso de las tres. No, no es necesario, iré solo, según lo acordado. Colgó.
Blanchet se ocupaba de sus vasos y botellas, del lado de la barra. Goycochea
estaba tenso y tranquilo a la vez, sensación que ya conocía de antes. Se negaba
a preocuparse. Le pidió a Blanchet dos sobres grandes, tipo Kraft, que el
hombre se apresuró en traer. Le pidió también un café con leche y un par de
croissants. Movió el café despacio, como si el azúcar demorase en diluirse.
Había llegado la hora. Ése era el día. Bebió el café con calma, engullendo con
apetito, a grandes bocados, el bollo mantecoso.
Cuando
salió, el aire hería los pulmones con su pureza. La neblina se había estancado
sobre el valle. Todo estaba húmedo, como si hubiese llovido. Goycochea se
sentía sereno. Tendría que bajar con cuidado. No era hora de desbarrancarse ni
de ir a hacerle compañía a las vacas que pastaban en las laderas. No con el
cargamento que llevaba en el maletero. Se detuvo en un amplio recodo antes de
iniciar el descenso. Aprovechando la soledad de la montaña decidió ver lo que había
en el gran maletín. Había ropa, varias mudas, y debajo, muy bien empaquetado,
sujeto con cintillos improvisados, estaba el dinero. Eran dólares. ¿Cuánto
habría? ¿Treinta, cincuenta mil? Y al lado estaba lo otro, lo que más
importaba, tal vez. Envueltos en varias capas de un plástico con burbujas,
había cuatro paquetes cubiertos por separado con papel encerado, cuatro panes
de esa sustancia pastosa y maleable que le era familiar y que le recordaba la
levadura con que se preparaba el pan en su casa, en su infancia. Cada uno
pesaba medio kilo como mínimo. Abrió uno de ellos y, acercando un dedo a la
masa, sintió su textura elástica, casi benévola, que bien hubiese invitado a un
niño a moldear con ella patitos, gatos, muñecos sonrientes. Era suficiente cantidad
como para volar un edificio. ¿A quién se lo tendrían destinado los del otro
lado? Puso el dinero en uno de los sobres, los paquetes en el otro y colocó
todo en el coche, en el suelo, detrás de su asiento.
Las
vacas lo divertían. Sus cencerros y mugidos parecían más nítidos a esa hora.
Las había descubierto un día, desde su ventana, y le había hecho gracia cómo
trepaban, cómo mantenían el equilibrio. Suponía que la calidad de la hierba
justificaba ese ballet que, a todas luces, era aéreo. Le gustaba verlas
balancearse, dudar entre dar otro paso o tascar de plano el cielo, una nube,
mientras se azotaban suavemente el lomo con la cola. ¡Jolines, Goycochea! Con
un poco de lucidez y, sobre todo, coraje, tal vez hubieses podido ser feliz de
otra manera. Un pueblo perdido, una montaña, una pequeña cabaña en medio de los
bosques, a la manera de Thoreau. Allí hubieses leído a los presocráticos, a los
padres de la Iglesia, a los apóstatas, a los herejes de todos los tiempos, todo
lo que te interesaba de verdad. Y allí hasta tal vez habrías escrito, hijo mío.
Y te hubieras ahorrado tantas cosas. Sobre todo esa constatación que lo
asaltaba por las noches, cada vez más, de que su vida era una cadena de
equivocaciones. Una trenza mal urdida de la que a esas alturas le era ya
difícil librarse. Difícil, sí, pero, ¿era imposible?
Una
camioneta que subía casi lo sorprende en una curva, por lo que redujo la
velocidad a treinta por hora y procuró mantenerse rigurosamente a la derecha.
Al promediar el descenso de la montaña vio que la neblina se había convertido
en nubes rasgadas y difusas, instaladas entre la cumbre de Superbagneres y la
ciudad. Y había sol. Comenzó a sentirse más animado. Estaba claro que no había
nada como la luz, la claridad, que hacían concretas a las cosas, que hacían que
el hombre actuase en la realidad, lejos de las peligrosas especulaciones que
incitaban al extravío. Al yerro, como decía su abuelo materno.
La
muchacha del correo era pelirroja y le sonrió mientras le alcanzaba una caja de
cartón para el envío que quería hacer. Goycochea se alejó un poco y puso en
ella el paquete con el dinero, la cerró con cinta adhesiva y puso la dirección.
