POR SALGUD
Era el día central de la
fiesta, fieles y devotos se convocaron a la iglesia para sacar al santo en
procesión. Era esto parte de la costumbre, era esto parte de la tradición de un
pueblo andino, tradición que se había arraigado desde hacía centurias,
tradición que se había hecho carne en la mentalidad general de la gente, de la
gente simple y sencilla, franca y amable que vivía en esta agradable comarca,
en la que el santo Isidro ocupaba la más alta investidura de los retablos en la
iglesia consagrándose como “El Patrón” del pueblo de Sucre, el santo protector
de la agricultura, a la que se dedican la mayoría de la gente de esta hermosa y
pintoresca villa que ostenta rancios aromas entremezclados de una costumbre
hispano católica; pero… ¿por qué hispana? – se dirá usted – Si, eso merece
aclararse y lo haré: Nada más porque siempre, todos los años de Dios, a la par
de la fiesta de celebración católica era infaltable la celebración de la gran
fiesta brava, la gran corrida de toros y, para que esto se hiciera realidad era
infaltable que desde las lejanas y elevadas tierras del fundo “El Sauco” se
trajeran a los mejores ejemplares de toros o vacas bravas en conjunto, las
cuales venían amadrinando a la manada. Esta actividad difícil y fastidiosa,
estaba a cargo del “Comité Taurino”, el mismo que comisionaba a ciertas
personas que debían cumplir con ciertas habilidades especiales, Aquí hablaremos
de algunas de éstas características: debía ser gente Joven, muy valiente y como
quien dice, con capacidad plena y suficiente para que en cualquier momento
puedan “tomar el toro por las astas”.
Y así fue, que Justo en aquel
recordado año, la responsabilidad de traer los bravos a Sucre recayó en manos del
nada menos que reconocido puntero llamado “Cashaconga”; que para ese entonces
era un tipo joven, recio, bravo, corajudo, con una voz de trueno como para
carajear a cualquier bestia y para remate de todo esto, manejaba como un
demonio los cuchillos, machetes y dagas puesto que estamos hablando del camalero
del pueblo; así que con él en la comisión la cosa estaba asegurada y el
problema estaba resuelto; pues cualquier torito bravo, que se pondría
malcriado, al presto podía terminar en alguna olla de guiso, antes de tener el
gusto o la gloria de ser banderilleado y aplaudido en coso taurino, revolcando
a algún torero.
Pero como en esta vida no hay
nada perfecto, nuestro amigo Cahaconga podía ser el “puntero” o “arriero ideal”
para traer los bravos desde la hacienda hasta los corrales del coso; pero tenía
un pequeño defecto: El hacía las cosas solo, a su modo, con propia
autosuficiencia, sin avisar ni coordinar con nadie. Y así fue que en ese
bendito día de Dios en que se daba la lenta y parsimoniosa procesión del santo
por las calles de Sucre, justo en esa misma hora, cuando el anda del Santo
Patrón estaba marchando al son y el acorde de una clásica música sacra por la
calle de Minopampa, nuestro bravo pero nada precavido “puntero”, llegaba desde
el Sauco arreando a una numerosa manada de reses e irrumpiendo por la referida
calle, a los gritos de ¡Ea! ¡Ea! ¡Ea! ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! ¡Entra! ¡Entra!
¡Entra!, etc. etc. Nuestro amigo Cashaconga, al fin, pudo darse cuenta - muy
tarde - que la había fregado todo, cuando vio que había metido a los bravos en
la misma calle y en la misma hora por donde se iba la santa procesión con banda
de metal y gran cantidad de gente; gente que al escuchar a sus espaldas el
grito angustioso y desesperado de ¡¡¡Los Bravos!!!...¡¡¡Los Bravos!!!...se puso
como loca en histeria colectiva y, montando en pánico y antes de que cante un
gallo, o mejor diré, antes de que bufe un toro, echaron pies en polvorosa,
corriendo por donde sea en gran desesperación, de esas que obedecen a la
terrorífica idea de ¡¡¡Sálvense quien pueda!!!
Pero como siempre, alguien
tiene que pagar el pato, los platos rotos o lo que sea, más que los demás, la
peor parte la llevaron los que en ese preciso momento fungían de cargadores del
anda de San Isidro y los músicos, ya que estos estaban prácticamente
“amarrados” por la circunstancia. Ante tan alarmante realidad, no hubo tiempo
para que pensaran, que tipo de designio o de mala suerte les había llegado, qué
habían soñado la noche anterior para que les pasara lo que a ellos les estaban
pasando. No había tiempo para filosofar y preguntarse: ¿será tal vez una prueba
de fe que San Isidro les estaba poniendo para ver su fortaleza y hasta donde
era firme su gran devoción hacia él? O era a lo mejor algún castigo porque algo
o alguien había enojado al santo…Nada…No hubo tiempo, estoy seguro que no hubo
ni siquiera un segundo de tiempo, para que en su mente dislocada por el pánico,
pronunciaran en ese bendito momento: ¡¡¡Santo…donde te pongo!!!...Lo cierto es
que de todos modos, pusieron al santo a un ladito de la calle y al pobrecito lo
abandonaron a su suerte; mientras ellos, los músicos y todo el mundo corría por
sus vidas, que dicho sea de paso, en su mayoría eran malas vidas; pero para
ellos en ese preciso momento valían mucho, estoy seguro, más que la vida de un rey.
