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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

jueves, 11 de mayo de 2017

Narrativa: Tres cornadas… un milagro (cuento)

POR SALGUD

Era el día central de la fiesta, fieles y devotos se convocaron a la iglesia para sacar al santo en procesión. Era esto parte de la costumbre, era esto parte de la tradición de un pueblo andino, tradición que se había arraigado desde hacía centurias, tradición que se había hecho carne en la mentalidad general de la gente, de la gente simple y sencilla, franca y amable que vivía en esta agradable comarca, en la que el santo Isidro ocupaba la más alta investidura de los retablos en la iglesia consagrándose como “El Patrón” del pueblo de Sucre, el santo protector de la agricultura, a la que se dedican la mayoría de la gente de esta hermosa y pintoresca villa que ostenta rancios aromas entremezclados de una costumbre hispano católica; pero… ¿por qué hispana? – se dirá usted – Si, eso merece aclararse y lo haré: Nada más porque siempre, todos los años de Dios, a la par de la fiesta de celebración católica era infaltable la celebración de la gran fiesta brava, la gran corrida de toros y, para que esto se hiciera realidad era infaltable que desde las lejanas y elevadas tierras del fundo “El Sauco” se trajeran a los mejores ejemplares de toros o vacas bravas en conjunto, las cuales venían amadrinando a la manada. Esta actividad difícil y fastidiosa, estaba a cargo del “Comité Taurino”, el mismo que comisionaba a ciertas personas que debían cumplir con ciertas habilidades especiales, Aquí hablaremos de algunas de éstas características: debía ser gente Joven, muy valiente y como quien dice, con capacidad plena y suficiente para que en cualquier momento puedan “tomar el toro por las astas”.

Y así fue, que Justo en aquel recordado año, la responsabilidad de traer los bravos a Sucre recayó en manos del nada menos que reconocido puntero llamado “Cashaconga”; que para ese entonces era un tipo joven, recio, bravo, corajudo, con una voz de trueno como para carajear a cualquier bestia y para remate de todo esto, manejaba como un demonio los cuchillos, machetes y dagas puesto que estamos hablando del camalero del pueblo; así que con él en la comisión la cosa estaba asegurada y el problema estaba resuelto; pues cualquier torito bravo, que se pondría malcriado, al presto podía terminar en alguna olla de guiso, antes de tener el gusto o la gloria de ser banderilleado y aplaudido en coso taurino, revolcando a algún torero.

Pero como en esta vida no hay nada perfecto, nuestro amigo Cahaconga podía ser el “puntero” o “arriero ideal” para traer los bravos desde la hacienda hasta los corrales del coso; pero tenía un pequeño defecto: El hacía las cosas solo, a su modo, con propia autosuficiencia, sin avisar ni coordinar con nadie. Y así fue que en ese bendito día de Dios en que se daba la lenta y parsimoniosa procesión del santo por las calles de Sucre, justo en esa misma hora, cuando el anda del Santo Patrón estaba marchando al son y el acorde de una clásica música sacra por la calle de Minopampa, nuestro bravo pero nada precavido “puntero”, llegaba desde el Sauco arreando a una numerosa manada de reses e irrumpiendo por la referida calle, a los gritos de ¡Ea! ¡Ea! ¡Ea! ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! ¡Entra! ¡Entra! ¡Entra!, etc. etc. Nuestro amigo Cashaconga, al fin, pudo darse cuenta - muy tarde - que la había fregado todo, cuando vio que había metido a los bravos en la misma calle y en la misma hora por donde se iba la santa procesión con banda de metal y gran cantidad de gente; gente que al escuchar a sus espaldas el grito angustioso y desesperado de ¡¡¡Los Bravos!!!...¡¡¡Los Bravos!!!...se puso como loca en histeria colectiva y, montando en pánico y antes de que cante un gallo, o mejor diré, antes de que bufe un toro, echaron pies en polvorosa, corriendo por donde sea en gran desesperación, de esas que obedecen a la terrorífica idea de ¡¡¡Sálvense quien pueda!!!

Pero como siempre, alguien tiene que pagar el pato, los platos rotos o lo que sea, más que los demás, la peor parte la llevaron los que en ese preciso momento fungían de cargadores del anda de San Isidro y los músicos, ya que estos estaban prácticamente “amarrados” por la circunstancia. Ante tan alarmante realidad, no hubo tiempo para que pensaran, que tipo de designio o de mala suerte les había llegado, qué habían soñado la noche anterior para que les pasara lo que a ellos les estaban pasando. No había tiempo para filosofar y preguntarse: ¿será tal vez una prueba de fe que San Isidro les estaba poniendo para ver su fortaleza y hasta donde era firme su gran devoción hacia él? O era a lo mejor algún castigo porque algo o alguien había enojado al santo…Nada…No hubo tiempo, estoy seguro que no hubo ni siquiera un segundo de tiempo, para que en su mente dislocada por el pánico, pronunciaran en ese bendito momento: ¡¡¡Santo…donde te pongo!!!...Lo cierto es que de todos modos, pusieron al santo a un ladito de la calle y al pobrecito lo abandonaron a su suerte; mientras ellos, los músicos y todo el mundo corría por sus vidas, que dicho sea de paso, en su mayoría eran malas vidas; pero para ellos en ese preciso momento valían mucho, estoy seguro, más que la vida de un rey.