Quien lo iba a recibir sabría qué hacer con él. Volvió donde la muchacha. Tenía
grandes dientes, pero era bonita. Se sentía cada vez más sereno. La chica le
preguntó si el envío lo quería certificado. Él dijo que no, que eran un jersey
y chucherías para su madre, recuerdos de Luchon. La chica sonrió, antes de
volver a sus ocupaciones. Le buscó la mirada y ella le sonrió de nuevo, pero en
forma esquiva esta vez. Tal vez pensaba que había gente indiscreta que no
vacilaba en contar a cualquiera sus asuntos familiares. O quizás sólo eran
ideas suyas. Tal vez la chica sólo quería seguir vendiendo tranquila sus
sellos, los normales y los turísticos, y sus sobres ya franqueados.
Volvió
hacia donde había dejado el auto, ahora con todos los sentidos puestos en ver
si alguien lo observaba. Se dirigió al Parque de las Termas y estacionó cerca
del tiovivo infantil. A esa hora, como todas las mañanas, iba y venía una
multitud de curistas. Eran las diez y cuarto. En unas horas debía partir. Ellos
le habían propuesto un acompañante. ¿Estaría en ese lugar? ¿Estarían también
ellos en Luchon? ¿Querían darle una mano, darle protección? ¿O las sospechas de
sus amigos iban más rápido que sus propias intenciones? Todo podía ocurrir,
cosas de ese tipo había visto. Descendió y, con naturalidad, atravesó el
parque, atento por si lo seguían o alguien se acercaba al vehículo. Dio un
rodeo y fue hacia la avenida de Etigny, hasta una librería donde compró una
novela de bolsillo. En una ferretería se hizo de una pequeña pala de jardinero.
Tranquilo, Goycochea, que no eres novato en estas cosas. Con paso lento, volvió
hasta el automóvil. No, al parecer nadie se ocupaba de él.
Condujo
el automóvil por las calles cercanas al casino, sin ver nada alarmante. Por
fin, convencido de que todo iba bien, salió hacia la carretera de Saint
Gaudens. Estaba en calma, pero sentía el peso de la grave decisión que había tomado.
¿Y si retrocedía y cumplía, ahora, por última vez? ¿Habría, alguna vez, una
última vez? No, no había retroceso, ya había enviado el dinero. Y el dinero y
la levadura eran lo que hacían funcionar la máquina del otro lado. En la
carretera, apenas uno que otro coche lo cruzaba. Después de un gran panel de
publicidad, cogió un desvío y se internó por un pequeño camino abandonado. Se
detuvo y se quedó inmóvil, con toda su atención despierta, mirando los escasos
vehículos que pasaban a lo lejos. Eran las once de la mañana y el sol golpeaba
fuerte en las chapas brillantes del Peugeot. Por fin se decidió, bajó y, tras
levantar unas piedras, cavó un pequeño hueco donde acomodó, uno a uno, con
cuidado, los panes de explosivo envueltos en plástico. Los enterró y volvió las
piedras a su lugar. Calculó la distancia que había entre el sitio y una especie
de ermita que había a un lado, así como su orientación. Sería la referencia a
dar si se animaba a avisar para que alguien recuperase esa mierda, se dijo.
Estaba quemando sus naves, ya no había retroceso.
La
vuelta al hotel la hizo con prudencia, ya no tenía explosivos consigo, pero su
propio sistema nervioso estaba a punto de estallar. Llegó sin problemas y
estacionó cerca de la puerta. Blanchet se le acercó sonriente. ¿No se había
quedado en la ciudad, señor Mora?, ¿almorzaría en el hotel? No, se lo
agradecía, sólo venía a tomar una ducha, a pagar la habitación y a retirarse.
Blanchet puso cara sorprendida cuando le pidió la cuenta de su consumo. Sí,
tenía que partir. Había recibido malas noticias de la familia y tenía que
interrumpir el tratamiento. El gascón no demoró mucho con las sumas. Tampoco le
objetó el que pagase en efectivo y hasta hizo un gesto de que le convenía. Por
supuesto, sin factura, señor Mora. No, no, a él no le importaba. A quoi bon? El próximo año las cosas irían mejor. Mil
gracias. Se duchó con rapidez y recogió sus cosas, sus libros. Se había quedado
sin releer el teatro de Chéjov. No sabía bien por qué, pero Chéjov le gustaba.
Tal vez por esa poesía del fracaso, por esa lentitud en la pintura del
conformismo, por ese aire quieto y sin perspectivas de la vida provinciana en
la Rusia zarista. Él había conocido todo eso, pero en la España de los sesenta.