Los bravos irrumpieron sobre
el gentío, muchos caían y eran atropellados, ya por las reses o por la gente en
su desesperación. Otras personas fueron golpeadas, corneadas, tumbadas, etc.
Por allá se veía a alguien entrando en alguna casa - ajena por cierto y sin
pedir permiso - o doblando la esquina para escapar de la turba. A otros se los
podía ver metiéndose debajo de algún carro estacionado; en otro lugar alguien
había perdido la ropa en los ajetreos y ya estaba como quien dice en paños menores,
algunas mujeres perdieron sus paños y pañoletas que se ponían una sola vez al
año, mostrando sin querer sus pellejos al aire; algunos hombres perdían sacos y
billeteras en -sabe Dios- qué estrujamientos salvajes. Y, al tiempo que esto
pasaba; atrás de todos, en desigual y fiera batalla con los bravos, nuestro
amigo Cashaconga, con azote en mano y sobre un caballo, se debatía cual un “fierabrás”
sobre los flacos lomos del jumento (que más tenía de leñatero que de mayoral),
gritaba jadeando como loco en sus desesperados intentos por corregir el
problema al tiempo que vociferaba a voz en cuello: ¡¡¡Puto toro…Puta Vaca!!! Y
otros improperios irreproducibles en esta página decente; sin conseguir que los
bravos le hicieran un puto caso pues ya estaban completamente en furiosa
desbandada. Lo cierto es que todo el mundo corría a salvar sus vidas, menos
tres personas que ahora mismo se convierten en notables e inolvidables en esta
historia; siendo por ello dignas de mención: la primera, el mismo santo que
sobre su anda se quedó incólume y sereno como si en el fondo supiese que nada
malo le pasaría, como así fue. Los toros y las vacas bravas pasaban arremetiendo
a “tirios y troyanos”, pero al santo no le hicieron nada y lo dejaron ileso en
el lugar que los católicos miedosos le habían dejado. Esto a veces ha sido catalogado
como un hecho milagroso, si se tiene en cuenta que la capa del santo era de color
bermejo y se sabe que estos animales siempre acuden al rojo.
La segunda persona que no
corrió; pero no porque no quisiera hacerlo, sino porque simplemente no podía hacerlo,
era un músico de la banda Santa Lucía de Moche que tuvo la mala suerte de cargar
una gran Tuba metálica que llevaba amarrada a su espalda con una gruesa correa
de cuero curtido, imposible de desatar en estas emergencias. Un “casi búfalo”
de cuatrocientos kilos lo atacó ensartándole el cacho por el hueco de la tuba y
llevándolo arrastrado cuesta abajo, como a un muñeco al que agitaba
violentamente por los aires.
Después de una brutal correría
de al menos cuadra y media, al fin lo depositó al borde de una chacra de maíces
cultivada en uno de los lotes del costado de la calle que aún no habían
cercado, quedando el pobre casi muerto, pálido como una cera y tan mal parado
que ni los pichones que estaban comiendo los maicitos en la chacra le dieron
mayor importancia y esto que parecía espantapájaros.
La tercera persona que nunca
corrió, fue una viejita casi ciega y con su espalda tan doblada como una luna en
cuarto menguante, pues miraba al suelo prácticamente y en ese momento se
encontraba parada en su puerta (pues quería sentir el paso de la procesión),
ella no era consciente del grave problema que estaba ocurriendo, creía que era
la bulla y la algarabía de la fiesta y - hasta dicen por ahí - que incluso
cuando una de las vacas bravas pasó bufando por su lado y raspándole el
pañolón, la viejita muy despreocupada le dijo: ¡¡¡para que te apuras hijita …si
la procesión está cerca”... a lo que la brava sólo le respondió con un salvaje resoplido
y ¡¡¡BUFFFFFF!!!...siguió corriendo a meter cacho.
Era obvio que la abuelita se
salvó de milagro de tener una muerte dolorosa y ahora se sabe que, lo que le dijo
a la vaca, lo dijo creyendo que la que pasaba era su sobrina que era muy
apurada para ir a las fiestas.
Está muy claro que esto es
otro milagro de San Isidro, quien no quiso que su ya longeva devota muriera
entre cuernos y cornadas de una vaca nada, nadita mansa y encima enfurecida.
Salgud, mayo 2017
0 comentarios:
Publicar un comentario