Los bravos irrumpieron sobre el gentío, muchos caían y eran atropellados, ya por las reses o por la gente en su desesperación. Otras personas fueron golpeadas, corneadas, tumbadas, etc. Por allá se veía a alguien entrando en alguna casa - ajena por cierto y sin pedir permiso - o doblando la esquina para escapar de la turba. A otros se los podía ver metiéndose debajo de algún carro estacionado; en otro lugar alguien había perdido la ropa en los ajetreos y ya estaba como quien dice en paños menores, algunas mujeres perdieron sus paños y pañoletas que se ponían una sola vez al año, mostrando sin querer sus pellejos al aire; algunos hombres perdían sacos y billeteras en -sabe Dios- qué estrujamientos salvajes. Y, al tiempo que esto pasaba; atrás de todos, en desigual y fiera batalla con los bravos, nuestro amigo Cashaconga, con azote en mano y sobre un caballo, se debatía cual un “fierabrás” sobre los flacos lomos del jumento (que más tenía de leñatero que de mayoral), gritaba jadeando como loco en sus desesperados intentos por corregir el problema al tiempo que vociferaba a voz en cuello: ¡¡¡Puto toro…Puta Vaca!!! Y otros improperios irreproducibles en esta página decente; sin conseguir que los bravos le hicieran un puto caso pues ya estaban completamente en furiosa desbandada. Lo cierto es que todo el mundo corría a salvar sus vidas, menos tres personas que ahora mismo se convierten en notables e inolvidables en esta historia; siendo por ello dignas de mención: la primera, el mismo santo que sobre su anda se quedó incólume y sereno como si en el fondo supiese que nada malo le pasaría, como así fue. Los toros y las vacas bravas pasaban arremetiendo a “tirios y troyanos”, pero al santo no le hicieron nada y lo dejaron ileso en el lugar que los católicos miedosos le habían dejado. Esto a veces ha sido catalogado como un hecho milagroso, si se tiene en cuenta que la capa del santo era de color bermejo y se sabe que estos animales siempre acuden al rojo.

La segunda persona que no corrió; pero no porque no quisiera hacerlo, sino porque simplemente no podía hacerlo, era un músico de la banda Santa Lucía de Moche que tuvo la mala suerte de cargar una gran Tuba metálica que llevaba amarrada a su espalda con una gruesa correa de cuero curtido, imposible de desatar en estas emergencias. Un “casi búfalo” de cuatrocientos kilos lo atacó ensartándole el cacho por el hueco de la tuba y llevándolo arrastrado cuesta abajo, como a un muñeco al que agitaba violentamente por los aires.

Después de una brutal correría de al menos cuadra y media, al fin lo depositó al borde de una chacra de maíces cultivada en uno de los lotes del costado de la calle que aún no habían cercado, quedando el pobre casi muerto, pálido como una cera y tan mal parado que ni los pichones que estaban comiendo los maicitos en la chacra le dieron mayor importancia y esto que parecía espantapájaros.

La tercera persona que nunca corrió, fue una viejita casi ciega y con su espalda tan doblada como una luna en cuarto menguante, pues miraba al suelo prácticamente y en ese momento se encontraba parada en su puerta (pues quería sentir el paso de la procesión), ella no era consciente del grave problema que estaba ocurriendo, creía que era la bulla y la algarabía de la fiesta y - hasta dicen por ahí - que incluso cuando una de las vacas bravas pasó bufando por su lado y raspándole el pañolón, la viejita muy despreocupada le dijo: ¡¡¡para que te apuras hijita …si la procesión está cerca”... a lo que la brava sólo le respondió con un salvaje resoplido y ¡¡¡BUFFFFFF!!!...siguió corriendo a meter cacho.

Era obvio que la abuelita se salvó de milagro de tener una muerte dolorosa y ahora se sabe que, lo que le dijo a la vaca, lo dijo creyendo que la que pasaba era su sobrina que era muy apurada para ir a las fiestas.

Está muy claro que esto es otro milagro de San Isidro, quien no quiso que su ya longeva devota muriera entre cuernos y cornadas de una vaca nada, nadita mansa y encima enfurecida.

Salgud, mayo 2017

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