Sí, y de todo eso había querido huir y, al final, nada tuvo sentido. Y, menos,
las guerras que él había seguido atizando, agravando. ¿Cuándo había visto todo
eso? Los últimos meses, pero, sobre todo, esas dos semanas en Superbagneres
habían terminado por convencerlo de ello. Los cadáveres que había visto en esos
años se lo enrostraban. Hasta el segundo de su muerte, esas sombras habían sido
seres humanos que no tenían otro bien que su piel, su vida, sus sueños. Y
habían acabado así, sin razón. Al menos en la mayor parte de casos.
Y
lo suyo, la muerte de su padre, heroica y absurda, también había terminado por
ser una herencia nefasta. Él era la prolongación de esa muerte, y él, la otra
víctima, no había hecho otra cosa que sembrar muerte. Siempre lo supo, pero
nunca se atrevió a confesárselo. En un primer momento, porque tenía cuentas
pendientes con la España fascista. Después, porque no tuvo el coraje de
enfrentarse a sus amigos, así de simple. Y así había llegado a ese punto. Lobo
solitario en medio de la montaña, con el corazón seco y sólo con derecho a la
luna y al aullido. Y así seguiría para siempre, ocultándose del sol. ¿Y si un
día pudieras desembarcar en el aeropuerto de Lima y llamar desde allí a Txomín,
el perulero, quien, según sabías, era ahora un próspero industrial? ¿Y si le
pedías ayuda? ¿Y si Txomín terminaba por instalarte en alguna playa desierta de
ese país remoto y te dedicabas por el resto de tus días a la pesca, a la
lectura, a la poesía? ¿Y si...? Había que apresurarse, el tiempo corría.
Blanchet lo despidió conmovido, como si él hubiera sido un cliente de muchos
años, que, una vez más, volvía a partir.
José
Ignacio Goycochea salió a la explanada y sintió en forma nítida que estaba
renaciendo, que estaba dando los primeros pasos para empezar una nueva vida. Y
eso era tan claro y revitalizador como el aire de la montaña ese mediodía, como
ese planeador que volaba lejos, sereno como un águila blanca. Respiró hondo.
Antes de subir al automóvil miró el Aneto y le pareció que la montaña le
sonreía. Ninguna nube perturbaba el cielo azul de esa tarde ya casi veraniega.
Otra vez hizo el descenso con calma. En una curva vio que el planeador, que
volaba ahora más bajo, era en realidad un ala delta que bajaba con parsimonia,
en círculos, sobre la ciudad. Al llegar al valle, a la bifurcación, en lugar de
ir hacia la ciudad o hacia el paso de Portillon, el camino a Lérida, tomó la
carretera que remontaba junto al río Lys. Se juró no parar por nada en
adelante. Se juró llegar por carreteras grandes o pequeñas, por cualquier
medio, hasta Marsella y, más lejos aún, hasta Argelia o Marruecos. Y, ¿por qué
no?, hasta Perú, donde una playa perdida, lejana, sin fin, lo esperaba. Sí,
Perú. ¿Por qué no? Goycochea se sentía contento, esperanzado. Detrás iba
quedando, enterrada, la parte oscura de su vida, pensó. No era arrepentimiento,
se dijo, que eso no llevaba a nada. Era un atisbo de honestidad, se congratuló.
Sintió ganas de silbar. No se dio cuenta de inmediato que un Renault rojo, con
tres personas dentro, lo seguía a buen paso, manteniendo la distancia.
Alfredo Pita.- (Celendín, 1948), es autor de la novela El cazador ausente (1994), de los libros de cuentos Y de pronto anochece (1987) Morituri (1991) y Extraños frutos (2010), de los poemarios Hacia los valles (1966) y Sandalias del viento (1995), y de un libro para niños Un pequeño capitán (2002). Ganó el Premio al Poeta joven, durante el Encuentro Nacional de Poetas Peruanos de 1966, con Hacia los valles. Así mismo, ganó el Concurso de Cuento de Caretas en 1991 (primer premio) y 1986 (segundo premio). En 1999, con El Cazador ausente, ganó el Premio Internacional de novela Las Dos Orillas, en el marco del salón Iberoaméricano del Libro de Gijón (España), por lo que fue traducido y publicado en cinco países europeos. Textos suyos han aparecido en importantes antologías y publicaciones peruanas e internacionales. (Fuente: De su último libro Días de sol y silencio)
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