(Conferencia
ofrecida por Ernesto More en la Facultad de Química de la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos, en diciembre de 1966)
(…)
La ciclópea y extraña personalidad
de Vallejo, su drama humano, su expresión poética, todavía no explicada, hecha
a base de desarticulaciones portentosas de nuevo Génesis con sabor a lava y
sangre; su orfandad, su miseria, se me han revelado súbitamente como elementos
invalorables y prodigiosamente proféticos para el descubrimiento de las
entrañas mismas de nuestro país, de su drama y de su destino. No necesitó Vallejo
cantar al Amazonas ni a Machu Picchu, cantar a Túpac Amaru o a Vilcapasa para
ser peruano. No cantó Vallejo lo que tenemos, sino aquello que, siendo nuestro,
dejamos de tener. Cantó nuestro suspenso. Lo gimió más que lo cantó. O si
alguno de Uds. lo prefiere, lo bramó.
No solo ha legado Vallejo un
mensaje poético de letras y palabras. Ese es el que menos se entiende. El otro,
el que nos lacera, nos conmueve, el que está a punto de ponernos en
marcha, es ése que tiene que abrir el
camino para la unión de los peruanos; ese que ya estamos columbrando todavía
muy incipientemente, cuya explicación la da el mismo Vallejo, cuando dice: “Para
explicar mi vida no tengo sino mi muerte”. Al decir esto, Vallejo no se refiere
a la muerte física. Muriendo de enfermedad en el Perú, esa muerte no habría
exp0licado el sentido de su vida y de su poesía. Necesitó haber estado muriendo
permanentemente, necesitó cumplir lo dicho por él mismo: “¡Haber nacido para
vivir de nuestra muerte!”, necesitó vivir su muerte y morir no por obra de
enfermedad alguna, sino por la violencia de su emoción humana. Necesitó haber muerto
por España, cuando España luchaba en aquel tiempo por lo que ahora estamos
luchando en el Perú. Esa muerte arroja una luz que permite descifrar los quipus
de su poesía. Extraña muerte la del poeta que nos permite tenerlo diariamente
vivo a nuestro lado. Extraña muerte la
del poeta, que, besando al hombre, nos marca penetrante e insistentemente, el
camino de la vida, no ya para cada cual, aisladamente, sino para todos los
peruanos juntos.
Es evidente que la muerte
misteriosa de Vallejo, al iluminar y dar un sorprendente sentido a su poesía,
poner en transparencia el alma del Perú, el complejo histórico que pesa sobre
nosotros, esa falta de gravitación espiritual que se advierte en el ser
peruano, fenómeno singular que se produce y está presente en todos nosotros, en
las grandes como en las pequeñas acciones. Vallejo sintió ese fenómeno con gran
acuidad. Tal es la misión del poeta en los tiempos que vivimos. Y el poeta no
llega a estas profundidades merced a la versación que puedan propiciarle los
libros. Ya él lo dijo: “Voy sintiéndome revolucionario por experiencia vivida
más que por ideas aprendidas”. Su mejor maestro fue el dolor; su mejor libro,
privación. Su lenguaje mismo surgió en ese “cementerio de palabras” en el que,
según Gerardo Diego (que esta vez sí acertó), nació Vallejo. El Perú se le
entró a Vallejo por lo que le falta, por lo que se le arrebata. Como un caminante
perdido, el alma y el sino de nuestro pueblo encontraron hospitalidad en el
corazón del vate, que era su propia casa.
(…)
Páginas 130, 131 y 132 del
libro Vallejo, en la encrucijada del
drama peruano de Ernesto More
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